En el improbable caso de una...

By ellaasamigas

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Tras una situación límite, Manolo, un sofisticado bombero de Madrid, decide llevarse a su hijo a Murcia, dond... More

II
III
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VIII
IX
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XVI
XVII
XVIII
XIX
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XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
Lou
Cómo organizar una boda y no matar a tu padre en el intento
Almas gemelas
Epílogo
Agradecimientos y alguna novedad

I

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By ellaasamigas

Fanfic ragoney basado en el universo de 911: lone star.

Eso significa que habrá escenas que sean exactamente iguales a la serie, otras que se parezcan pero les haya dado mi toque, otras eliminadas y muchas escenas nuevas. El personaje de Michelle no aparece, la jefa paramédica será directamente Tommy: Mamen. Tampoco aparece Iris :')

El fic fue escrito por completo antes de que saliera la cuarta temporada, cualquier cosa que haya pasado sería coincidencia, salvo que decida meterlo en el último momento.

Trigger warnings: se describen situaciones de emergencias, en muchas de ellas con heridas, sangre, muerte...; también es posible la muerte de personajes principales o secundarios. Sobredosis, adicción a drogas, temas de depresión y estrés post-traumático


—112, ¿en qué puedo ayudarle?

—¡Hay fuego, fuego por todas partes!

Kibo se ajusta uno de los cascos, sentándose correctamente y apoyando la cabeza por completo sobre una de sus manos tatuadas. En apenas unos segundos tiene abierto el documento para apuntar la información que necesita, pero ya está contactando con el centro de bomberos.

—Necesito que se calme, por favor, señor. —Adopta su tono más profesional, dando vueltas a un bolígrafo—. Dígame, ¿tiene una dirección?

—¡Sí, en mi granero! —espeta, bastante mosqueado—. ¡Me fui cinco minutos, Leonardo, cinco minutos y está ardiendo mi granja entera!

Coge toda la paciencia que ha acumulado en unos cuantos años de servicio mientras se rasca su pelo rapado. A estas alturas, es todo un experto en la psicología que supone trabajar escuchando las emergencias de todo el mundo.

—Señor, una dirección. Necesito un lugar al que mandar a los bomberos.

—Sí, Carril de las Flores, a las afueras de la ciudad, no tendrá pérdida, se lo aseguro. —Kibo teclea con rapidez.

—¿Puede decirme su nombre?

—Martín Ballesta, pero si necesitan un culpable de semejante negligencia les mando a mi hijo Leo. —Escucha un golpe y una queja ahogada—. Pedazo de inútil.

Kibo ni siquiera se molesta en discutirle nada. Los bomberos están en camino.

Dicho y hecho, las sirenas se escuchan por toda la ciudad. Hasta dos estaciones de bomberos acaban desplazándose hacia ese carril en plena huerta de Murcia, aunque el segundo camión se marcha tras comprobar que está todo bajo control.

—Merino —habla el capitán, secándose el sudor de la frente—, necesitamos más agua, ve a la boca de incendios.

El bombero se gira y no tarda en verla, al otro lado del carril. Está demasiado lejos como para que las mangueras alcancen.

—Señor, no sé si...

—Es una orden, empiece a estirar. Parecía que sí, pero no remite y no podemos dejar que el incendio se expanda más allá del granero.

Bufa, pero asiente. No se permite cuestionar dos veces seguidas las órdenes de su capitán, va por encima de todo.

Con la manguera al hombro, comienza a correr los metros que lo separan de la boca de incendios. El alivio lo invade cuando no estira de forma poco natural al acercarse, así que desenrosca la tapa y coloca la manguera.

Hace un gesto de manos que sus compañeros interpretan positivamente. En unos segundos, un gran chorro de agua sale disparado contra la ventana por la que continúa saliendo fuego. Se escuchan vítores, celebraciones, juegan un poco con la manguera, sin dejar de apuntar en ningún momento al foco del incendio.

Ricky sonríe, con la presión de su estómago ya desaparecida. Otra buena acción, una zona de la huerta casi salvada y nadie sufrirá las consecuencias. Tras confirmar al operador que todo va bien, se une a las celebraciones, desde su posición de vigía.

En una cómoda sala llena de operadores, Kibo termina su conversación con una joven cuya abuela casi muere atragantada. Aaron, uno de sus mejores amigos y compañeros de trabajo, corre hacia él.

—¿Has hablado antes con un señor que tenía un incendio en su granero? —Se toma un segundo para jadear, el que necesita Kibo para asentir—. Está en la línea tres. Cógelo ya.

Poniendo los ojos en blanco, pulsa el botón esperando escuchar más quejas hacia el hijo negligente. Nada más lejos de la realidad.

—¿Sí? Soy el operador que le atendió hace media hora.

—¡Ah, sí! Es que se nos olvidó avisar de algo. Tengo la sensación de que es importante.

—¿De qué se trata? —Se irgue en su sitio, con un nuevo formulario preparado.

—¿Sabe el granero de antes? —Apenas hace un sonidito para asentir—. Ahí es donde guardamos toda la comida para los animales, pero también, bueno... —hace una pausa, con un chasquido— los fertilizantes.

La sonrisa de suficiencia de Kibo desaparece, convirtiéndose en una fina línea. Contiene el aliento mientras se lame los labios y tamborilea con los dedos.

—Eso va a explotar en cualquier momento —susurra, más para sí que para el hombre al otro lado de la línea.

—¡Claro, eso es lo que le decía yo al imbécil de mi hijo, que...!

No escucha nada más. Corta la línea al instante, presionando varios botones hasta conseguir acceso a la red de emergencias.

—Aquí sala de operaciones, 122, ¿me escuchan?

—Aquí 122, ¿qué pasa? —Suspira con cierto alivio al escuchar a Merino.

—Acabamos de recibir una llamada del dueño del granero. Dice que ahí almacenan fertilizante.

—Nitrato de amonio —masculla Ricky, aún junto a la boca de incendios.

—Avisa a tus hombres, tenéis que salir de ahí cuanto antes.

Sin siquiera apagar el transmisor, el castaño comienza a correr, alzando los brazos y gritando:

—¡122, RETIRENSE, RETIRENSE! ¡122! ¡RETIRENSE!

Es lo último que dice, lo último que escucha Kibo antes de que una explosión surja desde el interior de un edificio que ya parecía a punto de quedar apagado. Es una onda expansiva que hace que Ricky, que estaba corriendo hacia su equipo, quede suspendido en el aire, para finalmente ser propulsado hacia atrás con tanta fuerza que queda inconsciente.

Las explosiones se suceden, unas desencadenando las siguientes. Kibo, que lo escucha todo a través del bombero con el que hablaba, se levanta en plena sala de operativos, llevándose una mano a la boca, conteniendo el aliento por segunda vez en unos escasos dos minutos.

—Equipo 122, ¿me reciben?

Silencio absoluto. Varios compañeros de trabajo lo miran horrorizados, mientras las llamadas al 112 siguen sonando a su alrededor. Pero él no escucha nada.

—Equipo 122, por favor, responda. —Comienza a temblarle la voz—. ¡Equipo 122! ¡Joder! —Se le escapa un sollozo que todos los transmisores de servicios de emergencias escuchan a la vez—. Equipo 122... ¿Ricky?

El castaño, con un pitido incesante que le está matando las orejas, entreabre los ojos en ese preciso instante.

Madrid. Ocho meses después...

Manolo le pasa la manguera enrollada a una de sus compañeras. Observa con atención cómo la coloca en el camión de bomberos. A su lado, otro de sus compañeros limpia la parte superior del mismo.

Tras ellos, un joven rubio entra corriendo y jadeando en la estación.

— Has estado a punto de llegar tarde a tu turno. Tú sabrás.

—Perdona, capitán, es que... —le brillan los ojos.

No llega a contarle su excusa, pues una sirena más que reconocible lo interrumpe. Manolo bufa y le hace un gesto para que se suba al camión que él conducirá. Mientras cogen velocidad, el bombero más joven se viste con su ropa reglamentaria.

Uno podría decir que, tras muchos años viviendo en la capital de España, ya se habría acostumbrado a todas las locuras que allí ocurren. Ah, pero siempre logra sorprenderte, como en este caso, el obrero que se ha quedado colgando de la señal de Schweppes.

Manolo suspira, mirando hacia arriba.

—Capitán, ¿qué hacemos?

Se le escapa una tos tonta justo antes de responder.

—Quiero una colchoneta justo debajo inmediatamente. Subiré yo, ¿alguien...?

—Te acompaño. —Se apresura a decir el joven rubio.

—Muy bien, Vázquez, vámonos. —Le guiña un ojo antes de acercarse al edificio. Uno de los conserjes lo espera, deseoso de ayudar en todo lo posible.

Antes de entrar al edificio para subir desde dentro, se gira y contempla la multitud que ya se congrega alrededor. Hay gente echando fotos, algunos incluso siendo turistas, y no deja de sorprenderle cómo la desgracia humana atrae tanto.

Apenas llevan unos segundos en el ascensor cuando se vuelve hacia él.

—He llegado tarde por un buen motivo —anuncia.

—Bien, más te valía —farfulla—. Sospecho que me lo vas a contar, así que dale a la lengua, chaval.

—Voy a pedirle a Álex que se case conmigo. —El capitán apenas alza una ceja—. Acabo de comprar el anillo.

—¿No es un poco pronto? Quiero decir, ni siquiera vivís juntos. A veces hay que ir paso a paso. —Se lleva la mano a la boca para toser.

—Bueno, de toda la vida las parejas se iban a vivir juntas después de la boda, se puede seguir haciendo.

—No me vengas tú con tradiciones cuando eres gay y no precisamente virgen —farfulla.

—¿No es lo que dices siempre tú? ¿Grandes gestos? Venga, vivir juntos es lo de menos, sé que le quiero.

—Yo tengo dos divorcios a mis espaldas, Raoul.

Manolo se rasca la cabeza, con la vista fija en los números del ascensor, mientras el más joven se queja en voz baja. Joder, va muy despacio y se les acaba el tiempo con ese hombre.

» ¿Necesitas mi bendición?

—No estaría mal, pero sabes que lo haré igualmente.

—Ah, digno hijo de tu padre. —Le da un suave codazo, sacándole una sonrisa amplia. El ascensor abre sus puertas y hay alguien para recibirlos—. Mejor nos damos prisa.

—Entonces...

—Haz lo que te haga feliz, hijo. Te apoyaré en lo que haga falta.

Los ojos del rubio se iluminan como dos astros. Mordiéndose el labio para relajar la emoción, asiente y carraspea. Tiene los enganches listos para hacer la bajada y ayudar al obrero a salir de ahí. Cuando Manolo lo ve desde el balcón que han habilitado para la bajada, suelta una carcajada.

—Oh, cómo amo Madrid.

Murcia, ese mismo día

Escucha las sirenas de policía antes incluso de que aparezca la patrulla por la calle. Es irónico, en realidad. Al fin y al cabo, está a apenas unos metros de la comisaría.

Sentado en el suelo de la estación, lo mira todo con los ojos cristalizados. Tiene que tragar saliva varias veces para mantenerse ocupado y no echarse a llorar. A sus espaldas, las cadenas que no le ha costado mucho romper para entrar.

Escucha los pasos del policía, pero no se gira. Abrazado a sus piernas y con la barbilla apoyada en sus rodillas, se recrea en lo que una vez fue hogar.

—Hola, Ricky —susurra.

—Hola, Ago —suena derrotado al echar la cabeza hacia atrás—. ¿Qué te trae por aquí?

Lo mira con atención cuando, de uno de los compartimentos de su cinturón, el policía saca las esposas y se las muestra. Pero lo peor no es esto, sino su mirada, que trata de evitar la pena, pero ahí está, molestándolo.

—Estás invadiendo propiedad privada, así que tendrás que venirte conmigo. Anda, ponte de pie.

—¿Propiedad privada? —gruñe, pasándose las manos por la cara. Acaba apoyando un dedo en el suelo, enfatizando lo que quiere decir—. Este es mi puto hogar. ¡Mi hogar! ¿Qué propiedad privada ni qué hostias? Tengo todo el derecho a estar aquí.

Agoney coge mucho aire, juguetea con las esposas en ambas manos, hasta decidir guardarlas. Resolverá mejor la situación sin ellas.

—Lo sé —le da la razón con el cuidado de quien ha tenido esta conversación demasiadas veces—. Pero actualmente la estación está cerrada, dado que... —se lame los labios, sin saber qué palabras podrían desencadenar un ataque— no hay bomberos. Así que lo mejor es que te vayas a casa a descansar.

—Me gusta estar aquí. —Se cruza de brazos.

—No puedes forzar las cadenas cada vez que te dé la gana de pasar aquí un rato. Cuando estés recuperado y reabran la estación, podrás pasarte aquí las 24 horas si así lo deseas.

Ricky agita la cabeza, apretando la mandíbula. Solo de pensar en que vuelva a abrir se pone de mala hostia.

—Ya hablé con los del ayuntamiento y los del Centro General de Bomberos, que por algún motivo adoran darme todos los detalles de esta mierda. En cuanto reabra, se lo va a quedar algún pijo de la capital, a transformarlo todo... Paso de que venga alguien de Madrid a romper lo que teníamos aquí.

—Lo que teníais era muy especial, pero... ya no puede ser —susurra, colocándose de cuclillas.

Ricky suspira y gira la cabeza hacia la única pared que no está vacía. La semana del funeral las familias de todos los bomberos fallecidos hicieron un altar allí, y varios policías ayudaron a colgar los retratos de todos ellos.

Ver la pared a oscuras, con todos esos rostros, ahora carentes de vida, les pone los pelos de punta. Incluso a Agoney, que nunca tuvo demasiada relación con ellos, le cuesta tragar saliva por el nudo que tiene en la garganta. Se incorpora para besar el pelo de su mejor amigo, notando cómo se relaja a su toque. Se separa y le da una palmadita en el hombro.

—Venga, tienes que venir conmigo. Preferiría no tener que usar la fuerza o las esposas contigo.

—No hace falta que me esposes, sé el camino a comisaría. Literalmente está al otro lado de esas paredes. Podríamos ir a través de la cafetería donde comíamos juntos, sería divertido.

—No voy a llevarte allí. Nos vamos a casa. Marc está preocupado.

—Kibo sobrevivirá. —Resopla, corrigiendo para llamarlo como él mismo prefiere—. Es su día de descanso, dejémoslo descansar.

—Llamó él porque no te encontraba —revela—. Por eso vine yo desde mi anterior emergencia.

—Eso explica las sirenas. —Chasquea la lengua—. Pff, Ago, ¿seguro que no puedo quedarme aquí?

—¿Quieres esperar a que aparezca la señora que te denunció las otras tres veces? Porque con otro policía esto no sería lo mismo. —Ladea la cabeza.

Aunque todos en la comisaría del otro lado de la cafetería sepan lo que está pasando y lo conozcan perfectamente, solo con Agoney tiene la confianza para llevarlo a su casa y quedarse a comer.

Ricky pone los ojos en blanco y se levanta despacio, juntando sus muñecas.

—Deténgame, señor agente, total...

—Venga, sin esposas, que a mí no te me escapas. —Le da unos golpecitos en la espalda.

—Oye, dime que no llevas el coche de policía de los malos.

Agoney frunce el ceño.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Ya sabes, el que no tiene asientos traseros cómodos, que eso es tortura.

—Lo siento, vuelvo de un aviso, sí que llevo "el de los malos". Haberlo pensado antes de serlo tú. —Le guiña un ojo.

Ricky le dedica una mirada llena de significado antes de menear la cabeza y seguir sus pasos fuera de la estación.

—¿Me podrías recordar por qué somos amigos? —pregunta cuando le hace sentarse en la parte de atrás que, tal y como esperaba, es lo más incómodo que jamás ha vivido.

—Me hago esa misma pregunta cada vez que me llaman para detenerte por invadir propiedad privada. —Suspira con pesadez—. Muy bien, a hacer de Uber, a casa, Ricky.

—No pienso dejarte propina, que lo sepas. —Se retuerce. Los asientos son incómodos, normalmente hechos para los criminales.

El resto del trayecto transcurre en completo silencio. Ricky mira por la ventana, centrándose en cada edificio, cada parque en el que ha trabajado. Este hiatus lo está matando.

Cuando el coche patrulla aparca frente a su edificio, Marc Kibo ya lo espera en la puerta de entrada, de brazos cruzados, pero gesto tranquilo. Es uno de los motivos por los que es tan conocido en Murcia. Ser tan bueno y pacífico te crea una buena reputación en un mundo hostil, a pesar de que, a priori, podría parecer el más chungo del barrio en el que vive, con la cabeza rapada, los pendientes y todos esos tatuajes.

Es uno de los motivos por los que se enamoró de él, la bondad más allá de la apariencia.

—Menos mal que estás bien. —Se acerca y lo envuelve en un abrazo de los que sanan.

—Claro que estoy bien. Solo quería ver mi estación, no colgarme de la barra.

Kibo traga saliva y lo aleja, con las manos en sus hombros.

—No lo digas ni en broma. Estaba preocupado.

—Ya no tienes que estarlo. Estoy bien. Estoy aquí. —Sus ojos oscuros se cruzan con los azules. Tras un asentimiento, vuelve a abrazarlo.

Agoney cambia de postura. Debería marcharse, una vez está claro que está bien y en casa, pero la radio está en silencio, así que no hay prisa.

—Ago, gracias por esto. Y siento que tengas que estar pendiente.

—No te preocupes, me voy acostumbrando a lo de ser niñero. —Le quita importancia con una sonrisa.

—Hablando de eso... ¿has sabido algo de Mamen?

El policía se encoge de hombros. Seguir el rastro de todo el mundo se está haciendo complicado tras la tragedia. Hay gente como Ricky a la que ve venir a kilómetros. Luego está Nerea, que no tenía demasiado cariño a ninguno de los bomberos, así que ha seguido trabajando en el hospital sin tomarse mucho tiempo de baja.

Y luego está Mamen Márquez. Si el capitán Meroño era el padre del equipo 122, Mamen era la madre y el corazón del grupo. La jefa de los paramédicos ha visto cómo toda su prole quedaba calcinada por las llamas de una explosión que vieron venir demasiado tarde. Peor aún, fue llamada junto a Nerea y Alfred como parte de las ambulancias que atendieron a Ricky, el único superviviente.

Por supuesto que es imposible localizarla, aunque sepan que siempre está en casa.

Unas cuantas calles hacia el centro, una mujer de pelo castaño arrastra un carrito del mercado. Tararea la canción que suena en sus auriculares mientras entra en Gran Vía por la calle del Starbucks. Cruza la calle y la recorre, paralela al Corte Inglés.

Gira hacia la izquierda en el banco, callejea un par de calles y, finalmente, llega a su portal.

—¡Buenas! —saluda al abrir la puerta de su piso—. ¿Sigues aquí?

—Estaba a punto de marcharme —comenta Ed, apareciendo por la puerta de la cocina—. Recuerda que este mes las niñas salen a la una.

—Lo sé. —Besa sus labios antes de verlo agarrar una chaqueta—. He vuelto a dar un rodeo al salir del mercado.

—Me lo imaginaba. ¿Tienes mono de salir ahí fuera?

—Bueno... —esboza un mohín—, echo de menos las sirenas, salir volando a por una emergencia... Echo de menos a mis niños. —Se le humedece la mirada.

Ed suspira y aparta la chaqueta antes de estrecharla entre sus brazos.

—Volverás antes de lo que piensas. Tú solo dime cuándo y yo dejo el trabajo este de mierda, que tú nos mantienes mejor.

Mamen pone los ojos en blanco, pero su marido sabe que lo tiene. Ahí está la sonrisa que tanto le gusta.

» Realmente podrías haberte ido a otro equipo, Emergencias es muy grande.

—Sabes perfectamente que el 122 es mi equipo y aquí seguiré, aunque sustituyan a todo el mundo. —Se le corta la voz. Adiós a la sonrisa—. En fin, tienes que marcharte al restaurante, ¿no?

Ed asiente despacio, deja un beso en su mejilla y se marcha, dejando atrás a una mujer perdida en sus recuerdos.

Madrid. Unos días después...

—Perdón, ¿puede... repetir eso?

Todo se vuelve borroso y solo puede volver atrás. A cuando las toses que no le dejan en paz desde hace meses se vuelven insoportables. De cuando su propio hijo le pidió que fuera a ver a alguien.

De cuando le han enseñado las imágenes de sus pulmones.

El médico suspira y se acomoda mejor en su sitio.

—Usted estuvo como ayuda durante los atentados del 11M, ¿no es así?

Pone una mueca antes de asentir. No se olvida con tanta facilidad el momento más horrible de su vida, eso está claro.

—Bueno, eso lo pone todo en perspectiva. Supongo que sabe que mucha gente que sobrevivió después ha enfermado y ha fallecido años después. —Contiene la respiración—. Pero hemos tenido suerte, hemos pillado el tumor en la fase más temprana.

—¿Eso qué significa? ¿Me curaré?

—Es pronto para hacer previsiones positivas, pero hay muchas opciones de que todo salga bien. Tenemos que empezar cuanto antes la quimioterapia, eso sí, con los mejores especialistas.

—Claro, sí. —Manolo carraspea—. Cuanto antes mejor, por favor, pero... mi trabajo...

—En principio no debería suponer ningún problema. —Le quita importancia con la mano—. Es probable que sufra mareos de vez en cuando, y quizá vómitos, pero estoy seguro de que se puede compaginar ser bombero con esto.

—Muy bien, perfecto. ¿Algo más? Mañana tengo turno y quiero descansar.

—Sí, bueno, mantenga a sus seres queridos cerca, haga el favor. —Ladea la cabeza—. Mucha gente intenta dejar de lado a quien cree que podría dañar, pero en esta etapa de su vida necesitará mucho apoyo, así que no se cierre.

Conforme Manolo sale de la clínica, sabe que incumplirá su última recomendación. Porque no sabe cómo va a decirle a Raoul, que recién estará comprometiéndose, que tiene cáncer.

Es más, ¿llegará a la boda?

Un restaurante a las afueras de Madrid.

Raoul se ha limpiado el sudor al menos diez veces en los pantalones, pero sus palmas siguen segregando como si estuvieran en pleno verano. Pero es normal estar nervioso, no todo el mundo está a punto de comprometerse con el amor de su vida.

Su mirada se ilumina al verlo aparecer por la puerta. Está perfectamente vestido con un traje de chaqueta elegante y que le sienta como un guante. Tiene las pequeñas rastas peinadas hacia atrás y su piel oscura brilla con luz propia.

Se levanta cuando Alex lo encuentra con la mirada. Se acerca hasta él para dejar un suave beso sobre sus labios.

—Hola, cariño.

—¿Has estado esperando mucho rato?

—Qué va. Apenas diez minutos. —Bromea—. He querido venir con tiempo, tú vas bien.

—Genial. —Apoya la mano en su cadera, y el contacto es tan cálido como familiar—. ¿Nos sentamos?

Asiente con un gesto dulce y se sienta en el lugar que había ocupado hasta ahora. El estuche con el anillo quema en su chaqueta, pero sabe que tiene que esperar. Que esa sonrisa que ahora lleva su novio se ampliará muchísimo más cuando se declare a la hora del postre.

Al día siguiente, Manolo llega tarde a su turno. Sus compañeros y subordinados lo saludan conforme camina hacia su camión. Va a ser un día entretenido.

—Al fin lo vemos aparecer, capitán Vázquez. —No llega a dar otro paso—. Ya pensábamos que tendríamos que pedir cita para verle.

Una mujer de pelo recogido a la que reconoce a la perfección lo saluda. Va acompañada de un hombre mayor, de pelo grisáceo y piel arrugada.

—Buenos días, comandante Bravo. —Hace un gesto con la cabeza—. ¿A qué debo el placer?

—Le presento al comandante Fernández, jefe de bomberos de Murcia.

—Encantado. ¿Ocurre algo?

—¿Podríamos hablar en privado, por favor?

Tras unos segundos de estupefacción, asiente y les señala la puerta de su despacho. En él se siente como en casa, estará seguro vaya por donde vaya la conversación.

—Supongo que estará al tanto del brutal accidente que sacudió una estación de bomberos en Murcia hace meses.

—Sí, por supuesto. Fue una tragedia.

—Toda una estación volatilizada, a falta de un bombero que sigue de baja.

—Afortunado. —Aunque no sabe si puede decir lo mismo de sí mismo.

—No me andaré por las ramas: sabemos que su estación de bomberos aquí en Madrid sufrió un destino muy parecido durante el 11M.

Manolo cierra los ojos y se regodea en el dolor antes de asentir.

» También sabemos de buena mano que usted reconstruyó la estación de bomberos desde cero, con una nueva plantilla. No conocemos a nadie en España capaz de hacer semejante hazaña.

—Estoy seguro de que encontrarían a alguien, no es tan complicado. —Sonríe con falsedad, pues ya se huele por dónde va el asunto.

—No lo negaremos, pero... nos gustaría que lo intentara usted. Tendría la oportunidad de ser capitán allí, crear una plantilla a su gusto.

—Con todo el respeto, señor, pero en Murcia debe haber gente más que capacitada para ocupar ese puesto. Yo vivo aquí, mi hijo vive aquí, tenemos a nuestra gente aquí... Tiene que haber algo más para que hayan decidido venir hasta aquí.

—Bueno, en estos últimos tiempos nos hemos dado cuenta... —el comandante de Murcia mira a la de Madrid— de lo poco diversos que podemos llegar a ser aquí. Nunca nos hemos caracterizado por ser muy abiertos, aunque por supuesto la primera persona es para generalizar. Nos gustaría que trajera un perfil de plantilla más... diverso que hombres blancos en sus cuarenta años.

—¿Y le están pidiendo esto al rey de la diversidad? —Alza las cejas. Él mismo es un hombre blanco, empezando los cincuenta.

—Estamos seguros de que, con lo abierto que es, conseguiría algo muy grande. No se olvide que el principal motivo es que usted ya ha reconstruido una estación. —Le guiña un ojo—. Piénseselo, no pierde nada por ello.

—Podría pensármelo, pero en principio la respuesta sería negativa. —Se levanta y les estrecha la mano—. Muchas gracias por pasarse.

El comandante le devuelve el asentimiento de cabeza cuando se marcha y lo deja solo.

Tarda un par de minutos en ajustar las cosas de su despacho, más por el nerviosismo que por tener que ordenar algo en realidad. Al menos sabe que se reirá cuando se lo cuente a su hijo.

Baja, se toma un café, comprueba que todo está bien en el gimnasio (y que Raoul no está allí) y se pasea por la estación en silencio.

Una vez la ha recorrido por completo, tiene el ceño tan fruncido como si le acabaran de dar la segunda mala noticia de la semana.

—¿Has visto a mi hijo?

—No, capitán. No ha llegado ni con usted.

—Conmigo no iba a venir, hace siglos que no vivimos juntos. —Bufa—. Gracias. Si lo ves dile que venga a verme.

El bombero asiente y le hace un gesto de "a sus órdenes" que lo pone de los nervios. No es el momento, eso lo puede asegurar.

Están teniendo un turno tan tranquilo que, a falta de una hora y sin rastro de Raoul, decide avisar de dónde estará y se va a uno de los barrios más complicados de la ciudad, pero el único en el que su hijo podía permitirse un piso para él solo.

Se planta frente a su piso, del que sale música rock muy fuerte. No sabía que le gustara ese tipo de música. Da varios golpes a la puerta, tras comprobar que el timbre casi no se escucha con la música.

—¡Raoul! —chilla, y da otro golpe—. ¡Raoul, contesta!

Tras soltar un bufido, hace una llamada.

No tarda en tener a su equipo con él, con el palo que usarán para abrir la puerta. Son dos golpes los que necesita para que esta se abra, medio rota. Pero en ese momento no le importa. Solo quiere saber qué está pasando.

Es el primero en pasar, con el corazón acelerado. Este se desliza por su garganta al descubrir al rubio en el suelo del salón, con un pastillero abierto al lado y con varias pastillas desperdigadas por allí.

—¡Me cago en la puta! —Se arrodilla a su lado y acerca la nariz a su boca. Apenas un aliento—. Que suban los paramédicos. Empezaré yo.

No espera respuesta, mucho menos queja alguna. Mientras algún bombero avisa a quienes esperan abajo, Manolo comienza las compresiones. No tiene mucha experiencia, pero sí las nociones básicas para salvar una vida.

En este caso, la vida más importante del mundo para él.

Unos paramédicos lo echan a un lado al llegar, continuando por dónde él lo ha dejado. Sacan también el desfibrilador y una inyección de adrenalina.

Varias compresiones, primera descarga. Su corazón late levemente, pero no reacciona. Más compresiones.

Raoul despierta, lanzando una gran bocanada de aire. Manolo vuelve a arrodillarse a su lado, con las manos temblando.

—¡Papá! —Le tiembla el labio cuando consigue abrazarlo—. Papá...

Y solloza en el suelo de su piso, con el temblor de su pecho haciéndose diminuto conforme su padre lo estrecha entre sus brazos, como cuando era pequeño.


Qué os ha parecido? No olvidéis dejar vuestro voto y vuestra opinión, que me hace mucha ilusión

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