Record of Ragnarok: Blood of...

By BOVerso

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Los diez milenios de existencia de la humanidad estarían por terminar por la mano de sus propios creadores. ... More

ꜰᴀʙᴜʟᴀ ᴍᴀɢɴᴜᴍ ᴀᴅ ᴇɪɴʜᴇɴᴊᴀʀ
ӨBΣЯƬЦЯΛ
Harā'ēkō Bud'dha
Buddh Aur Daakinee
Taantrik Nrty
Tur Arv Valkyriene
bauddh sapane
Vakning einherjar
Yātrākō antya
Interludios: El Presidente, la Princesa y el Jaguar
Interludios: Los Torneos Pandemonicos
Interludios: Los Reclutadores y los Nipones
Libro Uno: Los Viajes de Uitstli
Ayauhcalli Ocelotl
Quezqui Acalpatiotl
Tlachinolli teuatl
Kuauchili Anxeli
Amatlakuiloli Mapachtlan
Teocuitla coronatia
Yaocihuatl
Olinki Yaoyotl
Huey Tlatoani
Motlalihtoc Miquilistli (Ajachi 1)
Motlalihtoc Miquilistli (Ajachi 2)
Motlalihtoc Miquilistli (Ajachi 3)
Motlalihtoc Miquilistli (Ajachi 4)
Interludios: La Reina, el Semidiós y los Reclutadores
Huallaliztli Yehhuatl Teotl
Yaoyotl Ueytlalpan (Ajach 1)
Yaoyotl Ueytlalpan (Ajach 2)
Inin Ahtle To tlamilistli
Maquixtiloca Teótl Innan (Ajachi 1)
Maquixtiloca Teótl Innan (Ajachi 2)
Etztli To Etztli (Ajach 1)
Etztli To Etztli (Ajach 2)
Cocoliztli Neltiliztli (Ajachi 1)
Cocoliztli Neltiliztli (Ajachi 2)
Ilhuitl Onaqui Cuauhtli Ahmo Inin (Ajach 1)
Ilhuitl Onaqui Cuauhtli Ahmo In in (Ajach 2)
𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝕱ø𝖗𝖘𝖙𝖊 𝖗𝖚𝖓𝖉𝖊
𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝕯𝖊𝖓 𝖆𝖟𝖙𝖊𝖐𝖎𝖘𝖐𝖊 𝖇ø𝖉𝖉𝖊𝖑𝖊𝖓 𝖔𝖌 𝖉𝖊𝖓 𝖘𝖛𝖆𝖗𝖙𝖊 𝖏𝖆𝖌𝖚𝖆𝖗𝖊𝖓
𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝖆𝖟𝖙𝖊𝖐𝖎𝖘𝖐𝖊 𝖚𝖙𝖓𝖞𝖙𝖙𝖊𝖑𝖘𝖊𝖗
𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝕭𝖑𝖔𝖉𝖘𝖚𝖙𝖌𝖞𝖙𝖊𝖑𝖘𝖊
𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝖙𝖎𝖉𝖊𝖓𝖊𝖘 𝖘𝖙ø𝖗𝖘𝖙𝖊 𝖗𝖆𝖓
Tlatzompan Tlatocayotl
Libro Dos: La Pandilla de la Argentina
Capítulo 1: Los Vigilantes
Capítulo 2: Los Mafiosos
Capítulo 3: Cuatro Días Perdidos
Capítulo 4: Renacidos Sin Cobardía.
Capítulo 5: Pasar Página
Capítulo 6: Bajo la mirilla
Capítulo 7: Adiós, Sarajevo
Interludios: Academia de Magos y Hielo de Gigantes
Interludios: El Flash de Helio
Interludios: La Maldición del Hielo Primordial
Capítulo 8: Economista... Pero, en esencia, Moralista.
Capítulo 9: Nueva vida, nuevos desafíos, nuevos enemigos.

𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝖍𝖊𝖑𝖛𝖊𝖙𝖊 𝖐𝖔𝖒𝖒𝖊𝖗 𝖋𝖔𝖗 𝖔𝖘𝖘

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By BOVerso

EL INFIERNO VIENE A POR NOSOTROS

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Chiucnauhmictlan, Capital de Mictlán

Palacio Real del Señor Mictlán


Las gigantescas calaveras que Malina vio en el exterior del bastión se encontraban también en el interior, condecorando los zaguanes, las galerías y los estrechos pasadizos. Aquellos titánicos cráneos, que alcanzaban a cubrir largas extensiones de pared, no eran adornos, mucho menos falsos. Eran calaveras auténticas que otrora pertenecieron a Gigantes, los que, en tiempos inmemoriales, según leyó en códices y le contó su hermano, guerrearon contra las estirpes divinas de Ometeotl.

No existía prácticamente registros auténticos que verificara la existencia de susodicha guerra. Pero, incluso con estar viendo los inmensos cráneos clavados en las paredes, sus bocas semiabiertas y los enormes orificios negros que parecían seguirla incluso sin tener ojos, Malina intuyó lo abrumadoramente poderosos que debieron haber sido estos Gigantes, y lo numerosos que debieron haber sido para que Mictlán tuviera varios de estas calaveras como trofeos en su palacio. Aunque, ¿qué hacían en el palacio de Mictlán? ¿Será acaso él quien se enfrentó a estos titanes aztecas?

Empuñando el espadón curvo hecho con filamentos de cerámica, Malina anadeó por los inacabables pasillos en penumbras del palacete. La única iluminación que recibía del exterior eran los tenues resplandores de los lagos de lava. De vez en cuando entraban destellitos rojos por las ventanas, ululaban por los umbrales infestados de escombros y le indicaban caminos a seguir. Pero no importaba por cuales pasadizos se internaba y cuántos cuartos se adentraba; al igual que la pesadilla que tuvo antes de despertar y aparecer aquí, Malina se sintió perdida y vulnerable.

Sentía miradas provenir de la negrura de las habitaciones a las cuales, al cabo de tanto estar entrando en ellas y toparse con caminos muertos, ahora oteaba con una rápida mirada para después proseguir con su recorrido. Le inquietaba de sobremanera la soledad absoluta, el silencio que la acompañaba. No había más ruido que el rumor de los ríos de lava de afuera. Las luces etéreas que entraban por los ventanales no ayudaban a disipar los temores profundos que la carcomían de a poco.

El calor era sofocante y omnipresente. No importaba cuánto se internase en los confines del gigantesco palacio infernal, el sudor que perlaba su piel roja se mantenía exuberante. El cansancio también se hizo presente, incluso sin haber recorrido mucha extensión de los pasillos y las salas de reuniones, en donde se topó con más calaveras de gigantes y con más cuerpos petrificados de hombres-lagarto y de hombres-bestia con formas caninas.

A Malina le seguía extrañando la presencia de estas estatuas que, muy seguramente, fueron en el pasado invasores. ¿A quién o quienes sirvieron? ¿Qué clase de adversario tuvo Mictlantecuhtli para haber sido asediado por esta clase de enemigos? Las miradas perseguidoras de los cráneos de los Gigantes le ofrecían especulaciones de lo más estrafalarias. La Diosa Hechicera cerró los ojos y combatió toda esa nocividad pensando en su hermano, y en la seguridad que sentiría cuando estuviera de nuevo a su lado.

Su hermano. Quien, muy seguramente, estará luchando en el Torneo del Ragnarök contra el hombre quien presumió era el padre de Zaniyah.

<<Huitzilopochtli...>> Pensó Malina en un corte mental de culpabilidad mientras trepaba por una pequeña colina de escombros y se metía dentro de una zanja que daba a la sala contigua. Su mente no dejaba de repetirse que esto era su culpa, que por su sola existencia el Dios de la Guerra pasó por tantos calvarios que no pudo sobrellevar, y que lo llevarían hacia su muerte. El pavor del pecado era arrasador, pero Malina se batió contra ella, y se dijo a sí misma que salvaría a su hermano. Cueste lo que cueste.

Cayó de bruces al piso, chocándolo con elhombro. Gruñó un par de veces y se reincorporó, empuñando el espadón decerámica a la altura de su hombro. Observó su derredor, e inmediatamente sellevó una mano a la nariz nada más oler el pútrido hedor a quemado en elambiente. Sus ojos se fijaron en la escalinata, y se ensancharon al ver losrestos de un vestido negro holgado, con la carne y las vísceras ardientesquemándose alrededor suyo. El vestido hacia reminiscencia de una monarquíaperdida, sobre todo al ver la corona de calaveras reposando encima de él.Aquella corona delató su identidad, y Malina ensanchó los ojos.

Malina inspeccionó su derredor con una mirada rápida, y después se acercó hacia la escalinata. El corazón se le aceleró cuando uno de los pedazos de carne chisporroteó, y varias gotas le cayeron cerca de sus pies. La Diosa Hechicera apoyó la punta del espadón sobre el piso, se arrodilló y se quedó inspeccionando con una larga mirada analítica el vestido, observando como la carne y las vísceras la chispeaban y quemaban.

Su quedó con la mirada reflexiva por casi un minuto entero. Observó el escote; luego la corona; luego las largas vísceras que otrora fueran brazos; luego la corona; luego las zapatillas, luego las escaleras que llevaban hacia el segundo piso, y por último... la corona de calaveras.

Recordó las palabras que Mictecacihuatl le dijo durante su pesadilla. No acerca de su lanza para matar al inmundo que les hizo esto... sino la del inmundo en sí mismo. <<Pónganle fin al infierno que él mismo está creando... del cual todos serán súbditos... y del cual mi marido y yo... ya lo somos.>> Las palabras de aquella reina del infierno resuenan en su cabeza, tan fuertes y quejumbrosas que le dan una breve jaqueca. Los escalofríos le pusieron la piel de gallina. Malina miró hacia abajo, tragó saliva, y dedicó una última mirada solemne hacia el vestido negro.

<<El mundo de Aztlán siempre me trato como un vástago de Mictlán>> Pensó, mordiéndose el labio. Se reincorporó, miró hacia la penumbra del piso superior al final de las escaleras, y emprendió la marcha, sus pisadas resonando sobre los escalones de mármol blanco. <<Ahora verán que hay cosas peores de las que temer>>.

La Diosa Hechicera ascendió hasta el último escalón. En la cima, oteó de izquierda a derecha, topándose con esquinas de paredes agujereadas e infestadas de más vestidos de mujer y armaduras de espinas. Miró al frente, topándose con grandes compuertas negras abiertas de par en par. Más allá del umbral se veía un largo pasillo, estrecho y alfombrado, con pilares embebidos a las paredes y al fondo un trono donde figuraba una silueta sentada en un trono. Malina respiró hondo, y reavivó la marcha.

Los tenues resplandores de la lava se seguían filtrando a través de los ventanales del pasillo, así como las claraboyas destruidas. Malina sintió el incremento de una repentina presión oprimir sus hombros a medida que avanzaba hacia el fondo del pasadizo. Como un gigantesco cuerpo celeste que destruye un objeto espacial con su atmosfera, la silueta sentada en su trono, incluso sin moverse, despedía un inconmensurable aire hostil y belicoso. El corazón se Malina dio tumbos y aceleró sus palpitaciones, su mente asolándola con pensamientos de que aquella estatua se pondría de pie en cualquier momento, y comenzaría a atacarla.

Por suerte, eso no pasó. Malina puso un pie frente al ser sentado en el trono, y de repente toda la presión que la había querido sojuzgar se desvaneció. La Diosa Hechicera inspeccionó de arriba abajo al hombre petrificado que tenía a dos metros de ella: un hombretón musculoso, sentado con las piernas abiertas, un brazo estirado hacia abajo y el otro apoyado sobre la cabeza de un martillo de guerra. Portaba una pesada armadura condecorada con múltiples calaveras en sus hombreras y peto, y en su cabeza llevaba una corona de tres púas. Detrás de él colgaban esqueletos humanos de cadenas hechas de hueso. Su rostro era oculto por una máscara; sus cuencas estaban igual de ennegrecidas que las de los cráneos de los gigantes.

Al igual que con el vestido, Malina se quedó escudriñando profusamente al petrificado. Un minuto entero después, no tardó en asumir la identidad de aquel hombre de apariencia de rey bárbaro.

Su corazón se relajó, y las intensas palpitaciones se sosegaron al quedarse viendo fijamente las cuencas vacías del yelmo. El miedo de que se reanimara en cualquier momento ya no estaba, y en cambió fue reemplazado por una profunda sensación de... lástima. Condolencias que nacían de lo más profundo de su ser y que las dedicaba hacia el Señor Mictlán y a su esposa, ambos difuntos, ambos convertidos en esclavos eternos por aquel inmundo llamado Nahualopitli.

Malina se percató de una silueta larga que se encontraba detrás del trono de Mictlán. Dio un lento y cuidadoso rodeo al trono, sintiendo breves escalofríos cuando hace leves contactos con la piel de piedra del Señor Mictlán. Detrás del sagrario se hallaba otro pasillo, igual de extenso, pero ni tan largo o estrecho como el anterior. Malina anadeó por el pasadizo, y a medida que se internaba en él las fuentes de luz se extinguían al no haber más ventanales en las paredes. La negrura de a poco dominó su mundo, devolviéndola a la dimensión oscura de su pesadilla. Todo lo que pudo ver era un exiguo resplandor rojo al final del pasillo.

El recorrido se hizo en corto tiempo, pero que fue tan intenso que Malina tuvo la breve urgencia de llegar al final del pasillo corriendo. El brillo escarlata que había al fondo se hizo claro ante sus ojos; una lanza enterrada encima de un altar escalonado. El arma tenía un aspecto antiquísimo: su superficie estaba envuelta en óxido muscíneo, y la hoja estaba agrietada con filigranas de las que emergía el resplandor rojo. Malina se quedó viendo el arma con la mirada exacerbada, y magnificada.

Se acercó a paso lento hacia ella, ascendiendo a paso lento los escalones del altar. Sus ojos brillaron una vez más al ver la lanza de arriba abajo. Era tan alta como ella, y la imponencia que emitía a través de sus brillos la atraía como un magneto. Alzó un brazo y acercó sus dedos al mango.

<<Esta debe ser... la Lanza Matlacihua>>.

Sus dedos rozaron con el mango oxidado de lanza. Y justo cuando entró en contacto con el arma, las filigranas que abrían la superficie de la hoja comenzaron a brillar con gran potencia, llegando al punto de iluminar totalmente la estancia circular donde se encontraban, revelándole a Malina el espantoso escenario dantesco: montones de vestidos y armaduras de púas regados a lo largo y ancho de las paredes, sumado a ello con los esqueletos desperdigados de quienes una vez portaron esas ropas.

Malina sintió un exorbitante poder nacer de los fulgores carmesíes de la gran lanza. Aquel poder se manifestó en forma de calor que rápidamente le quemó la mano. Malina cerró un ojo, chirrió los dientes y envolvió su mano alrededor del mango de la lanza con todas sus fuerzas, aplicando su magia divina para contrarrestarla. El calor la siguió quemando a pesar de aplicar su poder; era un calor infernal que ella jamás había experimentado, y le estaba siendo difícil manejar.

Mmmmmmmm... túuuuuu...

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

La Diosa Hechicera sintió el corazón encogérsele y congelarse del repentino miedo más absoluto. El corazón volvió a acelerársele, y el pánico la asaltó con inclemencia. No soltó la mano de la lanza; aplicó fuerza para desenterrarla lo más pronto posible del suelo, pero el arma se negaba a ceder su agarre. Oyó pisadas secas aproximársele por detrás. Malina apretó con más fuerza los dientes, y se obligó a voltearse.

Una ignominiosa silueta negra se alzaba en frente suyo. Las sombras que envolvían su escuálido cuerpo no le permitían ver su rostro. A duras penas pudo identificar una larga saya roja distribuida en varios faldones, un cinturón condecorado con oro, manoplas de púas doradas, y su larguísima y desdeñada melena negra con atisbos blancos que le caía hasta la cintura. Los escalofríos le corrieron por la espalda como un corrientazo. No vio la silueta negra moverse. Se quedó allí de pie, observándola fijamente, produciendo guturales sonidos.

Malina forcejeó con todas sus fuerzas contra la lanza, jalándola de arriba abajo y de izquierda a derecha. El arma se movía, pero se negaba a salir del suelo. Las filigranas resplandecieron con más potencia, pero a pesar de todos esos fulgores, Nahualopotli seguía ennegrecido por sus sombras.

—Hablaste con los muertos... ¿verdad? —dijo el demonio azteca, su voz siseando como una serpiente— La reina de los muertos... ahora muerta... te ha encomendado una tarea en el más allá —apretó un puño, con tanta fuerza que se tronó los huesos, y comenzó a caminar a paso rápido hacia ella, tan apurado que Malina sintió el corazón darle un tumbo del susto—. ¡Incluso muertos persisten en entrometerse en mi CAMINO!

Nahualopitli ascendió los escalones del altar hasta alcanzarla. Estiró un brazo y atrapó el antebrazo de Malina. La jaló con fuerza, tirando tan brutalmente de su brazo que por poco le disloca el codo. La Diosa Hechicera despidió un grito adolorido que fue acallado cuando Nahualopitli le atrapó el cuello y comenzó a asfixiarla, aplastando su pescuezo con sus meros dedos. El aire se le escapó de los pulmones de Malina, y la vida se le comenzó a escapar rápidamente de sus ojos. Incluso sintió su alma ser absorbida por el tacto de la piel maldita de Nahualopitli.

—¡Vuélvete mi esclava eterna, esperpento del Mictlán! —maldijo el demonio azteca, y en ese momento las sombras que recubrían su rostro se esfumaron, revelando su rostro lleno de piercings, deformado en una mueca airada, los ojos rojos mirándola directamente a su alma subyugada.

Malina forcejeó contra el agarre y la absorción de Nahualopitli, a pesar de la superioridad en fuerza y poder. Las energías la abandonaban a una velocidad pasmosa. Miró de reojo la lanza, su mano aún rodeando el mango del arma. La Diosa Hechicera apretó los dientes, y pensó en Huitzilopochtli. Visionó brevemente a su hermano mayor, sonriéndole, y después lo vio desaparecer en motas negras.

<<Quiero volver contigo, hermano...>> Pensó. Cerró los ojos, y las lágrimas saltaron de sus parpados. <<¡¡¡QUIERO VOLVEEEEEEEEER!!!>>

Y de un tirón hacia arriba logró desenterrar la Lanza Matlacihua.

Un repentino vacío dominó la habitación. Las grietas resplandecientes se apagaron. La sala quedó en negrura. El silencio se remarcó en cada palmo de las paredes circulares. Nahualopitli ensanchó los ojos al ver la lanza emerger del subsuelo, siendo empuñada por la ágil mano de Malina. El demonio azteca despidió un grito exasperado; le soltó el cuello, y extendió el brazo hacia la lanza para quitársela.

Pero justo cuando sus dedos estuvieron a punto de tocar la lanza, las filigranas volvieron a centellar con un ardor tan poderoso que cegó a Malina y a Nahualopitli. De pronto, de la punta de la lanza apareció una esfera de fuego escarlata. En un abrir y cerrar de ojos aquella esfera se ensanchó, los consumió a ambos, y después se encogió hasta volverse otra mota más de oscuridad en la ahora abandonada estancia.

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|◁ II ▷|

Dimensión de Tenochtitlan

Huitzilopochtli despidió un rugido draconico al cielo. Los nubarrones destellaron de color azul, y una multitud de relámpagos que azotaron el suelo, creando un sinfín de cráteres y de agujeros en las montañas y mesetas. Las explosiones se expandieron como pequeñas esferas atómicas que llegaron y vinieron, revelándoles a los espectadores del Ragnarök el nivel de destrucción que ahora poseía el Dios de la Guerra.

Uitstli esquivó con veloces giros los relámpagos, y bloqueó con esgrimas de su Tepoztolli los rayos que cayeron encima suyo. La intensidad de la caída de los relámpagos se intensificó, volviéndose más veloces y enormes, obligando al Jaguar Negro a moverse con más rápides y a impulsarse lejos de los lugares de impacto. Un rayo impactó en el suelo justo a su lado, generando una explosión eléctrica que lo empujó directo hacia otro rayo que consiguió bloquear con el mango de su lanza. Uitstli gruñó del dolor al sentir los corrientazos correrle por el cuerpo.

—¡El feroz Dios de la Guerra dispara, dispara y dispara más rayos contra Uitstli hasta el punto de hostigarlo! —exclamó Heimdall, su dragón-serpiente zigzagueando en el cielo con tal de esquivar los rayos también— ¡No le está dejando ningún tipo de respiro a Uitstli!

—Pero, ¿qué clase de poder es este? —farfulló un Dios Azteca a su compañero. En las graderías de los dioses, todas las deidades aztecas estaban siendo trituradas por los nervios de estar viendo por primera vez al Dios de la Guerra en todo su esplendor.

—Ese humano... imposible que sobreviva —masculló la Diosa Azteca en respuesta, sobándose los temblorosos hombros.

El Jaguar Negro desvió el fucilazo de un relámpago con su lanza. Bajó el brazo, extrajo piedra del suelo y la convirtió en un escudo. Se impulsó hacia atrás, esquivando justo un rayo que chocó con la tierra y generó una explosión cegadora. Tepoztolli se volvió brumas y se convirtió en Randgriz. La Valquiria Real arrojó la lanza azteca, y después agarró la palma de Uistli. Ambos guerreros se teletransportaron a un claro boscoso, los árboles y las zarzas de alrededor ardiendo en gigantescas hogueras.

Una sombra se les apareció por detrás. Uitstli y Randgriz se dieron la vuelta. Sus corazones se volcaron del susto de muerte y sus expresiones cambiaron a una de pavor. Huitzilopochtli se les apareció en el cielo, empuñando un relámpago con la forma de un Macuahuitl. El Dios de la Guerra despidió un grito, y arremetió contra sus enemigos. Uitstli se impulsó hacia Randgriz y la protegió usando su escudo de piedra. La inmensa ola de electricidad los arrasó a ambos; el escudo fue destruido en un santiamén, y ambos salieron despedidos brutalmente por el aire hasta caer rodando varias veces por el suelo, casi cayendo dentro de un lago de lava.

—¡El extraordinario poder eléctrico de Huitzilopochtli no tiene comparación con el anterior! —exclamó Heimall— ¡¿Qué poderes más tendrá bajo su manga?!

Uitstli y Randgriz se reincorporaron ayudándose mutuamente.

—Dejame pelear a tu lado, Uitstli... —farfulló Randgriz, recogiendo a Tepoztolli del suelo.

—No, Randgriz —masculló el guerrero azteca, negando con la cabeza—. No puedo poner tu vida en riesgo...

—¡Mi vida ya está en riesgo desde el momento en que hicimos Völundr!

—¡NO PUEDO PERDER A OTRO SER QUERIDO, POR EL AMOR DE...!

Su brevísima discusión fue irrumpida por la nueva aparición de Huitzilopochtli en el cielo. El Dios de la Guerra cayó con gran brutalidad, impactando sus pies al suelo y generando una nueva ola de electricidad demoledora. Uitstli y Randgriz se impulsaron justo en el momento en que cayó, consiguiendo esquivar la electricidad, aunque a duras penas. Huitzilopochtli clavó su mirada de ojos blancos inanimados en Uitstli, y se impulsó hacia él, regando caminos centellantes que quemaron la poca vegetación que quedaba en el erial apocalíptico.

Uitstli invocó sus espadas de fuego encadenadas, las chocó y disparó una ráfaga de fuego carmesí contra Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra lo bloqueó con un simple agitar de su mano que reventó la ráfaga, y después contraatacó disparando varias ráfagas eléctricas de sus dedos. Uitstli las neutralizó con sus espadas y rápidamente arremetió con veloces esgrimas, las espadas extendiéndose gracias a las cadenas. Huitzilopochtli esquivó con fluidos movimientos, agachándose y apartándose de su rango de ataque. La deidad propinó un puñetazo al suelo, y un veloz camino de electricidad alcanzó los pies de Uitstli. En abrir y cerrar de ojos un relámpago cayó del cielo e impactó directo en el cuerpo del Jaguar Negro.

Huitzilopochtli extendió un brazo e invocó de este un largo látigo eléctrico que recorrió el acire hasta alcanzar y envolver la cintura de Uitstli. Jaló hacía sí, haciendo que su enemigo saliera volando hacia él. La distancia se recortó, y Huitzilopochtli remató al Jaguar Negro con un feroz puñetazo en la cara. Uitstli se desmoronó de bruces al suelo, el rostro aplastado.

—¡¡¡UITSTLI!!!

La chillona voz de Randgriz provino de lejos. Huitzilopochtli describió una amplia parábola con el brazo izquierdo; abrió su palma, la electricidad corrió entre sus dedos, y justo cuando Randgriz estuvo a punto de empalarlo con la lanza, su mano se estampó brutalmente en el suelo, generando una onda expansiva seguido de una explosión de luz que obligó a la Valquiria Real a retroceder.

Randgriz cambió la estrategia. Blandió la lanza y la arrojó a la cabeza de Huitzilopochtli. La deidad azteca desvió la cabeza y el arma pasó de largo. Randgriz corrió hacia el Dios de la Guerra, saltó directo hacia él, y le propinó un severo rodillazo en el pecho. Las corrientes eléctricas se esparcieron por su cuerpo, jironeando terriblemente su vestido. Randgriz le propinó una patada en la cara, saltó hacia atrás, y cuando dio la voltereta se desapareció y reapareció en el lugar donde se estaba la lanza.

Y justo cuando la empuñó, fue azotada repentinamente por un relámpago que justo cayó en el momento en que se teletransportó. La Valquiria Real quedó paralizada, el semblante atónito, los ojos desorbitados.

—¡¡¡RANDGRIZ!!! —chilló Uitstli, impulsándose velozmente hacia ella al mismo tiempo que lo hacía Huitzilopochtli, abalanzándose hacia la valquiria como un furioso toro indomable, acumulando corrientes eléctricas en la palma de sus manos.

El Dios de la Guerra arremetió contra la valquiria de un sanguinario zarpazo eléctrico. Uitstli desvió el ataque con un amplio mandoble de su hacha de guerra incandescente. Los puños de Huitzilopochtli impactaron sobre la tierra, y la electricidad acumulada estalló en una cúpula de luz cegadora seguido por una onda expansiva arrasadora. Uitstli salió disparado de la cúpula, abrazándose con todas sus fuerzas de Randgriz para protegerla de la brutal caída y los consiguientes ruedos por el suelo que culminaron con ambos enterrados dentro de la ladera de un monte.

—¡¡¡A DURAS PENAS, DE NUEVO!!! —exclamó Heimdall, inclinándose sobre la montura del encabritado dragón-serpiente— ¡Los atómicos golpes de Huitzilopochtli destrozan sin clemencia alguna la tierra! ¡El Einhenjer y la Valquiria a duras penas pueden seguirle el ritmo!

En el palco de la Suprema Azteca, Mechacoyotl no daba crédito a los resultados logarítmicos que arrojaban sus sensores de poder. Se podían oír numerosos pitidos electrónicos venir de su yelmo.

Entonces, al igual que Cipactli... —murmuró— Sus poderes son multiplicados cuando regresa a la vida. ¿Y esto es de forma ilimitada?

—Correcto —afirmó Omecíhuatl. De haber sido de carne y hueso, Mechacoyotl habría sentido su piel ponérsele de gallina—. Huitzilopochtli consiguió matar a Cipactli a fuerza bruta, hiriéndolo en el único punto débil que tenía, su corazón. ¡Una hazaña que pudo lograr de pura casualidad! —ocultó con su mano su sonrisa envidiosa.

O sea que ahora mismo solo puede ser derrotado si se le hiere en el corazón también —Mechacoyotl se cruzó de brazos y bufó—. Para cuando ese Miquini averigüe eso, ya estará muerto. Él y su valquiria.

Omecíhuatl frunció brevemente el ceño al oírlo decir esa palabra. Le disgustaba lo cómodo que se estaba sintiendo el mecha zorro en su ambiente.

—Ni siquiera tendrá tiempo de buscar puntos débiles —dijo la Suprema—. A lo mejor te estarás preguntando por qué me referí a él como Uichilobos. ¿Verdad?

Mechacoyotl se la quedó viendo fijamente. Esa fue su manera de responder afirmativamente. La Suprema Azteca esbozó su sonrisa vanidosa.

—Esa era la forma en que los españoles se refirieron a él. Y también de demonizarlo. Siempre odie que la puta de su madre, lo alejara de mí. Lo mismo que su hermana. Pero ya no hay nadie quien le prohíba ser quien en verdad es...

Justo en ese momento, Huitzilopochtli se reincorporó e irguió la espalda, sacando pecho. Sus corpulentos músculos se ensancharon de nuevo, y la electricidad recorrió su cuerpo, entremezclándose con arabescos de flamas y con corrientes de vientos gruesos. Se acuclilló y saltó, elevándose treinta metros en el aire. Estiró un brazo hacia arriba, y un relámpago cayó sobre su mano, adoptando la forma de una Macuahuitl, provocando a su vez la aparición de salvajes y altísimos tornados de fuegos que desolaron el erial detrás suyo. La pavorosa imagen se quedó grabada con gran pavor en los ojos de los mortales y de los dioses; ojos se ensancharon, y gimoteos de terror se oyeron por todas las gradas al tiempo que Huitzilopochtli despedía un nuevo y desgarrador alarido de guerra.

El vuelo del Dios de la Guerra se impulsó con gracias a la potencia tempestuosa de los torbellinos flameantes. Uitstli y Randgriz se reincorporaron y salieron de la hendidura del agujero donde acabaron enterrados. Al ver a su contrincante salir disparado a una velocidad vertiginosa hacia ellos, esgrimiendo su Macuahuitl eléctrica la cual se hacía más y más grande a medida que adquiría más poder de los rayos del cielo, Einhenjer y Valquiria Real se tomaron de las manos, y se fusionaron de nuevo en su Völundr. El Jaguar Negro esgrimió su lanza Tepoztolli, adoptó su pose lancera, y analizó lo más rápido que pudo la trayectoria del vuelo del Dios de la Guerra.

Eurineftos, Cornelio y Tesla se quedaron sin aliento al ver como Uitstli no se movió de su posición. El pánico los asaltó, pero permanecieron impasibles, a la espera de ver qué haría. En el palco de la Reina Valquiria, Brunhilde propinó un puñetazo al alfeizar de su ventana, el semblante enloquecido.

—¡¿PERO QUÉ HACES?! —maldijo— ¡ESQUIVALO!

—¡HERMANA RANDGRIZ! —chilló Geir, el pánico tomando control de su ser hasta el punto en que se abrazó a Sirius para no ver. El Semidiós Griego correspondió a su abrazo, y miró de soslayo la hórrida escena con la mueca fruncida.

El vuelo de Huitzilopochtli lo impulsó a una velocidad hipersónica en contra de Uitstli. La Macuahuitl eléctrica alcanzó una altura de más de trescientos metros de largo, tan larga y ancha que ya no parecía una espada, sino un voluminoso relámpago apocalíptico. El Jaguar Negro despidió un chillido beligerante, y su Valquiria Real replicó su mismo alarido pendenciero.

Inclinó las piernas y se impulsó a su máxima velocidad hacia delante, arrojando una potente estocada de su lanza Rompe-Escudos. Justo en ese instante, Huitzilopochtli, de una abismal esgrima, blandió la titánica Macuahuitl como un titán blandiría su espadón continental. Coordinó su ataque con los fulminantes giros que dio en el cielo, generando así un poderosísimo y enorme ciclón eléctrico que, con sus vientos de más de mil kilómetros por hora, se esparció por más de tres kilómetros en toda la superficie terrestre.

Los espectadores del Ragnarök fueron completamente cegados, incluido los propios Dioses Supremos. Los sensores de poder de Eurineftos y de Mechacoyotl alcanzaron cifras astronómicas, hasta el punto en que Mechacoyotl sufrió mal funciones en sus sistemas por llegar hasta el tope, mientras que Eurineftos daba un paso atrás, preso del miedo de ver como el nivel de poder no paraba de subir y subir. Tesla y Cornelio se cubrieron con sus brazos y retrocedieron. Quetzalcóatl se tapó los ojos con una mano, y los Manahui Tepiliztli pegaron gritos de espantos al sentir los ciclónicos vientos golpearlos y arrasar con las gradas, llevándose consigo a varios aztecas que salieron volando de sus sillones.

El dragón-serpiente de Heimdall rugió del pánico y aleteó sus alas para huir de los vientos. Estos lo golpearon masivamente, y jinete y montura comenzaron a caer estrepitosamente. El réferi del Ragnarök entró brevemente en pánico, y después sopló su cuerno dorado; un disco dorado apareció detrás suyo, y lo teletransportó por fuera de la dimensión.

—¡O-ONII-SAAAAN! —chilló Geir, aferrándose con todas sus fuerzas a la cintura de Sirius.

—¡NO TE SUELTES DE MÍ, HERMANITA! —vociferó Asterigemenos, abrazándose con más vigor a su valquiria y agachándose con tal de que los cortantes vientos no lo alcanzasen. Alzó la mirad ay vio de soslayo a Brunhilde, mirando fijamente el filamento dimensional el cual ya no enseñaba una pantalla en blanco con ruido intermitente...

Los vientos ciclónicos se detuvieron tan rápido como aparecieron. Mortales y dioses bajaron sus brazos o se reincorporaron del suelo, y vieron los filamentos dimensionales de la arena. Las mandíbulas de todos ellos se les cayeron, y sus semblantes adquirieron muecas de estupor y turbación inmensas al ver que ahora las fisuras mostraban un plano muy ancho de la superficie de la tierra, con el brillante sol fulgurando en el horizonte...

Y con un doble gigantesco ciclón blanco recubriendo todo el país de México y del Mar Caribe hasta la última brizna de los descomunales brazos de sus discos acrecientes. 

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2
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Más allá de los horizontes de eventos dentro de la dimensión, el monstruoso ciclón del fin del mundo arrasó con toda la geografía del país de México. Como si se tratara de la tormenta vorágine de Júpiter, aquella monumental mancha blanca de tempestuosos rayos arañó y arrasó con toda la geografía de la nación méxica. Los relámpagos que nacían del ciclón colérico se agigantaban hasta ser más grandes que las montañas; caían de la estratosfera con velocidades relativistas, y destruían las montañas y sus cordilleras hasta volverlas indefinidos océanos de escombros. Los bosques, páramos y otras biosferas del país fueron pulverizadas por las ondas expansivas, tan potentes como las de un meteorito cayendo sobre el planeta.

Las ciudades aztecas eran quebradas por los terremotos que partían la tierra y dividían poco a poco la región continental. El brazo de México se partió con una gigantesca falla, se separó y empezó a alejarse lentamente del continente. De haber habido civilizaciones en aquellas ciudades vacías producto de las características de la dimensión, habrían sido protagonistas de un enloquecedor panorama de vientos tan veloces que cortaban en dos montañas en su totalidad, y barrían con las ciudades como una persona que sopla y se deshace del polvo de una mesa.

Los demenciales torbellinos de la vorágine no se detenían en la tierra. Las aguas del Mar Caribe fueron sacudidas, y gigantescos tsunamis recorrieron kilómetros y kilómetros de océano hasta arraigar a las costas del país de Estados Unidos, inundando sus ciudades costeras y más allá. Las islas caribeñas, pequeñas y grandes, fueron sumergidas bajo el agua, consumidas de un solo bocado por las olas de más de un kilómetro de alto. Y en cuestión de minutos las islas de Cuba, Haiti, Puerto Rico, Republica Dominicana y muchas más desaparecieron de las vistas de los espectadores del Ragnarök.

Dentro del ojo del tifón, marañas de relámpagos impactaban sobre lo que otrora era la ciudad de Tenochtitlan, pero que ahora se formaba un enorme cráter que se profundizaba más y más dentro de la tierra a medida que los rayos lo golpeaban. Allí dentro se hallaba el Legendarium Einhenjer, Uitstli, luchando como podía contra la incesante lluvia de relámpagos mientras era empujado y tironeado salvajemente de aquí para allá por los tifónicos vientos.

La intensidad climática a la que era torturado dentro del ojo del ciclón no era nada de lo que él hubiese combatido antes. Era como un astronauta que hubiese sido teleportado dentro de las tempestuosas tormentas gaseosas de Júpiter. Constantemente era empujado hacia todos lados, sin ningún sentido de arriba y abajo, o izquierda y derecha. Su vista era nublada por los interminables choques de neblinas y corrientazos eléctricos que iban y venían de la negrura del espacio estratosférico. El mareo que asoló a Uitstli lo dejó totalmente vulnerable a los volques de los tornados de fuego y a los impactos de relámpagos. Los tanqueaba todos, pero no sabía por cuánto tiempo podría seguir soportando antes que la presión atmosférica, aumentando exponencialmente, lo aplastase.

<<¡Uitstli, UITSTLI!>> Chilló Randgriz en su mente. <<¡¿Puedes escucharme?!>>

—¡Fuerte y claro, Randgriz! —exclamó Uitstli al tiempo que esgrimía su hacha de fuego y, de firmes esgrimas, partía en dos los relámpagos que se abalanzaron hacia él. Los destellos fulgurantes lo cegaban brevemente, pero aún con eso y los sofocantes vientos encrespados que le ahogaban los pulmones, Uitstli se rehusaba a caer inconsciente.

<<La presión atmosférica sigue en aumento>> Advirtió Randgriz. Uitstli levantó un brazo y absorbió la energía de un relámpago que se abalanzó por detrás de él. Seguido de ello siguió esgrimiendo su hacha, rompiendo los demoledores rayos como si fueran piñatas. <<Huitzilopochtli debe estar planeando aplastarnos en el ojo del ciclón. ¡MORIREMOS SI NO SALIMOS DE AQUÍ!>>

—¡¿Y cómo planeas sacarnos?! —Uitstli fue golpeado por un relámpago, después otro que vino de abajo y un último que vino de la izquierda. Un torbellino de fuego apareció para consumirlo, pero Uitstli pegó un alarido estridente y agitó su hacha en círculos, haciendo desaparecer el tornado flameante de un chasquido metálico— A duras penas puedo controlar el equilibrio de mi cuerpo. ¡No puedo lanzarte fuera del ojo!

<<¿Has tratado de lanzarme con tu arco?>>

Y justo cuando lo dijo, Uitstli movió sus brazos e invocó su arco eléctrico en sus manos. Tensó el arco, usando la lanza Tepozolli como saeta, pero antes de poder dispararla fue impactado por un relámpago. Seguido de ello, otro tornado de fuego se le apareció en frente y lo consumió dentro de su remolino. Uitstli volvió a pegar otro grito infernal, y deshizo el tornado con un agitar de su hacha de guerra.

—¡Imposible! —berreó el Jaguar Negro al tiempo que seguía blandiendo su arma, bloqueando y desviando las ráfagas eléctricas— ¿Qué otro plan me sugiers?

Se hizo el silencio por casi un minuto entero. Lapso en que no cayó ningún relámpago, para sorpresa de ambos. Uitstli se puso nervioso al no recibir respuesta inmediata de ella.

—¿Randgriz? ¡Respóndeme!

De repente, la Valquiria Real se manifestó de cuerpo completo detrás suyo. Inmediatamente se aferró a sus hombros con un brazo, mientras que con el otro sostenía a Tepoztolli.

—¿Qué haces? —farfulló Uitstli, enarcando una ceja.

—¿Confías en mí, padre? —Randgriz miró al Jaguar Negro a los ojos. Este quedó anonadado al ver el fulgor brillante en sus ojos verdes. Respondió asintiendo con la cabeza. Randgriz sonrió con seguridad y después desvió la mirada hacia un punto en específico de las paredes circunvaladas de vientos movedizos— Observa bien allí.

Uitstli fijó sus ojos en el punto que le indicó su valquiria. A pesar de los incesantes movimientos oblicuos con los que los vientos lo empujaban, el Legendarium Einhenjer consiguió observar por unos breves segundos lo que Randgriz le indicó. Las paredes blancas tubulares de aquella sección del ojo ciclónico tuvieron un repentino bajón en la velocidad de sus vientos, provocando que los nubarrones de esa área se movieran más lentos que los del resto del ojo. Uitstli ensanchó los ojos y miró de reojo a Randgriz.

—Esa es nuestra vía de escape —afirmó Randgriz, y justo cuando lo dijo, un feroz rayo le cayó de encima. La Valquiria Real lo previó, y con una veloz esgrima de su lanza desvió la ráfaga hacia abajo— ¡Huitzilopochtli no ha aparecido hasta ahora! ¡Por lo que hay que aprovechar ese camino para así escapar antes que él aparezca!

Einhenjer y Valquiria quedaron rezagados en el aire, agitándose de un lado a otro mientras bloqueaban y los imparables rayos y los tornados de fuego. En ese lapso que para Uitstli se le antojo eterno, éste vio de soslayo a Randgriz blandiendo a Tepoztolli y partir en dos un rayo. Por unos breves segundos se le quedó grabado su pose de lancera, y la imagen de su difunta esposa se impregnó sobre la figura de la valquiria. Yaocihuatl, por unos milisegundos, se avivó ante sus ojos antes de desaparecer con un brutal destello.

<<Aún sigues a mi lado, mi amor...>> Pensó Uitstli, la vehemencia de la batalla hermanada enardecer su corazón roto. Sonrió de oreja a oreja.

—¡Ahora, Uitstli! —advirtió Randgriz, señalando con el brazo el lugar de las paredes circunvaladas donde los nubarrones redujeron la velocidad.

La Valquiria le dio la lanza azteca a su Einhenjer. Este último fijo su vista en la zona del ojo ciclónico, y alzó el brazo donde empuñaba a Tepoztolli por encima de su cabeza. Randgriz flotó hasta quedar a sus espaldas, y clavó su mirada determinada en la vía de escape. Uitstli articuló el brazo, y estuvo a punto de extenderlo hacia delante...

Cuando fue sorprendido por el alarido de Huitzilopochtli venir de arriba.

<<¡¿Pero qué?!>> Pensaron Valquiria y Einhenjer al mismo tiempo. Levantaron sus cabezas, y un escalofrío les recorrió el cuerpo. El Dios de la Guerra apareció como un brillo intenso en el cielo, y seguido de ello su imagen se agrando abisalmente. Se aproximaba hacia ellos dos convertido en un cometa, el halo de fuego y electricidad envolviendo todo su cuerpo. En su mano izquierda empuñaba otra Macuahuitl hecha de rayos, y la esgrimió con total salvajismo hacia Uitstli.

De repente, el mundo se ralentizó. Ya no había tiempo para arrojar a Tepoztolli fuera del ojo del huracán. El Jaguar Negro se volvió hacia arriba y empuñó con todas sus fuerzas la alabarda. La presión de sus dedos evocó sus llamas carmesíes, y la lanza se transformó en un arma de doble punta aguzada en sus extremos. Randgriz se aferró a sus hombros y encaró al endemoniado Huitzilopochtli con la misma mirada decisiva que su Einhenjer, sus manos brillando de color verde y transmitiendo todo el poder del Völundr a él.

El vigor del poder del Völundr estimuló a Uitstli. El guerrero azteca arremetió contra su enemigo de una estocada. Huitzilopochtli correspondió al ataque descargando su más poderoso espadazo contra la punta de Tepoztolli. En ese instante las cámaras de las fisuras dimensionales cambiaron de panorama, y les enseñó a todos los espectadores del Ragnarök el momento en que deidad y mortal lanzaron todo su ser en aquellos ataques.

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Los brillos de sus armas se entremezclaron y fulguraron con más lozanía. Lanza y espada entraron en contacto, y sus filos generaron un único punto de densidad que fue consumido por el vacío por unos milisegundos. Y después, explotó.

Y lo siguiente que vino fue un abrumador silencio acompañado por un nuevo y cegador resplandor blanco.

Los espectadores del Ragnarök chirriaron los dientes y se cubrieron los ojos. No se oyó nada por los siguientes ciento cincuenta segundos, más allá de los gimoteos de los mortales y dioses quienes, bajando sus manos luego de que el resplandor aminorara, quedaron atónitos ante lo que veían más allá de las fisuras dimensionales.

Geir, reincorporándose del suelo luego de caer tras recibir de lleno la emisión de luz, entreabrió de a poco los ojos y, al igual que Sirius y su hermana Brunhilde, se quedó boquiabierta al ver la escena.

—Santo sea el cielo... —dijo Cornelio en un farfulleo ahogado, los ojos abiertos como platos.

Eurineftos cambió los filtros de su visión, y Tesla se colocó sus gafas de grafeno para bloquear la contaminación lumínica. Ambos vieron con mejor claridad que el resto de gente de las graderías, y lo que observaron los dejaron totalmente absortos en la magnitud de lo que acababa de acontecer.

El doble ciclón eléctrico que hasta hace poco recubría todo Centroamérica y el Mar Caribe se desvaneció, dejando paso a un espeluznante panorama astronómico. En él, el país de México fue desgarrado de la tierra, enterrado bajo el agua y quedando únicamente unos cuantos cachos de tierra aquí y allá. Los aztecas y todos los pueblos mesoamericanos de las gradas no pudieron reprimir sus pavores, y muchos emitieron quejidos de dolor y de desesperanza.

Todas las islas del Caribe fueron extinguidas de la faz de la tierra, y las costas del norte de Suramérica y del sur de Norteamérica estaban ahora sepultadas bajo las aguas. De las piezas de tierra que aún quedaban de México, el centro de la nación aún se mantenía de pie, sirviéndose ahora como una isla en mitad de caóticas aguas que seguían devorando fracciones de tierra de la ya aniquilada nación.

Las fisuras dimensionales realizaron una vasta cercanía hacia la isla. Los mexicas se llevaron las manos hacia las bocas para taponarse los alaridos de espanto. Un descomunal y profundo cráter separaba la tierra allí donde antes se encontraba Tenochtitlan. Grietas enormes rajaban la superficie terrestre aquí y allá. Ya no había rastros de bosques o de montañas. La única permanecía de tierra que seguía en pie era aquel islote, y el monumental cráter que tenía la impresión de escarbar hasta el fondo de la tierra.

El silencio siguió reinando en todo el Anfiteatro Idávollir. Ni siquiera los dioses bullían en gritos de arrogancia; ellos se encontraban igual de anonadados que los humanos al ver el nivel de destrucción que alcanzó el Monstruo de la Guerra. De pronto, empezaron a aparecer conmociones en las gradas. Los aztecas murmuraron entre sí, preguntándose donde estaba Uitstli y Randgriz.

—¿H-Hermano...? —farfulló Tepatiliztli, poniéndose de pie y quedándose quieta, la mirada congojada.

Zaniyah y Zinac se pusieron de pie y se colocaron al lado de ella. Ninguno la conforto; sus mentes y corazones se hallaban igual de hendidas de profunda exasperación. En lo alto del altar, Xolopitli se quedó mudo, la mirada de las mil yardas enmarcada en su semblante divido entre echarse a gritar o a sollozar en silencio. Quetzalcóatl se pasó las manos por el rostro y expulsó un profundo suspiro al tiempo que veía las fisuras hacer un acercamiento más exhaustivo hacia la zona de combate.

Un portal dorado hizo acto de presencia en el cielo. De un chasquido virtual hizo aparecer el dragón-serpiente que montaba un azaroso Heimdall. La bestia chilló y voló por la zona del gran agujero; el tono de su rugido sonaba apenado, como si estuviera llorando lo que le pasó a su hogar. Heimdall jaló las riendas, detuvo a la bestia alada y gritó al Gjallahorn.

—¡El ataque más poderoso de Huitzilopochtli ha devastado los cielos y la tierra, damas y caballeros! —anunció. Viró la cabeza de lado a lado— No se ve rastros de ningún contrincante, pero por lo que se denota, ¡no parece que el Legendarium Einhenjer haya sobrevivido al ataque!

<<Tiene que haber sobrevivido...>> Pensó Zaniyah, el corazón apresado de miedo, las manos arrejuntadas y a la altura del rostro. <<¡Por favor, tiene qué...!>>

—Oh, ¡esperen! —profirió Heimdall, la mirada fija en el fondo negro del agujero del cual restalló un breve resplandor verde— ¡Parece ser que hallamos el paradero de los contrincantes!

El dragón-serpiente, con una mueca que daba impresión de estar triste, reaccionó a las espuelas de Heimdall con un gritito y después un vuelo en descenso hacia la boca del agujero.

Los filamentos dimensionales siguieron a Heimdall hasta pasar de largo suyo y adentrarse primero hacia el fondo del cráter. Las penumbrosas luces del exterior apocalíptico fueron reemplazadas con la negrura absoluta del interior del agujero. Una negrura que, de cuando en cuando, era iluminada por los parpadeos de brillos verdes que venían de lo más profundo de la hondonada. Toda la atención de los espectadores del Ragnarök se concentraron en aquellos destellos; algunos humanos no tuvieron valor de mirar. Tenían el temor no de toparse con el Monstruo de la Guerra, sino lo que éste le habrá hecho al Legendarium Einhenjer.

Cuando las cámaras de los filamentos llegaron finalmente hasta lo más hondo del abismo, todos los espectadores del Ragnarök se quedaron sin aliento ante lo que se toparon. Un escenario que destiló la decadencia de los peleadores.

Uitstli, en el lado izquierdo, se encontraba hincado sobre una rodilla, la lanza Tepoztolli apoyada en el suelo. Babeaba sangre ingente por la boca con cada gimoteo que daba, mientras que su cuerpo se desangraba por múltiples heridas profundas. En el lado derecho, Huitzilopochtli estaba erguido; tenía casi la misma cantidad de heridas que Uitstli, algunas incluso peores, pero la deidad no se inmutaba al dolor de estas. Se enderezaba con gran autoridad frente al Einhenjer, con gran valentía, batallaba para no caer derrotado.

El brillo en los ojos de Huitzilopochtli se evaporó hasta volver a su luz normal. Los tatuajes de su cuerpo también se desvanecieron, y todo rastro de salvajismo que hubo en él se deshizo, volviendo aparentemente a su estado normal. Y justo cuando retornó a su estado base, las heridas de su cuerpo se abrieron, intensificando la hemorragia y los dolores. Esta vez, Huitzilopochtli rechistó los dientes y apretó los puños, soportando el dolor para no caer de rodillas.

Resistió, y tomó una larga bocanada de aire que expulsó con un suspiro.

—Uitstli... —murmuró. Hizo una pausa para mirar su derredor, hacia los filamentos que recubrían las paredes del cráter. Todo el mundo lo estaba observando. La mirada en que más se fijó fue en la de Omecíhuatl—  La ira me cegó, pero ahora lo veo... Has luchado con coraje. Me obligaste a usar un estado que no empleaba desde hace siglos. Te respeto... —hizo otra pausa para coger aire. Cerró los ojos, y suspiró. Uitstli oyó bien sus palabras, y no pudo evitar oír un tono de tristeza en ellas. El Dios de la Guerra abrió los ojos, la mirada decisiva— Pero llegó la hora de acabar con esto.

Huitzilopochtli dio un paso hacia delante; el pisotón generó un breve temblor. Los espectadores aullaron con vehemencia: los mortales en gritos de desesperación, los dioses en gritos de vanagloria. Uitstli alcanzó a oír los chillidos de su grupo, de su familia. Miró de soslayo uno de los filamentos, y alcanzó a ver a Xolopitli subido en un altar de madera, a Zinac y Tepatiliztli de pie en las gradas, y junto a ellos... vio a Zaniyah.

El Jaguar Negro ensanchó los ojos y se le lagrimearon al ver a su hija llorar por él. La oyó decir su nombre, llamarlo "papá", y suplicarle que se rindiera para que volviese con ella. El corazón de Uistli se infló de sentimientos encontrados. Sollozó en silencio, apretó los dientes y miró hacia abajo, ignorando a Huitzilopochtli aproximársele lentamente.

<<Uitstli... Uistli, por favor...>> Le dijo Randgriz dentro de su alma. Es entonces que se manifestó por encima de su hombro, apareciendo de cintura para arriba, su vestido jironeado, e igual de ensangrentada que él.

—Padre, por favor, ¡reacciona! ¡No puedes rendirte ahora! ¡Aún tenemos mucho que dar de nosotros!

Una epifanía se iluminó en la mente de Uitstli. Toda su vida pasa ante sus ojos: la caza del Jaguar Negro, su amistad y después amorío con Yaocihuatl, su rivalidad con Zinac, las enseñanzas que le dio Tzilacatzin, los periplos por los que conoció a Xolopitli y Tecualli, la crianza que le dio a Zaniyah... Su mente buscaba desesperadamente todos los archivos mentales recónditos de su mente y así darle motivación para seguir luchando. Pero entre agitaciones de pecho, arriba abajo, respiración forzada y mente autosaboteándose por la inestabilidad, Uitstli a duras penas pudo corresponder a esa exaltación con un gruñido ahogado, y una fugaz estocada hacia Huitzilopochtli.

El Dios de la Guerra esquivó el estoque, seguido de la ráfaga que salió disparada de esta. Le quitó la lanza de las manos y después envolvió sus brazos sobre su cuello, apresándolo en una llave inquebrantable. Uitstli ensanchó los ojos, y el pánico lo domó. Le propinó codazos en el abdomen al Dios Azteca, le dio puntapiés en las rodillas, intentó mover la cabeza en vano... Forcejeó como pudo para liberarse de su agarre, pero no importaba cuánto protestase, Huitzilopochtli no se inmutaba a sus esfuerzos.

Randgriz trató de salir de su cuerpo para así ayudarlo como agente externa, pero ella también comenzó a debilitarse por la estrangulación de Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra aplicó todas sus fuerzas restantes para mantener a raya a su contrincante. La vida lentamente se le escapaba de los ojos a Uitstli; sus energías lo abandonaban, y el color rojo de sus ojos se apagaban de a poco.

—¡¿Así es cómo acabará esta pelea?! —exclamó Heimdall— ¡¿CON UN ESTRANGULAMIENTO?!

El levantamiento de los mortales en las gradas resonó tanto como el jaleo ególatra de los dioses.

—¡LIBERATE, UITSTLI! —gritó un humano.

—¡NO TE DEJES VENCER DE ESA FORMA! —vociferó otro.

—¡Pero mátalo más rápido, desgraciado! —exclamó una deidad.

—¡Vaya forma más humillante de matarlo! —profirió otra, ésta siendo una azteca.

La algadara de voces del estadio eran ecos irreconocibles a oídos del Dios y del Einhenjer. Los pies de este último se elevaron por encima de la tierra, su estrangulador aplicando más presión en su tráquea con tal de obstruirle el aire. El color de los ojos de Uitstli estuvo a punto de apagarse... hasta que él, entre murmullos, garabateó un susurro que Huitzilopochtli apenas alcanzó a oír. Frunció el ceño, acercó un poco más el oído hacia sus labios, y escuchó con claridad una sola palabra.

—K... Kauil...

El Dios de la Guerra se quedó boquiabierto. Como un haz de luz que irradia su faro muerto, la mente de Huitzilopochtli obtuvo una revelación que corrió el velo de la oscuridad a la cual su raciocinio fue agarrotado por culpa de la rabia y la cólera divina. Sus ojos inmaculados se ensancharon y miraron un punto fijo en el cielo. Y entonces lo recordó.

Recordó cuál fue el asesinato que más lo marcó y que le hizo ver que vivió una vida comprometida a Omecíhuatl.

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|◁ II ▷|

Reino Caído de Xocoyotzin.

Un par de años terminada la Segunda Tribulación.

Si algo compartieron Huitzilopochtli y Uitstli en toda su vida... fue el encargo que les dio sus respectivas reinas sobre matar al mismo Dios Maya del Fuego. Un viajero ermitaño de nombre Kauil.

La civilización azteca estaba totalmente devastada y en ruinas. Lucía como la Alemania durante la des-nazificación. Las ciudades principales se encontraban en una hecatombe tres veces peor de la que sufrieron en la Conquista Española. Los primeros días cataclismos del Estigma de Lucífugo arraigaban las corduras de los hombres y las mujeres aztecas, quienes jamás pensaron sufrir un eclipse que duraría toda la eternidad. Muchos se volvían locos, y otros luchaban bajo la miseria de la mezquindad para poder llevarse un pan a la boca, haciendo labores anadeado aquí y allá por el desastre que era la capital, Xocoyotzin.

Durante esas prematuras épocas de la posguerra, nació la leyenda del ermitaño Kauil. El supuesto Dios del Fuego y la Forja Maya, quien se autoexilió del Panteón Maya por motivos aún desconocidos y, ahora, vagaba por Xocoyotzin al igual que el resto de mortales.

Varios aztecas aseguraban haberlo visto; algunos en forma física, otros en forma fantasmal. Tuvieron contacto directo, y él les habló con la mesura de un profeta que se aísla de la sociedad sórdida. Les habló acerca del fin de los tiempos, de la avaricia y la roña que corrompería a todos los dioses, mismas que los llevaría a tomar la unánime decisión de extinguir a todos los humanos. La histeria colectiva, nacida del dogma y la religiosidad exigua, hizo entrar en pánico al ya vapuleado pueblo azteca, que ahora, por activa y por pasiva, se ponían en contra de las ayudas humanitarias que les intentaba proporcionar la Reina Valquiria y los Dioses Aztecas.

Pero estos bandos no lo hacían con el propósito único de salvar a la civilización mexica de los Nueve Reinos. No, tras esas ayudas humanitarias, había agendas políticas bajo el mando de sus reinas. 

A oídos de ellas llegaron la leyenda de Kauil. Sabían de antemano que no era ninguna leyenda; el Dios existía, y estaba en Xocoyotzin perturbando a la gente con mensajes proféticos. No les convenía para nada que una deidad autojubilada estuviera aterrorizando al pueblo por el que apostaban tanto su conquista social y cultural. Es por ello que, en su afán por sacarse de en medio a la deidad maya, cada una encomendó, a su guerrero más afín a la caída de la civilización mexica, a matarlo.

Uitstli y Huitzilopochtli se encontraban desequilibrados en aquel entonces. Mentalmente, la fluctuación de sus angustias y desesperanzas por lo mal parada que resultó Xocoyotzin tras terminada la guerra los había desviado del camino recto por varios años. En especial a Uitstli, quien tras hacer el voto unánime con los Manahui Tepiliztli para ir cada uno por su propio camino, se sentía muchísimo más precario que cuando vio caer la ciudad de Tenochtitlan hace quinientos años. Su única acompañante era su hijastra, Zaniyah; movediza, la chica hacía todo lo posible para motivarlo con un nuevo objetivo en la vida.

Pero fue en cambio Brunhilde Freyadóttir quién lo motivó con un nuevo propósito:

Pero a pesar de ser la primera en encomendarle a su soldado a llevar a cabo la misión de asesinato, era Omecíhuatl quien conocía el paradero de Kauil gracias a su mensajero Centeotl. Es por ello que, una vez supo del asesinato de este a manos de Uitstli, envió a Huitzilopochtli hacia el derruido templo donde se ocultaba el dios maya.

El Dios de la Guerra se detuvo en frente del derruido santuario escalonado, hogar del anciano dios según la Suprema Azteca le indicó. Era un templete de forma piramidal, con la parte inferior de su cuerpo enterrado bajo las dunas grises que constituían el desierto que sepultaba a la ciudad de Xocoyotzin.

Las vistas de la abadía azteca, así como de los apocalípticos alrededores desérticos donde se podían ver más torreones asomando por encima de las dunas que los ahogaban, era mucho más depresiva de lo que Huitzilopochtli se pudo haber imaginado cuando oyó la noticia de la caída. Esta era la primera vez que veía la ciudad, y no podía creer que una apremiante civilización resurgida de las cenias volviera a las mismas y, esta vez, con la impresión de no volver a renacer de ellas. Al asegurarse que no hubiese moros en la costa, oteó una vez más el templo escalonado, y se encogió de hombros.

Huitzilopochtli se internó sin prisas en el interior del templo. El techo estaba desnivelado, y la arena era tan gruesa que lo elevaba hasta la altura del techado. El Dios Azteca caminó con la cabeza agachada, y de cuando en cuando se abrió camino destruyendo paredes, celosías y zócalos de techo, teniendo cuidado de no romper los cimientos y provocar un derrumbamiento. Aunque podría hacerlo; al fin y al cabo, Omecíhuatl le dijo que matase a Kauil, sea de la forma que sea.

Pero él no quería ir por esa vía de asesinato. No con un dios tan místico y rodeado por un halo de enigmas como lo era el dios de la forja, autoexiliado de su panteón y que hasta los dioses mayas le pusieron precio a su cabeza. Quería conocerlo en persona. No sabía de donde surgía esta sensación, pero con lo frustrado que se encontraba luego de los últimos asesinatos encargados por Omecíhuatl, él se dejó llevar por esta necesidad.

Anadeó por un estrecho y ennegrecido pasillo, su contextura viéndose y sintiéndose como si fuera piedra volcánica. El olor a chamuscado impregnaba el aire. Huitzilopochtli vio, más allá del umbral del final del pasillo, una enorme estancia que recordaba a la sala de un rey. Puso un pie en el rectangular rellano y miró su derredor; las paredes estaban agrietadas, y por ellas se iluminaba la tenue lava que daba luz al cuarto. El techo estaba agujereado, y por los huecos se filtraba la luz del Estigma de Lucífugo. Al fondo de la estancia se encontraba una protuberancia de roca con forma de picos montañosos, y en él halla su objetivo.

El dios maya Kauil, sentado... o mejor dicho, fusionado con la piedra volcánica hasta el punto en que sus brazos estaban adheridos a los reposabrazos, el torso enterrado, y las piernas colgando de la pared. Sus harapos a penas cubrían su enclenque cuerpo, y sus orondos cuernos perforaban sus ojos. 

El Dios de la Guerra se quedó mudo por unos instantes. Se acercó hacia él, la mirada fruncida, la mano acercándose al puño de su espadón. Toda la necesidad de querer verlo en persona se esfumó, y fueron reemplazadas con rabia.

—Hasta aquí llego tu locura de histeria hacia los aztecas —berreó, blandiendo su Macuahuitl con una mano.

—¿Y cuándo piensas tú acabar con la histeria hacia el Panteón?

La pregunta lo azota como una estocada. Huitzilopochtli bajó lentamente el espadón y se quedó viendo a Kauil a los ojos perforados.

—¿De qué hablas? —farfulló.

—La supuesta "bestia indomable" del Panteón Azteca... —Kauil cuchicheó risas lozanas. A pesar de su apariencia pueril y anciana, hablaba con vigorosidad— Domada desde su nacimiento por los designios de sus paternos...

El Dios de la Guerra sintió un escalofrío. La piel se le puso de gallina. Se quedó sin aliento. Kauil sonrió y ladeó la cabeza.

—Yo descubrí que no era más que un títere en manos de Tepeu. Por eso me autoexilie. Por eso me dejé consumir por mis propias llamas. Soy libre... y mi último deseo, es enseñarles a los encadenados... a emanciparse también. Cuerpo y espíritu...

—Deja de hablar puras patrañas —Huitzilopochtli empuñó su Macuahuitl con las dos manos. Empezó a blandirla, pero se detuvo cuando Kauil volvió a proferir.

—Puedo verlo, ¿sabes? El tormento que te imponen... los asesinados...

—¿Qué? —el Dios de la Guerra dio un paso atrás. De nuevo, otro escalofrío.

—Tu hermana, tu medio hermano... y muchos más —Kauil movió la cabeza de lado a lado, como si paseara la mirada hacia personas que se encontrasen al lado de Huitzilopochtli— Todos aúllan contra ti. Quieren verte muerto, te desean la muerte... pero tú los ignoras. O tratas de hacerlo...

Huitzilopochtli parpadeó varias veces y gorjeó gruñidos pesados. Su cabeza comenzó a darle vueltas. Era como si las palabras de aquel dios maya estuvieran surtiendo efecto psicológico en él.

—Para ya —maldijo.

—Quieres parar, pero no sabes cómo... Quieres exiliarte, pero tienes miedo... —Kauil rechinó los dientes. Asintió con la cabeza— Sí... tienes miedo de perderla, ¿verdad? A tu hermana...

Huitzilopochtli ensanchó de sobremanera los ojos. Esta vez no hubo parón. Esgrimió la Macuahuitl velozmente contra Kauil. La hoja estuvo a nada de golpearle la cabeza, de decapitarlo, de destruir el trono oscuro en donde se hallaba, pero una vez más se detuvo por obra de la fuerza invisible de sus palabras.

—Si quieres que viva, aléjate de tu reina.

El Dios de la Guerra arrugó al frente. La presión de sus dedos sobre la empuñadura aminoró. De nuevo, no hubo aliento para articular palabras. Solo gimoteos nerviosos.

—Aún estás a tiempo... Verdugo Azteca —la expresión de Kauil cambió, pasando a ser una compasiva— A pesar de los asesinatos divinos... y de la mala potestad... Aún eres capaz de escapar de esta vida, como yo lo hice.

—Yo no necesito escapar —farfulló Huitzilopochtli en un intento patético de negación. Trató de mover la espada, pero como si hubiese sido atrapado por una fuerza de gravedad, no pudo.

—Entonces, ¿por qué no terminas con el trabajo?

El Dios Azteca sintió un flash relampaguear su cabeza y despertar en él, una vez más, el dilema por el que ha pasado siglos luego de la Guerra Civil. ¿Es en verdad él el monstruo por el que es conocido en todos los reinos? ¿Es imposible para él cambiar esto? Kauil aseveró positivamente la respuesta a esta pregunta sonriéndole de nuevo y finiquitándolo con las siguientes palabras:

—Hazte un favor... y escucha más a tu hermana. No te molestes en matar a esta deidad... Yo moriré por mi cuenta.

Y como si en verdad hubiese terminado con la misión, Huitzilopochtli salió del templo para no volver jamás. No estuvo seguro de si lo que dijo era verdad, pero estaba tan ensimismado en lo que le dijo que, al llegar al palacio de Omeyocán, le reportó a Omecíhuatl que la misión culminó. La Suprema Azteca creyó en sus palabras, y nunca se volvió a tocar el tema. Pero para Huitzilopochtli, esta fue una de las misiones de asesinato más conflictivas que haya tenido nunca.

Jamás supo que, poco después de que partiera de allí, Uitstli arraigó al templete con tal de culminar lo que él no pudo... O intentarlo, más bien. Puesto que una vez que el Jaguar Negro se posó frente a un Kauil ya en las últimas, menos enérgico y vehemente que la vez que estuvo con Huitzilopochtli, este murmuró unas palabras que Uitstli alcanzó a escuchar con claridad:

—Todos ustedes... son iguales...

Fue allí que Uitstli detuvo la esgrima de su espada de fuego y se quedó viendo su cabeza calva.

—¿Qué? —farfulló, los ojos entrecerrados.

Kauil murmuró risitas sardónicas.

—Misma respuesta, misma pose, misma reina que los envió... a matarme... —Kauil alzó la cabeza y vio a Uitstli a los ojos, dedicándole su mordaz sonrisa— Dios y hombre no son tan distintos...

—¿A qué te refieres con eso?

—Huitzilopochtli vino aquí y me hizo la misma pregunta... Ilusos... —de repente, su petrificada piel gris comenzó a agrietarse, y partes de su rostro comenzaron a caerse como trozos de carbón— Aléjense de sus reinas... huyan de sus gobiernos... Exíliense... Solo así podrán hacer... el verdadero cambio...

Primero fue la mitad de su rostro, luego la cabeza entera, y en un abrir y cerrar de ojos la propagación de las grietas se esparció por todo su cuerpo. La túnica cayó al suelo, los pedazos de carbones emitiendo incesantes ecos en toda la soledad de la estancia. El Dios Maya Kauil acabó por perecer ante los ojos de Uitstli, y este último se quedó allí de pie, pensativo por varios minutos hasta que, de la histeria y de la necesidad de salir de allí lo antes posible, dio por terminada la misión y regresó hacia el campamento donde lo esperaba Brunhilde.

—Lo mataste, ¿ah? —dijo la Reina Valquiria, sentada en un sillón negro, las piernas cruzadas, bebiendo un té chino— Y yo que pensaba que por tu pelea con Aamón no estarías en condiciones de matar a otra deidad.

—Está hecho... —Uitstli estuvo a punto de recordarle sobre su trato, pero entonces recordó lo que dijo Kauil, y cambió sus palabras— Pero deberé de rechazar su oferta.

—¿Cómo? —masculló Brunhilde, dejando el té sobre el escritorio— ¿No vas a venir a la Civitas Magna?

Uitstli recogió del suelo el bolso que cargaba consigo todas sus pertenencias. Suspiró profundamente, y negó con la cabeza.

—No abandonaré a mi gente a su suerte.

Y con esas palabras salió de la tienda de campaña, seguido por Zaniyah. Ambos montaron a caballo y comenzaron un veloz recorrido hacia las ruinas de Xocoyotzin, dejando a una pasmada Brunhilde dejada sin aliento dentro de su campamento.

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5
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Presente.

Tiempos distintos los separó, pero un solo dios los unió en el mismo dilema que los interconectaba con la misma problemática. ¿Pueden ellos cambiar lo que son?

La epifanía de Huitzilopochtli le hizo abrir los ojos de par en par. Miró su derredor, hacia los filamentos dimensionales que mostraban dos lados de una misma moneda. En la cara izquierda vio las graderías humanas, y a estos suplicarle que se detuviera; otros maldijeron su nombre. Y hasta se quedó helado del pavor de ver a los mexicas blasfemarlo, y que dejará vivir a Uitsti. En la cara derecha vio las graderías de los dioses, y a estos proferir gritos arrogantes, ordenando la muerte del Einhenjer. Sugerían que le rompiera el cuello, que le aplastara la cabeza, o que le sacaran el corazón.

Huitzilopochtli se quedó boquiabierto, y su corazón sufrió un vértigo de desolación. Acabó por caer en la cólera divina. Acabó de ponerle fin a toda oportunidad de enmendarse con los humanos y, sobre todo, con los dioses aztecas a los cuales aterrorizó en el nombre de Omecíhuatl. No escuchó ni hizo caso a las palabras de Kauil en todas estas décadas por miedo. Pavor de no saber cómo afrontar las consecuencias de tal acto de traición hacia la autoridad máxima. Pero ahora era victima de otro tipo de consecuencias.

Y esas eran las consecuencias de rechazar el cambio.

<<Malina...>> Con ese nombre, eso es todo lo que Huitzilopochtli alcanzó a concebir mientras era abucheado por un lado y exhortado por el otro. El opresivo ambiente de los sonidos lo desconcentró, haciendo que la llave con la que asfixiaba a Uitstli redujera su fuerza. Los latidos de su corazón se aceleraron. Sus jadeos nerviosos se hicieron más intensos que los moribundos de Uitstli. <<Te he fallado... por última vez...>>

Se encontraba en la misma posición que estuvo incontables veces contra los "enemigos del Reino de Aztlán", como los apodó Omecíhuatl. Dioses Aztecas que cargaron con la tortura social y física de ser enemigos personales de la Suprema Azteca, y sufrieron su ira a través de su Verdugo Azteca. A pesar de que muchos eran ejecutados en la plaza de Omeyocán, otros fueron directamente asesinados por su propia mano. La tiranía de la asesina de su abuela, y de la jueza de su madre, lo han hecho perder su identidad como deidad, reemplazada por una máquina de matar.

No podía cambiar lo que hizo, ni lo que ha hecho hasta ahora en este Torneo... Pero ahora mismo era capaz de cambiar lo que iba a pasar. Huitzilopochtli tiró la máscara de Verdugo Azteca, cambiando su expresión a una decisiva, con tal de mostrarles a todos quién era en verdad. De que es capaz de tomar decisiones por su cuenta. De que puede aceptar lo que es en realidad.

Y acto seguido, el Dios de la Guerra realizó una acción que dejó boquiabiertos a todos los humanos, dioses y Supremos por igual.

Soltó a Uitstli de su llave y lo tiró al suelo.

Los griteríos de mortales y deidades cesaron, dando paso a un abrupto silencio que reinó en toda Idavóllir. El Jaguar Negro rodó por el suelo y se quedó tirado en él, tosiendo con gran intensidad y escupiendo sangre al piso. Randgriz aprovechó el instante para materializarse de cuerpo completo y acuclillarse ante él, tomándolo de un hombro y administrando la energía de su Völundr para reponerlo.

Se oyó un chistar de hierro. Randgriz y Uitstli bajaron la mirada, descubriendo la lanza Tepoztolli rebotando y cayendo ante ellos dos. Einhenjer y Valquiria alzaron las cabezas hacia un Huitzilopochtli que negó con la cabeza, la mirada triste y a la vez reflexiva. 

—No lo haré... —farfulló el Dios de la Guerra. Y con estas tres palabras le quitó el aliento a Randgriz y Uitstli— Por el bien de nuestras familias... Uitstli... —Se generó una titánica conmoción de confusión e histeria entre humanos y dioses, haciendo que las gradas retumbaran con un nuevo griterío. Uitstli y Randgriz hicieron oídos sordos a ellos, y escucharon solamente la voz de su enemigo— Debemos ser mejores que esto.

—Huitzi... —balbuceó Uitstli, siendo incapaz de poder pronunciar su nombre completo. Se irguió entre tambaleos con la ayuda de Randgriz, y ambos, Dios y Einhenjer, se quedaron viendo fijamente a los ojos como dos locos que han tenido la misma revelación y que los motivó a detener una masacre sin sentido.

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6
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

El escándalo bulló por todas las graderías de Idávollir. Las gradas retemblaron con la potencia airosa de las deidades, quienes aullaron en protesta y abucheos.

—¡¿PERO QUÉ DEMONIOS DICES, MALDITO?! —exclamó una deidad romana.

—¡QUÉ CLASE DE FARSA ES ESTA! —chilló una deidad inca, dando tumbos contra el altar de su sillón.

Los Dioses Supremos se quedaron completamente enmudecidos. Odín permaneció mudo. Se encogió de hombros, la mirada indiferente. Lilith, quien hasta ese entonces se había enaltecido por la destrucción masiva que provocó Huitzilopochtli, ahora esta con el rostro ensombrecido de la decepción. Rómulo consideró esta farsa como una ofensa, tal así que se puso de pie y salió de su palco divino. Viracocha, Atón, Anu y Tianzuna negaron con la cabeza y dieron un largo suspiro exasperado. Los únicos interesados en este giro de tuerca eran Izanagi y Tepeu; el primer cruzó las piernas y se masajeó el mentón, y el segundo se inclinó sobre el trono hacia delante, los dedos entrelazados, la mirada fija en Huitzilopochtli.

<<Esto no te debe de agradar para nada, ¿verdad que sí...?>> Pensó Tepeu, la sonrisa sarcástica. Desvió brevemente la mirada hacia arriba, fijándose en los ventanales del alto podio donde se hallaba Omecíhuatl.

Dentro de él, la Suprema Azteca destruyó el alféizar con sendos puñetazos. Los sirvientes se apartaron de ella, sofocados por la imperiosa aura de rabia divina que la rodeaba. Tan densa y neblinosa era que hasta Mechacoyotl tuvo que alejarse también con trastabilleos.

—Esto no es real... —farfulló la Suprema Azteca en profunda zozobra— No, no, no, no, no. Esto no es real, esto no es rea, esto no está pasando... —se llevó las manos a la melena blanca y se la revolvió. De la rabia se arranco varios mechones con fuertes tirones— ¡POR QUÉ CARAJOS ME HACES ESTO AHORA, HIJO DE MIL PUTAAAAAAAAAS!

Mechacoyotl se quedó rezagado y no se dignó a siquiera dar un paso adelante. En ese momento, dentro de la visión naranja de su yelmo mecánico, recibió un mensaje proveniente de los Centzones de Aztlán. Dejó escapar un quejido de sorpresa al leer el mensaje.

Omecíhuatl, acabo de recibir un mensaje de parte de Omeyocán —advirtió, la inquietud que le dejó el mensaje fue tal que dio un paso adelante y se adentró en la opresora aura de la Suprema—. La ciudad está bajo ataque de...

—¡¡¡A MI NO ME IMPORTA UN CULO ESA PUTA MIERDA!!! —maldijo Omecíhuatl, volviéndose hacia él y dedicándole su más bestial mueca de ira— ¡Ve tú y resuelve lo que sea que esté atacando a Aztlán! —dio un chasquido tan fuerte que polvo estelar restalló de sus yemas— ¡TODO EL MUNDO, FUERA DE AQUÍ! ¡DÉJENME PUTA SOLA!

Todos los sirvientes salieron en tropel del podio. Mechacoyotl serpenteó a través de ellso con zancadas coordinadas de sus piernas, las cuales dieron giros entre sí y lo hicieron parecer danzar por unos momentos. El mecha zorro estudió el mensaje mientras caminaba por los hipogeos de Idávollir en dirección hacia una de las salidas más cercanas.

<<No puedo creer que ese desgraciado se haya apurado más de la cuenta>> Pensó mientras bajaba por la gran escalinata hasta arraigar al umbral. Al atravesarlo y salir al bulevar adoquinado, Mechacoyotl se acuclilló, sacó propulsores de las placas de sus tibias, y salió despedido en un supersónico vuelo hacia el firmamento de nubes doradas de Asgard. La potencia de su vuelo fue tal que todos los árboles del bulevar fueron partidos en dos, obstaculizando el camino pedregoso. <<¡Justo ahora quiere armar más escándalo!>>

En el podio de los Ilustratas, Eurineftos, Tesla y Cornelio analizaban y daban conclusiones ante lo que posiblemente sea un empate de la primera ronda.

—¿Por qué lo está haciendo? —inquirió Tesla, el mentón apoyado sobre su mano. Miró de soslayo a Eurineftos— ¿Tienes alguna idea, Euri?

Para nada, señor Tesla —confesó el Metallion—. Hay contexto detrás que escapa a mis conocimientos.

—Esto no se supone que debería pasar —manifestó Cornelio, dando leves manotazos al alféizar—. Las reglas del Torneo del Ragnarök fueron claras. Uno de los contrincantes debe morir para dar finalizada la pelea. O morir los dos.

—¿No se habló nada sobre rendición? —preguntó Tesla, frunciendo el ceño.

—No de lo que me habló Brunhilde —Cornelio negó con la cabeza.

Pero puede haber probabilidad de ello —sugirió Eurineftos— Puede que Huitzilopochtli o Uitstli paguen pleitesía y eso permita que la primera ronda acabe sin que ninguno de los dos mue...

—Eurineftos —Cornelio se volvió hacia él y extendió un brazo más allá de las ventanas. Al otro lado de las fisuras dimensionales, se podían ver y oír a los dioses hacer retumbar sus puestos con incesantes algarabías—, los dioses no están contentos con esto. Quieren ver sangre. Quieren ver a Uitstli morir. La ronda no va acabar hasta que uno muera.

Eurineftos sintió una inmensa impotencia al oír la clara elocuencia del hecho de Cornelio. Fijó su vista e hizo un profundo zoom hacia la silueta de Uitstli y Randgriz. Se los quedó viendo a ambos con gran pesar. Si tan solo él pudiera entrar en aquella dimensión y sacarlos vivos... Pero no, ni aunque pudiera hacerlo no se libraría de las consecuencias, más terribles de las que están lloviendo ahora mismo en forma de bullicios en las gradas de los dioses.

De pronto se oyó un leve zumbido reverberar en la estancia. Cornelio se llevó la mano dentro del bolsillo y sacó un teléfono celular transparente. Atendió la llamada y puso el dispositivo en su oído.

—Hable —exclamó Cornelio. Momentos después su rostro se distorsionado en una mueca fruncida. Luego pasa a un semblante perplejo, los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos. Dejó escapar un jadeo de sorpresa— ¿De qué carajos está hablando, teniente?

—¿Cornelio...? —balbuceó Tesla, mirándolo con gran preocupación.

Se hizo un breve silencio en el podio. Cornelio se mordió la lengua y respiró hondo.

—En seguida voy para allá —dijo, para después colgar la llamada y guardarse el teléfono. Miró a un confundido Eurineftos—. Sígueme —se volvió sobre sus pasos y salió de la estancia, el Metallion siguiéndole los talones.

—¡C-Cornelio! —voceó Nikola, saliendo del podio y siguiéndolos por el pasillo- Ni Cornelio ni Eurineftos detuvieron su apurada marcha— Pero ¡¿qué sucede?!

—Esto es una crisis que solo concierne a los Pretorianos, Tesla —replicó Cornelio sin siquiera darse la vuelta para verlo—. Vuelve al podio.

—¡¿Y la crisis de los Carteles de los Coyotl y los Tlacuaches no lo fue?! —protestó Tesla.

—Eso era porque la Multinacional estaba inmiscuida. En esto no —una vez estuvieron cerca de una encrucijada de caminos, Cornelio se detuvo en seco y miró de soslayo a Eurineftos— Ve y busca a Sirius.

Eurineftos asintió con la cabeza y avanzó por el pasillo izquierdo. Tesla aprovechó el momento para encarar frente a frente al Jefe del Pretorio, la sagaz mirada fija en la estoica del romano.

—Desde la Segunda Tribulación me has tratado como un adolescente —protestó el austriaco—. Ni siquiera después de que haya derrotado a Belcebú en un mano a mano —apretó un puño y lo agitó a la altura de su pecho—. Sé que todavía me consideras un hombre impulsivo, ¡pero tengo el derecho de saber lo que pasa! ¡Especialmente luego de todo lo que mi Multinacional hizo para mejorar el armamento Pretoriano!

Cornelio se cruzó de brazos y se encogió de hombros. Apretó los labios y miró brevemente hacia otro lado. Tesla esperó apremiante su respuesta.

—¿Quieres saber lo que pasa? —masculló el Jefe del Pretorio. Endureció la mueca— Muy bien —hizo un ademán con los dedos y emprendió la marcha por el pasillo derecho, donde lo esperaban unas escaleras hacia abajo—. Sígueme.

Ambos Ilustraras bajaron apuradamente las escaleras hasta llegar al umbral. Lo atravesaron, y en el camino adoquinado y lleno de pasto anaranjado los esperaba un séquito de oficiales Pretorianos, todos vestidos con sus opulentos uniformes galardonados de color azul oscuro. Cornelio lideró la marcha, con Tesla y los oficiales caminando a la par suyo por el pacífico bulevar, las hojas anaranjadas cayendo de forma plácida alrededor de ellos.

—¿A cuánto tiempo de diferencia desde que llegó ese telegrama desde Aztlán? —preguntó Cornelio.

—¿Tienen soldados en ese reino? —farfulló Tesla.

—Una diferencia de menos de diez minutos —confirmó un oficial.

—¿Y qué es lo que se sabe de ese ataque?

—Lo único que se sabe es que ese... demonio, o lo que sea, apareció de la nada, y comenzó a destruir el centro urbano de la ciudad.

—Los lugartenientes de Aztlán afirmaron que la población se refiere a él como un demonio del Mictlán —aseveró otro oficial—. Solo se basan en esa premisa por su apariencia.

—Pero es un hecho que está poniendo en peligro a la población —concluyó Cornelio.

—Al momento es solo uno —avaló un tercer oficial—. Sin embargo, unos testigos dijeron que el ese demonio no está destruyendo la ciudad a diestra siniestra. Parece en cambio... luchar contra algo.

—¿Contra alguien? —sugirió Cornelio. El Jefe del Pretorio se mordió el labio inferior y miró de soslayo a Tesla. Enarcó ambas cejas— Ahora ves a lo que nos enfrentamos.

Nikola Tesla se masajeó el mentón, el semblante preocupado. A lo lejos se podía ver un campamento militar de soldados Pretorianos atestados cerca de la avenida principal que conecta con el Coliseo Idávollir. Cornelio, Tesla y el séquito de soldados se dirigieron directamente hacia él.

Se internaron dentro del campamento y se encaminaron hacia una de las tiendas de campaña. Allí dentro, los ingenieros se encontraban computarizando los mensajes en avalancha que recibían de los cuarteles generales atestados en Aztlán. Se sentía en el aire la sensación de prisa y apuro con el rugir de los tecleos y de los ruidos motorizados venir del enorme y circular altar metálico dispuesto en el centro de la estancia y del cual, sobre su panel con forma de panal, emergían brillantes luces celestes.

—¿Se ha calibrado la última fotografía del suceso? —preguntó Cornelio, mirando a su derredor en busca de que algún ingeniero le respondiese.

—En efecto, señor Cornelio —exclamó uno de los científicos, girándose en su silla con ruedas y alzando un brazo. Se paró de su puesto y se dirigió hacia el panel de control del altar—. Voy a reproducir la imagen ahora. Ya confirmamos de qué se trata la destrucción —habló mientras tecleaba los paneles táctiles—. Se trata de... ¡esto!

Y finalizó oprimiendo un botón grande del panel. Las luces del panal se volvieron brevemente intermitentes, pero entonces comenzaron a realizar movimientos tubulares, que después pasaron a ser parpadeos intensos. La transformación de la luz que salía de los panales culminó con una imagen a color de una escena que dejó completamente helado a Nikola Tesla, pues por unos ínfimos segundos... se vio a su yo del pasado ser apalizado contra Belcebú en aquella fotografía.

En la ilustración se veía a un ser demoniaco de piel gris, cuerpo delgado pero tonificado, taparrabos de faldones rojos y un montón de joyas y piercings que decoraban su cuello y su rostro de melena blanca hirsuta. Sostenía por la muñeca a una diosa azteca de tez roja, cabello blanco-rojo y cuerpo musculoso y ensangrentado. La deidad sostenía en la otra mano una lanza de aspecto oxidado, y se hallaba reincorporándose aparatosamente del suelo.

—Esto, Nikola Tesla —afirmó Cornelio, señalando con un orondo dedo la imagen

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