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Martes. Rocío se ha levantado unas siete veces esta noche. Mi estado es tal que no distingo el sueño de la realidad y me encuentro en una especie de trance terrorífico en el que mis ojeras son las protagonistas indiscutibles de la mañana. Pero aún así estoy en una nube. Es una nube rosa con pompones y los unicornios bailan coreografías Disney sobre ella. Raúl.

El problema de las nubes es que vuelan alto. Muy lejos del suelo. Así que si me caigo, corro el riesgo de partirme todos los huesos y quedarme inválida... Morirme sería el menor de mis problemas. Las nubes son peligrosas. Aunque sean rosas y tengan unicornios en la tripulación.

Me siento en la cocina mientras mi madre le da la papilla a la peque. Miro el café con resignación. Hubo una época en la que no era adicta. Por entonces no llegaba a los veinte años aún. Ahora es algo parecido al elixir de la inmortalidad.

—Tienes una cara horrible, cariño —me saluda ella.

—Buenos días —digo con voz de hombre fornido.

Todas las mañanas me levanto afónica. Con el paso de las horas mi laringe va respondiendo y mi voz vuelve a parecer femenina.

—¡Má! —grita Rocío con una sonrisa.

Agarro su manita, que escapa de la trona y ella cierra sus dedos entorno a mi meñique. Me tomo mis pastillas con un vaso de agua y cruzo los dedos por no tener una crisis a lo largo del día: he dormido demasiado poco y lo poco que he dormido está demasiado fragmentado. Mala combinación.

Repetimos la operación de cada día. Me ducho. Cambio a la peque. Me la llevo a la guardería, pero esta vez me acompaña mi madre porque sabe que no he dormido bien (mucho peor que otras noches también malas) y no quiere arriesgarse. Después me acompaña al metro y espera a verme entrar a través de las puertas transparentes.

El hospital me recibe tranquilo. El sol toca una de sus fachadas blancas de ladrillo y le imprime un bonito color anaranjado que no durará mucho más de una hora, cuando termine de amanecer y nuestro astro nos vigile desde lo más alto. Entro por el parking y rodeo el edificio por la parte de atrás hasta llegar a la puerta que da acceso a los vestuarios. Deslizo mi acreditación por encima del picaporte y la luz verde me indica que está abierto. Entro y camino a lo largo de un pasillo largo. Me detengo frente a la taquilla número ochenta y dos. La abro y extraigo la bata blanca de la percha. Mi mochila la dejaré arriba, en los despachos. Me gusta llevarla conmigo porque en ella cargo con apuntes y chuletas que consulto bastante a menudo. Además no me gusta tener que bajar a las catacumbas del hospital, hasta mi taquilla, cada vez que me surge una duda (y eso ocurre muchas veces a lo largo del día).

Vestida de blanco y con mi fonendo azul cielo estrujado en uno de los bolsillos, llevo a mi espalda mi macuto y me dirijo hacia los ascensores. No tardo mucho en llegar al despacho de neurología y descargar. Allí saludo a Alma, que sigue en la planta y ahora está absorta en una resonancia de lo que, a simple vista, a mí me parece un cerebro completamente normal.

—¿Qué tal está Antonio? —pregunto por el padre de Raúl.

—¿Te refieres a la interconsulta de trauma? —pregunta distraída.

—Sí... Es que resulta que es el padre de un amigo mío —confieso.

Automáticamente ella se gira sobre su silla y me mira, con lo que parece ser, una pizca de compasión.

—Ha empeorado este fin de semana. Le he pedido un electromiograma, una resonancia, una punción lumbar y una analítica para hacerle unas cuantas serologías —me informa—. Y ya podemos rezar, porque la exploración me parece bastante obvia.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora