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—Mamá... Tita... Tita... Mamá... ¡Teta!

Vuelvo en mí. Me giro y el reloj de la mesilla marca las cinco y media de la madrugada. Creo que he perdido la cuenta de las veces que me he levantado para darle el pecho a la peque. Salgo de la cama y soy consciente de que llevo la teta izquierda fuera del sujetador, me he debido de quedar dormida así hace tres cuartos de hora.

Me acerco a la cuna donde Rocío me espera en pie, chupando los barrotes. Me pide pecho con la misma elocuencia que un catedrático. La cojo en brazos y me vuelvo con ella a la cama. Me recuesto sobre el mullido cabecero de la cama y me las apaño para engancharla al pezón mientras se me cierran los ojos.

Y suena el despertador.

Son las seis y media de la mañana y huele a café.

Mi madre duerme poco. Tiene eso que algunos conocen como el mal del viejo. No necesita más de cinco horas de sueño para estar completamente regenerada del día anterior. No sé por qué se concibe como algo negativo... A mí me encantaría estar reparada durmiendo sólo cinco horas por la noche... Aunque no hay nada más lejos de la realidad.

Al despertar, compruebo que tengo la teta izquierda fuera del sujetador y mi pequeña está durmiendo a mi lado. Me encanta verla dormir. A veces se estira y ronronea; y otras respira profundamente y me transmite mucha paz. Me levanto y me recoloco el pecho dentro de la copa. Después me ajusto el tirante y ya, entonces, cojo a Rocío en brazos y la llevo a la cocina.

—Buenos días —saluda mi madre con voz cantarina—. Le he preparado la papilla a la nena —anuncia mientras yo deposito a la bebé en la trona.

Aunque ua empieza a tener más de niña que de bebé... Pero me resisto a admitirlo.

La miro. Tiene un ojito medio abierto y el otro completamente cerrado. Bosteza y me enseña sus minúsculos dientecitos. Sonrío. No hay cansancio que pueda superar esto.

—Corre a ducharte —dice mi madre—. Ya le voy dando yo el desayuno mientras... Que si no vais a llegar tarde otra vez —insiste.

Hago caso. A estas horas la mitad de mi cerebro aún está apagado. Entro al baño y abro el agua caliente de la ducha. Me introduzco en ella y cierro la mampara. Suspiro profundamente y después dejo que el calor del agua relaje mis hombros. Utilizo un gel de baño con aroma a aceite de argán que huele a gloria. Me lavo el pelo con champú para bebés y después le aplico una gota de acondicionador. Me aclaro y cierro el grifo con pena. Echo de menos aquella época en la que me recreaba y podía estar más de diez minutos seguidos bajo el agua caliente.

Me envuelvo en mi albornoz y me paso el secador. Cuando parezco una versión de Mufasa vintage enchufo la plancha y mientras ésta se calienta me voy a mi cuarto y saco del armario unos pantalones blancos y una blusa gris oscura. Me visto en menos de veinte segundos y corro al baño para terminar de arreglarme el pelo.

Y al fin estoy de vuelta en la cocina. El babero de Rocío está lleno de pegotes amarillos de papilla y ella está haciendo pompitas con los restos que le quedan en la boca. Al verme se le escapa un gorgorito muy gracioso.

—¡Mamá! —grita entusiasmada mientras empieza a aplaudir a su manera.

La imito y aplaudo como un oso. Ella se ríe a carcajadas y yo la cojo en brazos.

—¡Te vas a poner perdida! Quítale el babero... —dice mi madre... Tarde.

—Qué cochina me has puesto, enana —le digo a mi hija mientras ella me toquetea el pelo recién planchado para llenármelo de pegotes de papilla.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora