¿Cómo hubiese sido si...? /Cr...

By aleianwow

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Autora: Cristina González Ilustrador: Alexia Jorques Beatriz adora a su hija de tres años. Beatriz está solte... More

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Epílogo
INFORMACIÓN IMPORTANTE
YA EN KINDLE Y EN PAPEL!!!

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By aleianwow

Se escucha una sirena y una luz azul que gira me provoca un deslumbramiento momentáneo. Al instante el silencio se transforma en bullicio mientras una multitud de pijamas verdes, blancos y azules se abalanza sobre un corazón de setenta y muchos años que fibrila encima de una camilla que arrastran los técnicos de la ambulancia hacia el interior del box vital.

Pero ni eso consigue echar algo de luz sobre mis adormecidas neuronas.

Miro el reloj y veo que aún no hemos llego a la una de la madrugada, a falta de unos diez minutos. Hago la cuenta. Hasta las cuatro tendré que estar despierta y atender a todo lo que entre por la puerta.

—¡Todos lejos! —grita Pepe, nuestro urgenciólogo preferido.

Veo convulsionarse momentáneamente el cuerpo del paciente por culpa de la descarga. Después escucho varios suspiros de alivio que indican que el corazón ha vuelto a su ritmo sinusal. Se lo llevan a la observación y de pronto el pasillo vuelve a estar en silencio y lo único que se mueve es la luz del foco que titila en el techo. Vuelvo frente a mi ordenador y me siento ante la pantalla, resignada a terminar la historia que he dejado a medio escribir.

Cruzo las piernas y enfoco mis ojos exhaustos en el último párrafo que estoy tecleando. Se trata de un hombre mayor que cuenta una parálisis en pierna y brazo izquierdos, al cual ha encontrado su mujer hace media hora tirado en el suelo del baño. Y por eso lo ha traído a urgencias.

Pulso intro.

Juicio clínico: sospecha de hemorragia en cápsula interna. El TAC me enseña una inequívoca mancha blanca en el hemisferio derecho que además concuerda con los antecedentes del paciente y demás cositas a tener en cuenta. Resoplo. El pobre Ramiro está desparramado en la camilla y su mujer lo mira acongojada. Pero no puedo hacer milagros. Hay cosas que sólo las cura, y no siempre, el tiempo.

Ya no aguanto más y me levanto de la silla otra vez. Necesito cafeína.

—Voy a tomar un café, ¿quieres que te traiga algo de la máquina? —le pregunto a Clara, una residente de medicina de familia que lleva una guardia mucho peor que la mía (y ya es difícil).

Me mira y hace pucheros.

—Como no me pongas una vía y me lo pases con un suero no me va a servir de nada —responde—. Pero vale, un capuccino con las cinco rayitas de azúcar —y sonríe con cansancio.

Voy dando tumbos por los pasillos. Mis Crocs blancos son blanditos y por lo menos mis pies van cómodos. Me paso por el baño que encuentro de camino a la máquina de café y me miro en el espejo.

Los ojos hundidos detrás de mis gafas de pasta verde hablan solos y ya casi no se distingue el azul cielo de mis iris que brilla cuando he dormido más de seis horas seguidas. El pijama verde me hace parecer un saco de patatas con fonendoscopio. Me siento como Baymax, el de la peli de Big Hero. A mi nena le encantó, y eso que sólo tiene dos años, pero tengo la sensación de que se entera más de lo que parece de todo lo que hay a su alrededor. Tengo la certeza de que es una niña muy inteligente.

Hago pis. Cuando llevas ocho horas sin pisar el baño casi hasta duele. Me lavo las manos y contemplo mi rostro demacrado una vez más. Al menos mi melena rubia está limpia y brilla porque tuve la precaución de pasarle la plancha antes de salir de casa esta mañana.

Me encojo de hombros y salgo de los servicios. Mientras camino alcanzo mi Iphone, que está en uno de los bolsillos de la bata, entre mi libreta de fármacos y el martillo de reflejos. Le pido a Siri educadamente que llame a mi madre.

"Llamando a... Mamá", responde ella, a mis órdenes.

—¡Bea! ¿Cómo estás? Rocío está acostada y ha cenado fenomenal —me saluda acelerada a pesar de la hora que es.

—Yo bien, bien cansada... Pero bien —gruño—. Gracias mamá, espero que no te dé mala noche.

—Qué va. Conmigo siempre es un sol, no como tú de pequeña, que estuviste durmiendo de tres horas en tres horas hasta los seis años. Un día creí ver el fantasma de mi tía Loli de lo cansada que estaba —me dice riéndose.

Quiere animarme. Y la verdad es que me saca una sonrisa. Desde que decidí tener el bebé, ella se comprometió a ayudarme con las guardias y a cuidarla cuando tuve que asistir a algún que otro congreso. No fue fácil para ninguna de las dos. Ambas estábamos solas. Y lo seguimos estando, aunque con nuestro patito.

—Dale un beso a mi niña de mi parte —le pido.

—Venga... No te preocupes, cada hora que pasa estás más cerca de casa y de tu cama —me dice con optimismo—. No te entretengo más. Te mantendré informada.

Me tira un beso y cuelga.

He llegado a la máquina del café. Está al final de un pasillo interminable de suelo verde de goma. Me pongo frente a los botones e introduzco la tarjeta de personal que me rebaja treinta míseros céntimos de los setenta que cuesta el café. Pulso el capuccino y me aseguro de que el azúcar esté al máximo. Mentalmente me imagino las arterias de la pobre Clara intentando sobrevivir al ataque de una diabetes momentánea.

Cuando puedo retirar el vaso lleno, pulso el botón de café largo y le quito todo el azúcar. Cuanto más amargo sepa, más abriré los ojos y más probabilidades tendré de llegar despierta a las cuatro de la madrugada.

—¿Doctora? ¿Doctora? —escucho una voz de fondo.

Entonces veo el rostro de un hombre delante de mí que me agarra de ambos hombros y se acerca a mis ojos.

—Dios mío, Bea ¿eres tú?

Y siento que he vuelto en mí. Conozco la sensación. Es desagradablemente familiar. Sé que estoy despertando de uno de esos momentos en los que, sin querer, me he desconectado del mundo. Miro el vaso de café amargo. Está en mi mano, estrujado y todo el líquido a ido a formar un charco deforme en el suelo. Camino marcha atrás como puedo hasta llegar a la pared y me apoyo sobre ella.

He tenido una crisis. Pequeña. He debido de destrozar el vasito de plástico al tener algún espasmo en la mano. Aún tengo la mano de ese chico en la cintura. Es un hombre joven el que me está sujetando. Supongo que tiene miedo de que me caiga. Y hace bien. Normalmente me debilito mucho después de uno de mis sirocos.

Reúno fuerzas para hablar.

—Gracias —susurro—. ¿Has visto si he tenido alguna convulsión? —pregunto, temerosa de que me responda con un sí.

—No. Sólo la mano y tenías la mirada perdida.

Suspiro, aliviada.

Me giro y por fin le veo los ojos. Y creo que tengo una alucinación. Dadas las horas que llevo sin dormir, el estrés y mi querida epilepsia no me extrañaría nada, la verdad.

—Raúl —susurro para confirmar si es mi mente la que está creando la fantasía.

—Sí, soy yo... Beatriz —y pronuncia mi nombre.

Con una mano tanteo la pared para asegurarme de que sigue ahí. Vuelvo a mirarlo a los ojos. Son entre verdes y marrones, intensos. Me observa con mucha atención mientras a mí me vienen flashbacks continuos de una adolescencia algo tortuosa.

Me agarra del brazo y me dejo guiar hasta unas sillas metálicas que se encuentran unos pasos a la izquierda, a modo de salita de espera improvisada.

Me deja caer en una de ellas y se marcha a la máquina del café. Veo que pulsa un botón. Me fijo bien, para comprobar si ha cambiado. Me parece un poco más alto, su ropa desde luego es más adulta y su voz más grave. Lleva unos vaqueros oscuros y un jersey de pico de color azul marino. Adivino unos músculos definidos bajo toda aquella ropa. Pero está proporcionado, no parece que se haya dedicado al culturismo en cuerpo y alma.

De pronto se gira y me sonríe. Entonces se me sube el corazón a la garganta y empiezo a pensar que tomarme un café está lejos de ser una buena idea.

Vuelve. Lleva dos vasitos, uno en cada mano. Se sienta a mi lado.

—Te traigo el capuccino que te habías dejado encima de la máquina y el largo que estabas a punto de tomarte —me susurra—. ¿Te encuentras mejor?

Asiento. Y descubro que me da vergüenza mirarlo a los ojos. Y es ridículo. Tengo treinta y un años, una hija y un trabajo con grandes dosis de estrés. Joder, Bea, compórtate.

Me pone el vasito en la mano y me ayuda a sujetarlo con la suya. Lo agradezco y doy un sorbo. Aún no consigo girarme hacia él.

—No sabía que al final habías estudiado medicina... Hace tantos años ya... —dice de pronto—. Cuéntame como has llegado hasta aquí. Me muero de curiosidad.

Me acaricia la muñeca y se me acelera el pulso. Temo que lo note. La última vez que me tocó yo tenía quince años, era junio y empezaba hacer calor, en todos los sentidos. Fue el último curso de secundaria y al año siguiente mis padres me matricularon en un instituto privado para estudiar bachillerato.

Raúl se marchó a Mallorca con su padre, a quien trasladaron por trabajo a dicha isla.

Y ese fue el fin. En aquella época el Messenger andaba en sus comienzos y no existía un uso generalizado del email y ni mucho menos, del WhatsApp. Por tanto, y a pesar de que nos hicimos alguna llamada que otra, acabamos por perder el contacto por completo. Además, lo que sucedió con mi padre me hizo, en cierto modo, perder el contacto con la realidad.

—Yo... Supongo que estudié mucho —digo como puedo—. ¿Y tú? ¿Cuándo has vuelto a Madrid?

Él sonríe. Me quedo mirando ese gesto que hace con los labios. Me resulta tan familiar que me hace sentir segura durante unos segundos. Como si alguna parte de mí se encontrase en casa.

—Hace unos ocho años —responde.

Poco a poco elevo la mirada y reúno el valor suficiente para ver sus ojos. Entonces él ve los míos y me tenso. ¿Y por qué no me llamaste? Pienso. Pero no quiero profundizar en esa pregunta. No sé si estoy preparada para oír que se olvidó de mí... O que simplemente no se le ocurrió la idea de pasarse por mi casa y hacer una visita.

—Y... Bueno... ¿A qué te dedicas? —pregunto en su lugar.

Él sonríe otra vez y me saca una pequeña curva de los labios. Aunque mis ojos le gritan en silencio que por qué no me buscó. Tal vez, si hubiese aparecido a tiempo en mi vida algunos errores no se hubieran cometido.

—Soy veterinario. Mi consulta está cerca de dónde vivías con tus padres. O vives, aún no sé si sigues allí. Aunque nunca te he visto por la calle, así que supongo que no —añade rápidamente. Pero no me dice si se ha molestado en averiguarlo, claro.

Y pienso en si realmente se acuerda de dónde vivía yo con mis padres. Me quedo sin habla momentáneamente y mi cerebro trata de encontrarle alguna salida a la conversación.

—Sí, ahora vivo allí —respondo—. Pero trabajo tantas horas que es muy raro verme en la calle, imagino.

No le digo que mi madre baja casi todas las tardes con Rocío al parque, ahora que es primavera y hace buen tiempo aprovecha para llevarla a que juegue con otros niños mientras yo estudio y preparo mis sesiones clínicas. Es más, no le comento que tengo un bebé. Tendría que explicar demasiadas cosas de las que aún no he sido capaz de hablar sin la imperiosa necesidad de echarme a llorar.

—Sí, suele pasar. Cuanto más cerca estamos unos de otros, menos nos vemos —dice—. Creo que debería verte un médico... No sé si es muy normal lo que te ha ocurrido —comenta, cambiando de tema.

Me mira y noto la preocupación en su manera de acariciar mi muñeca. No puedo contener una sonrisa consternada... Porque el contacto me hace revivir una época turbiamente dorada. Sin responsabilidades, sin preocupaciones... Como la adolescente relajada y divertida que era. Luego vino todo de golpe.

—No te preocupes... Me diagnosticaron de epilepsia mioclónica juvenil con trece años... Desde entonces la he tenido bien controlada con la medicación... Pero la falta de sueño descompensa las crisis y con las guardias ya sabes... Se duerme poco —respondo.

Él frunce el ceño, pensativo.

—No recuerdo que me lo llegaras a contar... Y eso que bueno... —hace una pausa y completo sus palabras mentalmente.

Me sonrojo. Y él acaricia mi muñeca otra vez.

—No es algo que suela contarle a la gente. Tengo amigos de toda la vida que ni siquiera lo saben —explico—. Siento que hayas tenido que presenciarlo, espero que no te haya resultado muy desagradable —añado rápidamente.

Él me obliga a mirarlo a los ojos. Y toda la madurez que he adquirido en los últimos quince años de mi vida se evapora y me echo a temblar. Quiero culpar a la cafeína. Pero no puedo.

—Tal vez... Podríamos quedar algún día... A tomar un café, por ejemplo —sugiere y señala con un gesto de cabeza el vaso de plástico que tengo en la mano.

Mi mente, que se ha vuelto desconfiada muy a mi pesar en los últimos tiempos, intenta dilucidar qué intenciones se esconden tras esas palabras. Pero él me mira de tal manera que se me mete dentro y me impide pensar. Me aturullo. Estoy nerviosa, cansada y llevo el pijama puesto. Entonces me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo lejos de los pasillos de urgencias y de que es posible que me necesiten allí.

—No sería una buena idea —respondo en mitad de mi tormenta mental—. A lo mejor deberíamos dejar las cosas como están —continúo metiendo la pata. Claro, que él no me llamó... ¿Por qué debería hacerlo yo ahora?

Y es que, sé con total seguridad que en el momento en el que Raúl y yo quedemos para hablar, no sólo hablaremos. Es imposible. Nunca fuimos amigos. Fuimos mucho más. Y es imposible ser mucho menos, aunque haya pasado una eternidad desde entonces.

Y ahora tengo un bebé. Un bebé de dos años que sólo tiene a su madre. Aunque más bien soy una madre que sólo tiene a su bebé. En realidad, no sé quién cuida de quién exactamente.

—Vaya —responde.

Sus cejas se levantan en un gesto de extrañeza.

—Lo... Lo siento —me disculpo como puedo—. Siempre fuiste muy bueno conmigo... Me trataste fenomenal... Yo... Sólo quiero que continuemos con nuestras vidas. Entiende que no podemos ser amigos —puntualizo.

Él traga saliva y vuelve a acariciar mi muñeca con su dedo índice. El gesto me arranca algún latido de más y bombardea mi mente de recuerdos que creía que ya no guardaba.

—No estoy de acuerdo... Pero es tu decisión. Te deseo lo mejor.

Entonces suelta mi brazo, se levanta de la silla y se inclina sobre mi mejilla. Me da un beso y creo que voy a tener otra crisis. Me dice adiós con la mano y lo veo desaparecer caminando a lo largo del pasillo.

A mi lado, sobre la silla que estaba vacía, se enfría el capuccino de Clara. Me termino mi café sólo de un sorbo y me levanto. Echo a caminar sobre mis Crocs y de repente me imagino que mi pijama verde se transforma en ese jersey de cuello alto negro que me ponía sin descanso cuando tenía quince años. Era el mismo que llevaba cuando Raúl me besó por primera vez. Sonrío, pero no estoy contenta.

Y cuando me besó la segunda vez también lo llevaba puesto, recuerdo. Y la tercera. Y la cuarta vez me lo quitó.

Y entonces una residente de primer año de medicina interna me aborda en mitad del pasillo pidiéndome ayuda sobre un señor que se ha quedado tetrapléjico en las últimas doce horas.

—Llama a los de la UCI —le recomiendo en tono militar.

Sospecho que no va a tardar mucho en necesitar ventilación mecánica. Me siento frente a un ordenador y pauto los corticoides.

Al menos ya no tengo sueño y sé que no me va a costar aguantar hasta las cuatro.



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Y aquí está la novela que me ha tenido tanto tiempo ocupada últimamente!!

Está básicamente terminada y la publicaré en Amazon en breve y mientras iré subiendo capítulos aquí. Día sí y día no.

Espero que la disfrutéis!!

besitos!! 


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