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—Entiendo que prefieras quedarte en tu casa esta noche, no tienes que venir a cenar si no quieres... —le digo.

Ha aparcado en doble fila frente a mi portal. Está taciturno y da la impresión de que está conteniendo las lágrimas o la frustración... O ambas cosas. Me mira y evito que se me note la compasión que siento por él.

—Sí... Me quedaré en casa. Espero que no te importe... Ahora no soy la mejor de las compañías —me dice.

Se acerca y me da un beso en la mejilla. Le digo adiós y me bajo del coche. Saco del bolsillo de mi cazadora las llaves y selecciono la que abre el portal. Antes de desaparecer dentro del edificio me giro y veo que Raúl le atesta un golpe al volante en una explosión de temperamento. Rápidamente entro y cierro la puerta detrás de mí. No quiero que se dé cuenta de que lo he visto.

Subo en el ascensor. Entro en casa y veo a mi madre en la cocina, que me sonríe hasta que se da cuenta de que algo va mal.

—Le han contado lo de su padre —susurro.

Me siento frente a la mesa, donde hay un humeante plato de sopa de verduras. Huele fenomenal, pero solo imaginar llevarme una cucharada a la boca hace que se me caiga el alma a los pies.

—¿Y cómo ha ido? —me pregunta ella.

La miro, consternada.

—Perdóname hija, no sé para qué pregunto. El pobre estará fatal.

—Sí. Ojalá pudiera ayudarle... Pero me siento tan impotente —digo en voz baja.

—Intenta comer algo, hija. Que luego Rocío con la teta te deja sin fuerzas —me anima ella—. No puedes ayudarle, Bea. Su padre se está muriendo y la única manera que tiene de superarlo es asumirlo, llorar y sobre todo, tiempo.

La observo. Ella sabe muy bien de lo que habla.

Me arranco y al final consigo terminar con la sopa.

—¿Rocío está durmiendo?

—Como una bendita —responde ella—. Esta tarde he quedado con unas amigas para ir a una exposición, luego a lo mejor iremos a cenar así que llegaré tarde.

Asiento y la sonrío.

—Sí, no te preocupes. Con todo lo que me ayudas... A lo mejor estoy abusando de ti, mamá —digo.

Ella niega con la cabeza.

—Si no ayudo a mi hija, ¿a quién voy a ayudar? Las dos hemos tenido una vida difícil así que nos entendemos bastante bien —responde con esa voz tan apacible y calmada—. Aprovecha a dormir un poco de siesta antes de que la nena se despierte.

Así lo hago. Desisto de probar la sopa, en su lugar la tapo con otro platito más pequeño y después la aparto a una esquina de la encimera, para si acaso cenarla por la noche.

Cuando me meto en la cama recuerdo que esa misma mañana ha estado Raúl aquí mismo tumbado, abrazándome, mientras yo me reponía después de la crisis. Ojalá yo pudiera hacer algo por él. Atenuar su sufrimiento de alguna manera, evitarle pasar por lo mismo que yo pasé hace ya tantos años.

Rocío solloza suavemente. Abro los ojos y miro el reloj. Satisfecha, compruebo que he dormido unos cuarenta minutos. Me levanto y la saco de la cuna. Huele a caca.

La tarde se sucede tranquila. Le doy la papilla a la peque y después salimos al parque. La primavera nos está obsequiando con unas tardes soleadas de veinte grados que hay que aprovechar. Nos llevamos un cubito, la pala y el rastrillo para jugar con la arena juntas y con otros niños. La ayudo a tirarse por un pequeño tobogán en varias ocasiones. Siempre quiere más.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora