En el improbable caso de una...

Von ellaasamigas

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Tras una situación límite, Manolo, un sofisticado bombero de Madrid, decide llevarse a su hijo a Murcia, dond... Mehr

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XXVI
XXVII
XXVIII
Lou
Cómo organizar una boda y no matar a tu padre en el intento
Almas gemelas
Epílogo
Agradecimientos y alguna novedad

XV

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Von ellaasamigas

Cuando Manolo llega esa tarde al turno, lo primero que ve es a Susana y a Agoney charlando con sonrisas risueñas y amplias. Antes de poder preguntarse qué hacen ellos dos en su estación, Aitana pega un chillido:

—¡Ay, que está aquí!

No le da tiempo a sobresaltarse, porque de todos lados aparecen sus compañeros de trabajo y gritan un gran:

—¡Sorpresa!

—Pero... —pestañea, mirando en todas direcciones— ¿y esto?

—Queríamos celebrar lo de tu tumor —explica Juan Antonio, aunque acaba por borrar su sonrisa—. Quiero decir, lo de que ya no tienes uno.

—Sigue ahí. —Le guiña un ojo—. Solo hay que extirparlo.

—Y vas a pedir cita pronto, ¿a que sí? —Raoul entrecierra los ojos.

—Por supuesto. —Pone los ojos en blanco—. ¿Para qué tendré padres en Barcelona si estás tú aquí?

—Pues justo para eso.

Al notar la tensión, Miriam da una palmada y se coloca las manos sobre la boca para hacer de altavoz:

—¡Que hable, que hable!

—¡Eso! —El novato aplaude.

—Muy bien, muy bien... No sé qué decir, en realidad. —Se rasca la barbilla—. No me lo esperaba para nada. Supongo que solo puedo daros las gracias por el apoyo continuo, por preocuparos e interesaros... Cuando me mudé hace tantos meses no esperaba encontrar aquí una segunda familia, a mí me bastaba con que mi hijo estuviera bien. —Raoul sonríe, apoyado en el hombro de su novio—. Pero teneros aquí, organizando esto como si fuera mi cumpleaños... Me emociona saber que os tengo.

El rubio se separa para hacerle una señal a Aitana. La pequeña empuja como puede una bandeja gigante en la que hay lo que parece una tarta... con una forma particular.

» Vale, ¿qué se supone que es eso? —Ladea la cabeza para encontrarle el sentido.

Todo el mundo empieza a reírse como locos, haciéndole alzar una ceja.

—Es tu tumor —explica Raoul, señalándolo—. Llevé el escáner de cómo estaba cuando te lo diagnosticaron a la pastelería y lo han replicado bastante bien.

—Já. —Pone las manos en las caderas y lo observa desde distintos ángulos—. Pues qué feo era, ¿no?

—Y qué raro probar esto sabiendo que ha estado dentro de él.

—Novato, es una réplica con mucha nata y chocolate.

—Igualmente... —Tiene un escalofrío.

—Muy bien, ¿quién va a querer tarta? —Susana se acerca con un cuchillo especial para partirla—. Vamos, que no muerde y tiene buena pinta.

Manolo es el primero en acercarse, recibiendo un abrazo muy sentido por parte de su exmujer. Agoney, ya sentado junto a la encimera de la cocina de la estación, los observa con un asentimiento pensativo.

—Hola, guapo. —Raoul se sitúa a su lado y besa sus labios un breve instante—. ¿Tienes un zumo para mí?

—Es todo lo que hay en mi frigorífico desde que duermes allí como mi novio. —Se lleva un codazo—. Había uno por ahí, ahora te lo busco.

El rubio asiente y se gira cuando el policía le señala la zona de la tarta, donde sus padres charlan con una sonrisa mientras la mujer va dando tarta a todos los miembros de la estación. Posiblemente ellos sean sus siguientes víctimas.

—Ha sido muy tierno que quisieras venir a su fiesta de ser libre del tumor.

—¿Quién se resiste a una buena tarta de tumor gratis? —Le dedica una sonrisa amplia, de la que podría enamorarse un poquito más.

—Pues estuviste de acuerdo, así que menos guasa.

Agoney se encoge de hombros y se fija de nuevo en sus suegros.

—Es muy guay cómo se apoyan, a pesar de todo. —Suspira—. Sé que no te hace gracia, pero hacen muy buena pareja.

—No caigas en eso. —Avisa con el dedo índice de la mano que no sujeta su zumo—. Ahora mismo todo son sonrisas y sexo, porque están en la etapa luna de miel.

—Esas pueden durar un tiempo. —Le guiña un ojo.

Por un momento, su mente se desestabiliza por lo que implica la conversación.

—Da igual, porque en cualquier momento volverán al punto inicial, el de los enfados y gritos por todo. Y le tocará al hijo único aguantarlo solo. Solo que ya no tengo siete años.

—Y como no tienes siete años, mi cama tiene tu nombre escrito en el lado derecho. Puedes huir cunado quieras.

—Lo sé —musita—, pero no me gusta en lo que se van a convertir cuando el sexo deje de ser suficiente.

Agoney suspira y rodea la encimera para situarse a su lado. Pasa un brazo por su cintura, apretándolo contra él antes de dejar un beso en la frente del pequeño.

—Si deja de ser suficiente, son adultos como para solucionar las cosas sin hacer daño a su hijo —asegura, a apenas unos centímetros de él.

—La primera vez no se les dio muy bien —protesta, demasiado derretido para pensar mucho más.

—Lo harán, porque si no se las verán conmigo.

A Raoul le da por reír, estirando la cara para besar la comisura de sus labios.

—Pero si tú eres un osito de peluche.

—¿Perdona? —Cierra los ojos, profundamente ofendido—. ¿Te recuerda cómo soy en el trabajo?

—Uf, sí, tu cara a cara con un viejo facha que te podría haber reventado la cabeza me puso cerdísimo.

—¡Raoul! —Finge escandalizarse, solo porque eso provocará una nueva carcajada.

Le encanta verlo así, con los ojos achinados y la sonrisa que le cubre la cara por completo.

—Ahora hablando un poco más en serio y de padres... ¿cuándo conoceré a los tuyos? —Se pone de puntillas para llegar a su altura.

Chasquea la lengua, antes de llevarse una mano a la frente.

—Voy a por tu zumo, que al final no te lo he cogido.

Mantiene la frente arrugada mientras Agoney trastea en la cafetería hasta obtener el zumo que le había guardado a su chico. Pero lo besa de nuevo y cambia de tema, y se obliga a dejarlo estar. Cuando tenga que ser, será.

—Míralos —murmura Susana, dejando un plato a un lado para su hijo—, qué carita tiene nuestro pequeño.

—Los veo todos los días. —Suspira—. Si te soy sincero, me siento aliviado de que haya encontrado a alguien así, que le está cuidando, pero tampoco le permite que se pase ni un pelo. Me temía que se quedara clavado en lo que le pasó con Alex, sin querer avanzar.

—Ese chico no me gustó nunca.

—A mí tampoco. —Gruñe.

Le recuerda a aquellos tiempos en que Raoul estaba dejando las drogas por primera vez y a su entonces novio no le importaba que bebiera lo que le diera la gana. No tenía ningún tipo de control por parte de la persona más cercana a él y eso provocó más de una recaída. Si no fuera por la intervención de Susana...

—En fin —suspira la mujer— voy a darles un poco de tarta de tumor. Y tú mejora esa cara, que estamos aquí por ti.

Sin embargo, la madre de Raoul no llega a su objetivo. El suelo comienza a moverse, desestabilizando a todo el mundo. Consiguen sujetarse, pero no tienen tiempo ni de preguntar.

La alarma de la estación comienza a sonar con violencia.

—Mierda, tenemos que prepararnos. —Revisa su radio—. Emergencias médicas y de bomberos, ¿dónde están los paramédicos?

—¡Ya vamos! —grita Mamen en algún punto de la estación.

Agoney, aun recuperándose del susto del terremoto, aprieta los hombros de su chico.

—Ten mucho cuidado.

—Lo sé —susurra—. Por mí no te preocupes.

—Eso lo decidiré yo. —Estampa sus labios sin pensarlo un momento.

Raoul permite que el mundo se detenga unos cuantos segundos, los suficientes para que la calma que siempre le trae besarlo lo invada por completo. Después recuerda la alarma, le repite que le quiere y sale corriendo hacia un camión de bomberos que Ricky ya tiene arrancado.

—Muy bien, nos toca a las afueras. —No solo se escuchan las sirenas de su camión, sino de otros. Parece que se ha puesto en jaque toda la ciudad—. Campo de minigolf, se han destrozado varios juegos y hay gente atrapada.

Un nuevo golpeteo al camión los mueve a todos de sitio.

—¿Qué ha sido eso? —Se incorpora Miriam.

—Un segundo terremoto. Parece que esto va para largo —masculla Ricky.

Suspiran y se sujetan mejor, ante la posibilidad de que haya un tercero. Por suerte, durante el resto del camino no tienen más sustos.

Aparca sin mucho cuidado frente al puesto de entradas del campo de minigolf. Una mujer sale llorando y llamándolos con la mano alzada.

—¡Por aquí! ¡Por aquí, por favor! —Después de cada palabra, añade un hipido de cosecha propia—. ¡Es mi marido!

Manolo les hace un gesto para que lo imiten y camina tras ella. Mientras tanto, se pone el casco y lo ajusta bien.

—¿Qué ha ocurrido?

—Estaba... —le tiembla la voz— estábamos jugando todos juntos y se acercó al final del gorila para recuperar su pelotita. No conseguía encontrarla, de repente se movió todo y se hundió el gorila.

Está a punto de preguntar a qué se refiere con lo del gorila, pero le queda claro en unos segundos. Un niño, a apenas unos metros, observa en el interior de un agujero gigante que ha provocado el terremoto. Del agujero solo sobresale una cosa: la cabeza de un gorila que los mira con furia.

Debe ser uno de los hoyos por los que deben meter la pelota.

—¿Qué mierda? —Ricky pone los brazos en jarras—. ¿Cómo ha acabado esto así por un terremoto?

Manolo pega un pisotón en la zona que puede pisar, pero que ya no tiene césped, y esta se resquebraja.

—Algo me dice que esto se ha construido con poca revisión de lo sólido que es este suelo. —Chasquea la lengua—. En fin, a trabajar. ¿Traes la cuerda, Raoul?

—Aquí, capitán.

—Bien, Aitana, bajas tú. Si vemos que no puedes, lo intentará otro.

Pero la del flequillo se pone manos a la obra antes de que se arrepientan. Ricky aprovecha la preparación para hacer pasar su camión y atar ahí la cuerda, haciendo que no tengan que estar tan pendientes de ella.

Una vez listo, la más pequeña del equipo avanza despacio, con las manos recubiertas por guantes y el casco bien puesto. Manolo la observa desde el límite del agujero. Ya se han asegurado de que la mujer y el hijo estén lejos, por lo que puedan encontrar, y los paramédicos no están demasiados lejos, así que está todo en marcha.

—¿Ves algo, Ocaña?

—Eh... No escucho a nadie aquí —explica, mientras termina de deslizarse por la cuerda—. Aquí hay mucho gorila y mucho suelo y rocas, pero poco señor.

—Busca y llámalo, anda, no puede desaparecer. Andrés se llama, así que ya sabes.

La morena se pone a ello, quitando tablones del gorila de por medio, así como muchas rocas. Mientras tanto, lo va llamando por si lo escuchara.

Desde fuera, todo es tan lento que exaspera a los bomberos, que no tienen mucho más que hacer allí.

—¿Cómo vamos? —pregunta Mamen, acercándose en ese momento.

—Ocaña está buscando al hombre. No bajamos más porque el suelo ya es muy inestable de por sí. No quiero poner en peligro a ningún bombero.

Antes de que termine de pronunciar la última palabra, Aitana pega un chillido que los pone en alerta.

—¡Está aquí! —Una pausa de demasiados segundos—. Vale, vale, tiene pulso, chicos, preparad las cuerdas de rescate porque está inconsciente pero vivo.

—¿Cómo está? ¿Puedes sacarlo bien?

—Ya, sobre eso... —Otra pausa dramática que les viene fatal en ese momento—. Digamos que el gorila está sentado en él, para que me entendáis.

Suelta un insulto por lo bajo, negando con la cabeza.

—Tienes que tirar de él.

—Me da miedo hacerle daño, pero lo intentaré, no os preocupéis.

—¿Bajo? —Raoul se inclina también.

—Tú estate quieto. —Le hace un gesto con la mano—. No sabemos cuándo podría haber un nuevo terremoto, es mejor teneros a la mayoría fuera.

El bombero tamborilea sus dedos sobre los muslos, sabiendo que eso solo es parcialmente así. Está seguro de que ser su hijo y haberlo visto casi muerto también ha tenido algo que ver. Pero él no se va a quejar, no cuando Aitana no tarda mucho en volver a chillar.

—¡Vale, lo tengo fuera! ¡Tiene las piernas destrozadas y como mínimo una contusión en la cabeza!

—De eso nos encargamos nosotros. —Mamen señala a sus compañeros—. Tú súbelo.

Una segunda cuerda se desliza por el agujero sin ningún problema. Todo el mundo contiene el aliento mientras la bombera se encarga de atarlo bien a la camilla portátil que han preparado. Luego Juan Antonio y Raoul lo suben, mientras Aitana ayuda desde abajo. Sobre todo, se asegura de que el hombre no se caiga, a pesar de sus ataduras.

Nadie respira bien hasta que la camilla llega al borde en el que antes se encontraban los bomberos. Su mujer empieza a llorar y hace amago de acercarse, pero Alfred la detiene para que no interfiera. Nerea corre junto a su capitana para encargarse de sus signos vitales y comprobar qué necesita.

Aitana pone un pie en suelo con la lengua fuera por el esfuerzo.

—Lo has hecho genial, Ocaña.

Les dedica una sonrisa de alivio mientras comprueba las atenciones de las dos paramédicas. Sí, está a salvo ya, y es gracias a ella.

Los paramédicos no tardan mucho más en irse a llevarlo a un hospital, siendo seguidos por un niño que no entiende mucho y su madre que llora más de lo que debería para haber escuchado a los profesionales decir que lo tienen todo bajo control.

Mientras tanto, en la sala del 112, Kibo no ha dado abasto con las llamadas. Son varias decenas de operarios los que están allí atendiendo, pero en cuanto cuelga una y avisa, ya tiene la siguiente en espera.

—112, ¿en qué puedo ayudarle?

—Eh... No sé cómo explicar esto, pero ¿es posible que en Murcia haya escorpiones?

Pestañea y revisa que se trata de una llamada desde un número fijo. Esta debe ser la más rara del día, y eso que están en medio de un terremoto y ya van dos que se han quedado atrapados en la ducha.

—Es posible —dice con calma—. Con un clima tan cálido, es posible que en las zonas más desérticas...

—¡No es posible, está pasando! —le chilla en la oreja—. Que me he quedado dormida en mi camión de comida a domicilio y cuando me he despertado el suelo está lleno de estos seres.

—A ver, por favor, un poco de calma. —No es lo mejor que le puedes decir a una chica histérica, pero al menos lo está intentando—. ¿Tienes acceso a la puerta?

—Está todo el suelo lleno de escorpiones, tío. No dejan ni un hueco de más de un dedo pulgar entre uno y otro.

Coge mucho aire y abre una pestaña en el ordenador para buscar algo de información.

—Vale, ¿me puedes describir a los escorpiones? ¿Son diferentes o de una misma especie todos?

—Eh... pues creo que son todos iguales. Son así marrones en el cuerpo y... —supone que está mirándolos con atención— las patas y el aguijón son amarillentos, pero tienen anillas marrones alrededor de la cola que no me gustan nada, ¿eh?

—Vale, muy bien. —Acota la búsqueda—. Debe ser un escorpión amarillo y...

«Y es uno de los más venenosos para los humanos. Perfecto».

Sigue buscando algo que pueda eliminarlos, o al menos alejarlos lo justo para que la chica huya de allí. Pero pierde un par de segundos en hacer una llamada a un coche patrulla.

—Dime, tengo mucho lío. Se está descontrolando en el centro.

—Hay una chica atrapada en un camión de comida y los escorpiones están muy interesados, aparentemente.

—¿Y no hay como cinco estaciones de bomberos trabajando ahora mismo? Ya no soy policía de calle.

—Ago...

—Que sí, que voy. —Se mantiene callado unos segundos, en los que supone que habla con alguien más—. Tú mándame la dirección.

Sonríe antes de dictársela. Mientras tanto, sus ojos vuelan por la pantalla, intentando encontrar una solución.

—¿Hola? ¿Sigue ahí? —Prácticamente grazna la chica.

—Estoy aquí. He mandado ayuda y estoy buscando... —Contiene el aliento—. Vale, de acuerdo, podría tener una solución. Dices que estás en un camión de comida, ¿verdad?

—Eh..., sí, es mío.

—¿Tienes ajo?

—Sí, claro, hago bocadillos con eso todo el tiempo.

Kibo se muerde el labio antes de asentir para sí mismo.

—¿Y spray de ajo?

—Eh..., no, creo que no. —Pestañea.

Pero el operador no se achanta ante la dificultad.

—Creo que vamos a tener que fabricarlo nosotros —comenta como si nada—. Espero que tengas botellas de agua.

—Espera un momento. —Escucha un sonido de cosas cayendo—. Sí, me parece que sí tengo. Pero es complicado sacarlas sin matarme antes.

—Genial, vamos a intentarlo. Necesito que metas una cabeza de ajo en la botella de agua.

—Ya —dice tras un minuto de silencio.

—Vale, dejémoslo macerar. ¿Tienes algún recipiente con el que se pueda rociar agua?

—Limpiacristales hay debajo de la encimera —masculla.

Supone que su mosqueo va porque ella está encima, así que chasquea la lengua. Esto coincide con el suelo moviéndose con un estruendo que la hace gritar.

—¿Estás bien?

—Casi se me cae la botella de mi salvación antes de tiempo, pero sí, de una pieza. Eso sí, los escorpiones no están muy contentos con los terremotos de los cojones.

—Nadie lo está.

—¿Cuánto tiempo tengo que mantener el ajo ahí?

—Internet dice que un par de horas.

—¿QUÉ? —Tiene que apartarse el auricular de operador un segundo—. No, no, yo no aguanto tanto.

—Consigue algo para rociar y entonces hablamos.

Los terremotos están aumentando de frecuencia, así que teme que haya uno mayor, uno que la deje allí atrapada, sin posibilidad de ayuda por parte de su amigo.

Para dejar pasar un poco de tiempo, se encarga de un par de llamadas del 112, envía a bomberos y policía y, para cuando vuelve, la joven ya tiene en sus manos un spray de limpiacristales, que ha vaciado en el fregadero.

—Muy bien, aceleremos esto. Se supone que, una vez en ese recipiente, solo deberías rociar a los escorpiones. Lo ideal sería en puertas y ventanas, pero a situaciones desesperadas...

—Medidas desesperadas, sí, me sé el refrán —masculla—. Y con esto se marcharán, ¿no?

—La mezcla debería asfixiarlos y que no quieran volver, así que dale a tope.

Le parece notar un asentimiento, que en realidad no ve, y escucha el sonido del spray funcionando. Contiene el aliento mientras está pendiente del móvil, por si Agoney le dijera algo.

—¡Esta mierda sirve! —Consigue respirar—. ¡Se están dirigiendo a la puerta a toda velocidad, bua, menos mal!

—Genial. Intenta no salir de ahí hasta no asegurarte de que no los pisarás. He mandado a un compañero a por ti, te llevará a un lugar seguro o a casa, si no está mal por los terremotos.

Le llega la risa nerviosa de la chica.

—Este lugar era mi casa.

Traga saliva. No sabe qué decir, nada parece suficiente.

Tras menear la cabeza para quitarse el pensamiento de esta, se desliza por las encimeras hasta la más cercana a la única puerta del camión. Los escorpiones se deslizan por debajo de la puerta con una facilidad pasmosa, ya le gustaría a ella.

La puerta se abre con cuidado y un hombre vestido en uniforme de policía la contempla con alivio.

—Ven, dame la mano. Salgamos de aquí. —Echa un vistazo, con la piel pálida, a los escorpiones que salen por patas.

—Gracias a Dios. —Agarra su mano y se desliza fuera.

Cierra los ojos por un momento al tocar tierra firme. Nunca pensó que lo necesitaría tanto.

Se lleva el móvil a la oreja de nuevo.

» ¿Sigue ahí?

—¿Estás a salvo?

—A punto de entrar en un coche patrulla sin ser detenida, así que guay.

Kibo sonríe con el alivio llenando su pecho.

—Me alegro mucho.

—¿Cómo te llamas?

—Kibo, ¿por qué?

—Para saber a quién tengo que agradecer. Así que gracias por salvarme la vida.

—Es mi trabajo.

Pero no se le borra la sonrisa de la cara en lo que queda de turno, con el orgullo propio caldeando su pecho.

En pleno Murcia, Mamen conduce con energía para llegar a su siguiente emergencia. Hace rato que perdieron al camión de bomberos correspondiente a su estación, pero no tienen prisa. Normalmente, es mejor que empiecen los bomberos a trabajar y luego lleguen ellos para cuidar a las víctimas.

En este caso, es un edificio que se ha derrumbado, con casi todo el mundo dentro. La mujer solo puede lamentarlo, pues la ciudad todavía no se ha recuperado de la primera tanda de terremotos antes del comienzo del verano. Y esta tiene pinta de ser mucho peor.

En la parte de atrás, Nerea rehace una coleta que se deshizo en mitad del anterior accidente que han tenido que atender. Alfred mira al frente, con el gesto serio de siempre, o al menos que ha tenido desde que le echó la bronca.

Y pensar que eso fue hace menos de unas horas...

Vuelve a la realidad cuando una llamada se conecta automáticamente a la ambulancia.

—Es mi marido, un momento. —Presiona el botón de contestar y sigue prestando atención a la carretera—. ¡Ed, dime! ¿Todo bien?

—¡Hola, mami! —gritan al unísono dos niñas.

—Clara, Isa... ¿Estáis bien?

—Claro, mami. Estamos viendo en las noticias los terremotos.

—Está muriendo gente, ¿a que sí?

Se lame los labios antes de asentir.

—Sí, mis vidas, hay gente falleciendo, pero no os preocupéis.

—¿A ti no te podría pasar algo?

—Por supuesto que no, yo siempre guardo mis espaldas —bromea.

—¿Seguro?

—¿Lo prometes?

Se muerde el labio y coge algo de aire, dejándolo en sus pulmones por un segundo.

—Sí, lo prometo. Voy a estar bien, pero vosotras tenéis que prometer que también lo estaréis. Haced mucho caso a papá y cuidaos.

—¡Lo prometemos! —dicen a la vez.

—Cariño —Ed toma el control del teléfono—, va en serio, cuídate, pero no te preocupes por nosotros. Estamos en un parque, lejos de cualquier cornisa o edificio que pudiera derrumbarse.

—Es la mejor decisión que podrías haber tomado. Seguid así. Os llamaré en cuanto pueda. Te quiero.

—Y yo a ti, cariño.

Cuando cuelga, la mirada de Alfred se cruza con la suya en el espejo del retrovisor interior. Aparta los ojos al darse cuenta de la ironía de lo que ha pasado. Pero no es lo mismo, en absoluto.

Aparca frente a la residencia de estudiantes, que tiene tan mala pinta como les describió el operador cuando recibieron la información que necesitaban. Los bomberos ya están desplegados, analizando la situación, cuando ellos salen con sus medicamentos.

—Escucha —Manolo se acerca a ella con los brazos en jarras—, creo que podemos encargarnos varios de nosotros de las plantas inferiores, sin mayor dificultad. Son las plantas superiores las que me preocupan, está todo lleno de universitarios y pocos responden.

—¿Qué propones?

—Ya he mandado a Cortés y Rodríguez a la parte inferior, pero me gustaría tener a un par de paramédicos conmigo para ayudar arriba. Mi hijo viene conmigo.

Asiente despacio, mientras observa la segunda ambulancia llegar. No le hace falta pensarlo mucho antes de llamar a sus paramédicos.

—Nerea, Alfred, vais a subir con los bomberos mientras yo me quedo aquí a organizar y recibir a los que bajen. —Se vuelve hacia Manolo—. Les daréis el equipo que necesitan, en caso de derrumbe...

—Intentaremos que no pase nada, pero sabes que no puedo prometer...

—Sé las reglas, capitán, solo quiero seguridad.

—Tampoco puedo darte eso. —Echa un vistazo al edificio—. Pero tenemos que sacar a esa gente de la residencia.

En eso están de acuerdo. Pronto, ambos paramédicos están equipados para entrar a un edificio en ruinas, y siguen a Raoul y Manolo sin mucha preocupación. Alfred es el último en salir, con el ceño fruncido.

—Con respecto a lo de antes...

—Supongo que creerás que es lo mismo —la interrumpe—, pero al final todo se basa en lo mismo: intentar que la otra persona no lo pase mal, aunque sea durante un rato. Me voy, que tengo que trabajar.

Nerea lo espera con el ceño fruncido y la pregunta en los labios. El moreno niega con la cabeza y se acerca a los bomberos para preguntar algo.

Les cuesta un buen rato pasar la zona que todavía está en pie para llegar a la que está en las últimas. Por la forma de decorar las paredes y el techo destrozado, se nota que estaban en algún tipo de fiesta de iniciación. Mientras el resto de los bomberos sacan y ponen a disposición de los paramédicos a los universitarios, ellos avanzan en silencio, asegurándose de que no haya nadie bajo los escombros.

—Quizá no hubiera nadie en las plantas superiores, por el tema de la fiesta... —comenta Raoul.

Manolo le hace callar con un gesto de un dedo y agudizan el oído. Al contrario que en el incendio de un tiempo antes, todos escuchan el grito desesperado de un chico.

—¡Ayuda, por favor! —Escuchan un sollozo y corren en la dirección de la que proviene—. Por favor, me duele muchísimo.

Manolo traga saliva. Un pedazo de techo se ha desprendido y le ha caído sobre las piernas al chaval, que intenta sin éxito liberarse.

—Deja de moverte o será peor —avisa Nerea, arrodillándose junto a él—. ¿Te has golpeado la cabeza?

—No, ¡solo las puñeteras piernas!

—Vale, tranquilo. —Se gira hacia su hijo—. Coge las herramientas, tenemos que levantar ese techo.

El rubio se pone a ello enseguida, clavando el gato en el suelo para intentar subir el techo. No tienen que alzarlo mucho, solo lo suficiente para que puedan sacarlo de ahí. Tras tomarle las pulsaciones y la tensión, no hay mucho que Nerea pueda hacer, salvo comprobar que podría perder el riego sanguíneo al cabo de una hora, y lleva tanto tiempo que no podrían controlar el tiempo.

Pero el techo no se mueve, da igual lo que intenten, y el dolor se va incrementando.

—Deberíamos haber cogido algún sedante —comenta la rubia—. Creo que voy a bajar a por algo yo, Alfred, te dejo a cargo.

—Ningún problema.

—Voy contigo. —Manolo se levanta también—. Necesitamos algún refuerzo si queremos sacarlo de aquí, y no hablo solo de máquinas.

Así, salen de allí, dejando a Raoul y Alfred solos. El paramédico sigue comprobando sus signos vitales mientras el bombero hace esfuerzos imposibles por levantar el techo de hormigón de su pierna.

—Voy a perder la pierna, ¿verdad? —Le tiembla el labio al hablar. Ya ha dejado de llorar con histeria, pero sus mejillas se mantienen mojadas.

—Aún no lo sabemos —explica el moreno con paciencia—. Cuando salgas de aquí te pondremos con los mejores médicos y es posible que con mucha rehabilitación.

—Yo no puedo permitirme eso —revela, con un deje que indica que podría volver a llorar—. Joder, estoy en la UCAM con una beca de deporte, empezamos pronto los campeonatos universitarios, no puedo permitirme rehabilitación.

—Es eso o que no haya y directamente no pueda caminar. —Chasquea la lengua.

—O que no salga de aquí. —Agita la cabeza.

—No seas fatalista —interviene Raoul—. Tienes a una estación de bomberos trabajando para salvarte la vida...

No llega a terminar la idea que tenía en la mente, pues todo a su alrededor se mueve como si estuvieran agitando un tarro. Se agarran a lo primero que pillan, pues parece el peor terremoto hasta ahora.

—¡Mierda! —El universitario deportista cierra los ojos, con los dientes apretados—. Duele mucho, joder.

Pero ninguno presta atención a sus quejas. Tienen demasiada ocupada la mente en los trozos de techo que se han caído a su alrededor, sobre todo el que ha caído, bloqueando la puerta por la que han pasado.

—Raoul —lo llama el paramédico.

—Sí, lo sé. —Está pálido—. Estamos aquí atrapados.

—¡Si es que lo sabía! —Bufa el chico, aún tumbado. Para su desgracia, el nuevo terremoto solo ha servido para hacer aún más daño en su pierna—. Voy a morir aquí, yo no me lo merezco...

—No digas eso —le pide Alfred—. Como ha dicho mi compañero, su estación estará trabajando en sacarnos de aquí. No será muy difícil con las herramientas adecuadas.

—Venga, ya ha parado el terremoto. —El rubio se incorpora—. Tienes que ayudarme, tenemos que sacarlo de aquí. Entre los dos...

—Si no podías tú con tu padre, que sois como máquinas de músculos...

—Tú ayuda y calla.

Utilizan músculos que no sabían ni que tenían, con las caras rojas y los dientes apretando, pero apenas consiguen mover el techo unos milímetros.

—¡Eh, he podido mover la pierna!

Alfred se mantiene en posición, pero con algo de alivio.

—Eso es buenísima señal. ¿Crees que puedes moverla fuera de aquí?

—¿Con tan poca separación? Da gracias que me he dado cuenta de que puedo sentirla.

—¿Puedes mover al menos los dedos de los pies?

Tras unos segundos de prueba, el universitario asiente, algo más tranquilo.

—¿Esto significa que puedo sobrevivir a esto?

—Bueno, lo estamos intentando con todas nuestras fuerzas.

—Literalmente, además —masculla Raoul, apoyándose un poco para descargar peso.

—Joder, esperaba algo más sólido que "hacemos lo que podemos".

Los profesionales se miran con duda, pero Alfred niega.

—No podemos prometerte algo que nunca es seguro del todo —explica el paramédico—. Podemos hacer lo que esté en nuestro mano, y si pones de tu parte...

—Entiendo, pero...

Nueva sacudida al edificio por completo. No escuchan nada de fuera, pero varias paredes se caen por su propio peso. Raoul, que está más cerca del universitario, ve su oportunidad de sacarlo de allí cuando ve que el nuevo meneo está levantando el techo sobre su pierna con más facilidad que ellos dos juntos.

Justo cuando escucha el golpe seco de un trozo de techo cayendo sobre el suelo, tira de la víctima lo suficiente para sacarlo y se coloca sobre él para protegerlo. Ambos jadean, nerviosos y agotados por el esfuerzo. Por un momento, el universitario solo se centra en intentar sentir su pierna, mientras el bombero trata de recuperar la respiración.

—Alfred, lo hemos conseguido, está fuera. —Le sale una risita histérica—. ¿Alfred...?

No llega a preguntar de nuevo. A un lado, donde ha escuchado el golpe antes, el techo ha sepultado casi por completo un cuerpo. Solo sabe que hay alguien ahí por un brazo inerte que se escapa del trozo de roca.

—Hostia puta —musita el universitario—. Si al final he tenido suerte de la parte que me ha dado.

Pero Raoul no es capaz de contestar. Su boca se abre y cierra sin ton ni son. Trata de tomarle el pulso, pero es imposible. No sabe si sería mejor gritar o intentar ayudar a salvar lo insalvable. Al final, gana una mezcla entre ambas.

—¿Alfred! ¡Alfred, quédate conmigo, joder! ¡Te voy a sacar de aquí!

Coge todas las fuerzas que le quedan y las emplea para intentar levantar el dichoso techo. Va a acabar odiando el hormigón, o eso piensa mientras sus ojos se llenan de lágrimas y la ansiedad lo invade.

—¿Raoul? —Se gira con la tez blanquecina hacia su padre. Ha conseguido abrir la zona en la que estaban atrapados y viene acompañado de Miriam, Nerea y Mamen—. ¿Alfred? Venimos con ayuda.

—He conseguido sacarlo, pero Alfred... —Se le cristalizan los ojos y una lágrima sale, rebelde.

Todas las miradas van hacia el brazo que sale de la roca. Las manos de Nerea se van a su boca, mientras empieza a negar con la cabeza.

Mamen sale disparada hacia él y agarra su brazo. Con los ojos cerrados, intenta contar pulsaciones, como el bombero minutos antes. Nadie se mueve durante un minuto que se hace eterno. Hasta la víctima del dichoso terremoto está rezando porque uno de sus salvadores no esté muerto.

Pero la capitana niega con la cabeza, empezando a sentir la misma tristeza agobiante que ya lleva Raoul clavada en el pecho. Ya no tienen que salvarlo como prioridad, así que se encargan de la víctima inicial de todo esto. Una vez en la ambulancia, sin querer quedarse a que los bomberos saquen su cadáver, Mamen llora en silencio, sintiéndose inútil.

—¿Cómo ha podido pasar? —susurra Nerea. Parece ida.

—Pues como pasan todas las cosas a la gente buena: por casualidad y por joder. Podría haber sido cualquiera, Raoul incluso.

—Al menos murió en el acto —interviene el universitario—. Lo mío duele más.

Por un segundo, la capitana de los paramédicos se plantea callarlo con una buena dosis de morfina. Luego se da cuenta de lo que acaba de pensar, se pone pálida y se recuerda que está trabajando, que no puede dejar que el duelo la afecte de esa manera. Tiene que ser objetiva hasta que ese chico esté a salvo.

Pero no solo es el duelo. Es que lo último que compartieron antes de los terremotos fue una bronca por su parte, por algo que ella hace a menudo con su familia, aunque nunca con las víctimas de una emergencias. Así que lo último que habrá pensado Alfred de ella es que ha sido demasiado dura.

Nerea parece darse cuenta de sus pensamientos, porque niega con la cabeza.

—No te martirices ahora con eso. Ahora una pequeña bronca no es nada comparado con lo ocurrido.

Tiene razón, y se siente fatal por poner su propio dolor por encima del de su compañera. Está claro que la joven parece afectada, pero lo mantiene para dentro.

Está claro que no es sano la actitud de ninguna de las dos, necesitan soltarlo, pero tendrán que esperar al final del turno para tener un momento de luto.

Hasta los terremotos se detienen en señal de respeto, esta vez de forma indefinida. Esto da margen a todo el mundo para ir al hospital si lo necesita. En unas pocas horas más, toda persona atrapada ya se encuentra en contacto con sus seres queridos, los turnos acaban y todo el mundo se permite respirar un poco.

Manolo los manda a todos a casa, sobre todo después de ver la cara destrozada de su hijo.

Él aprovecha para recoger a Roma de la estación, se asegura de que está perfectamente y se marcha a pasear.

Mamen corre por las escaleras de su piso, que apenas ha sufrido algunas grietas que necesitarán reparación. No consigue respirar bien hasta que no tiene ante sus ojos a sus pequeñas. Las abraza con fuerza, alzándolas en el aire con todo el amor que puede reunir.

—Tu promesa se cumplió —susurra Isabel—. Estás aquí y estás bien.

—Sí. —Se esfuerza por dedicarles una sonrisa al dejarlas en el suelo—. Yo estoy aquí, mi vida, aquí siempre.

Ed sale de la cocina al oír su voz y coge mucho aire antes de hundirla entre sus brazos.

—Lo he oído en la radio. ¿Cómo estás?

—Estoy —aspira su olor indeterminado, que siempre le hace sentir en casa— y eso es lo importante.

En la estación, que Manolo pensaba que ya estaba vacía de su equipo, Nerea se mantiene sentada en una de las plataformas. Lleva media hora mirándose la punta de las botas con una apatía poco propia de ella.

No escucha el sonido de los pasos hasta que descubre unas botas junto a su cintura. Levanta la cabeza y sus ojos cristalizados se cruzan con unos verdosos y llenos de duda.

—Hey —saluda Aitana—. ¿Puedo sentarme?

—No soy muy buena compañía ahora mismo. —Pero hace un gesto que indica que le da permiso.

La bombera se acomoda a su lado y deja que pase el tiempo en completo silencio. No sabe qué podría decir que lo arreglara, es la primera vez que está tan cerca de la muerte, aunque a Alfred en persona no lo conociera demasiado.

Así que se quedan ahí, con las piernas colgando de la plataforma y las mentes llenas de pensamientos tan ruidosos que temen que la otra escuche los gritos internos.

En determinado momento, Nerea no puede más. Se sorbe la nariz y comienza a sollozar con fuerza. La morena la observa con cuidado, como si decir algo fuera a empeorar lo que le está pasando. Acaricia su hombro y se queda allí hasta que la paramédica pide un abrazo muy necesitado por ambas.

En otro lado de la ciudad, Raoul no tiene ni que llamar al timbre para que Agoney aparezca frente a sus ojos.

—Cariño... —susurra, apartando la lágrima solitaria que crea un río por sus mejillas.

Se permite desahogarse entre sus brazos. El policía lo lleva con cuidado hasta las escaleras de su casa y se sientan ahí, con el pequeño encogido para recibir el abrazo, siempre entre sus piernas.

Se quedan ahí hasta que Raoul tiene la suficiente estabilidad para separarse y dejar que bese su frente. Siempre se siente mucho mejor después de ese gesto tan simple.

—Es mi culpa —consigue pronunciar—. Tendría que haber podido hacer algo.

—Ni se te ocurra —pide con las cejas muy pegadas—. No ha sido culpa de nadie, es un fenómeno natural y le ha pillado a él.

—¿Y por qué no he sido yo? —Se le corta la voz, erizando la piel contraria.

—No digas eso ni en broma. —Señala su pecho—. Te quiero vivito y coleando, ¿me oyes?

—Ya. —Traga saliva—. Estoy rodeado de muerte, siempre me afecta de alguna manera, estoy maldito o algo, porque si no, no me lo explico.

—Cariño, mírame. —Consigue que sus ojos conecten—. No es tu culpa, tienes un trabajo que, por desgracia, se basa a veces en ver la muerte muy de cerca. Pero también ayudas a tantísimas personas..., que por eso lo haces. ¿Recuerdas?

Asiente muy despacio, sin quitarle la mirada de encima. Siente que, si no lo tiene así de cerca y no lo sigue escuchando, se volverá loco. La pena de haberlo descubierto primero y haber estado ahí no le deja respirar, así que se queda apoyado en su pecho hasta que el cansancio lo vence.

La ciudad se queda silenciosa, de luto por unas muertes que nadie puede recuperar, y con demasiados cimientos por levantar de nuevo.

Un nuevo comienzo para todos, por mucho que empiece doliendo.


Qué os ha parecido? Contadme qué tal, los cambios y el conjunto de todo :)

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