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Miro con pena el paisaje, porque nos vamos. Intento grabar en mis retinas el verde de los prados y las magníficas vistas de las que aún podemos disfrutar en este tramo de carretera que discurre entre montañas. Rocío se ha dormido nada más empezar el viaje de vuelta y Tony lleva la lengua fuera y parece estar observando los montes a través de los blancos mechones rizados que le cubren los ojos.

—Lo he pasado muy bien —digo en voz baja para no despertar a la nena.

Raúl sonríe. No puede mirarme porque está conduciendo.

—Siempre podemos volver —me responde—. Cuando tú quieras y a mí me den vacaciones.

También sonrío.

Los viajes de regreso siempre se me hacen pesados. Será culpa de mi subconsciente, que sabe que a la vuelta me espera de nuevo el trabajo, el día a día... El estrés. Y las decisiones difíciles. Hacemos dos paradas en el camino que nos sirven para comer algo, ir al baño y para que Tony haga pis fuera del coche.

Por fin pasamos frente al cartel rojo lleno de estrellas que da la bienvenida a la Comunidad de Madrid. Cuanto más nos acercamos a la capital, más tráfico se acumula y más resopla Raúl, que ya va cansado de conducir durante todo el viaje.

Yo llevo tanto tiempo sin coger el coche que cuando pueda volver a hacerlo voy a tener que tomar clases de recuerdo en la autoescuela.

Y llegamos. Se me hace raro ver mi edificio, mi portal y mi barrio. Me siento como si me acabara de despertar de un maravilloso sueño de cuatro días cuando Raúl apaga el motor y me mira con intensidad.

—Ha estado muy bien —dice.

—Sí, ojalá podamos repetir algún día.

Me acaricia la mejilla con uno de sus dedos y me sonríe. No me canso de observar sus ojos. Ahora parecen más verdosos que marrones, supongo que por la luz. Aunque lo cierto es que no encuentro ninguna explicación al por qué unas veces son más oscuros y otras me parecen más claros.

—Te quiero, Bea —dice.

—Y yo a ti —respondo.

Nos damos un beso corto y nos bajamos del coche. Rocío aún duerme, así que aprovecho para descargar nuestra maleta y su carrito (que no lo hemos utilizado al final, aunque me siento aún incapaz de prescindir de él). Raúl se queda en el coche con la nena y yo subo las cosas en el ascensor, las dejo en casa, en el hall y vuelvo a bajar. Me encuentro a Raúl con mi hija en brazos explicándole algo sobre su perro.

—Tony sólo puede comer comida de perros, Roci —le dice—. Si le damos papilla, le gustaría tanto que te dejaría a ti sin comida —exclama él.

Ella abre la boca y lanza un grito de sorpresa.

Peo yo quieo mi comida —responde mi hija casi indignada.

Sonrío ante la escena. Me acerco a ellos y le doy un beso en la boca a mi novio. Me mira dulcemente y mi hija me lanza los brazos para que la coja.

—Adiós papi —le dice a Raúl.

Los últimos días intenté explicarle que Raúl era Raúl y que no tenía que llamarlo papi, porque no era su papá... Pero entonces ella me pregunto que quién era y dejé de insistir. Quizá aún sea demasiado pequeña para explicarle ciertas cosas.

—Adiós princesa —se despide él.

Tan sólo estamos a unos pasos del portal. Camino hacia él y saco la llave de mi bolsillo mientras con el otro brazo sostengo a mi hija, que se adhiere a mi tronco como un verdadero koala.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora