Llueve el cielo en agosto ( B...

By josetellez0

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"Su corazón palpitaba cada vez más rápido, el aire le faltaba nuevamente, levantó sus manos y vio la sangre q... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9: Gritos en la oscuridad
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22

Capítulo 19

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By josetellez0


Cuando las balas disparadas por los drones penetraron en las llantas y la carrocería azul de la patrulla que tenía adelante, Joeman sintió un cierto alivio mezclado con preocupación, Wolff sentado en el asiento del copiloto, igualmente parecía satisfecho del trabajo. Las llantas ponchadas hicieron que el policía perdiera el control del vehículo. La velocidad disminuyó drásticamente mientras derrapaba de un lado a otro en el pavimento gastado tratando de no volcarse, sin embargo sus esfuerzos fueron vanos cuando la segunda patrulla que los seguía no reaccionó lo suficientemente rápido y terminó colicionando con su colega. En un acto inesperado uno de ellos impulsado por el impacto del choque comenzó a tambalear hasta volcarse contra una camioneta ordinaria que transitaba en la carretera.

Al final los dos policías que se dieron el trabajo de seguir a Joeman quedaron atascados en el tráfico originado por el triple choque de sus otros compañeros los cuales no lograron salir a tiempo de los vehículos para evitar las contusiones y los huesos quebrados.

Sin voltear a ver hacía atrás, Ámber le hizo seña a Joeman que iba a desviarse del camino metiéndose en una propiedad abandonada situada en la entrada de un residencial, a unos tres kilómetros de la antigua casa de Marlon. Joeman no tuvo más opción que seguirla. A pesar que los carros deportivos no habían sido diseñados para transitar en deplorables caminos de tierra, Joeman se arriesgó a seguir el Camry que conducía Ámber. Él cuál después de diez minutos se detuvo en una finca con aspecto abúlico y desierto. Desde lejos parecía la propiedad un viejo amargado como Ebenezer Scrooge con las paredes de madera desgastadas y morroñosas, la hierba seca y la ausencia de luz que le daba un aspecto algo sombrío a la finca.

Ámber bajó del auto con una pistola bajo la mano, lo que hizo dudar a Joeman de sus decisiones de seguirla. El husky siberiano se mentenía alerta ante cualquier señal de amenaza, observando de un lado a otro como todo un centinela.

– ¿Qué se supone que es esta mierda? – pregunta él bajándose del auto igualmente acompañado de su perro.

– Te la presento. Es una finca abandonada. Era de mi padrasto.

– ¿Tu padrasto era el viejo Scrooge o qué?

– No pero sin duda alguna era mejor que el viejo Leid.

Ambos intercambian una mirada, y Joeman asiente con la cabeza.

– ¿Y por qué estamos aquí? – inquiera el joven escondiendo una Glock bajo su chaqueta negra, no pensaba utilizarla a menos que se viera obligado a hacerlo. Wolff le seguía el paso deteniéndose de vez en cuando para observar el lugar. De vez en cuando agitaba la cola, erguía la cabeza y levantaba las orejas en señal de alerta.

– Para despistar a la policía y cambiar unas cosas – dice Ámber inspeccionando el lugar

– ¿ Cambiar qué? – pregunta Joeman manteniendo un margen de distancia con Ámber.

– Tranquilo que no le pienso disparar al hijo del único amigo que tuve, tampoco a su perro. Es solo que cuando dejás una propiedad abandonada...es mejor entrar cómo un desconocido que cómo el dueño. Vamos a cambiar de vehículo y ya.

– Yo no pienso dejar el carro en esta porquería de finca.

– Creo que no tenemos opción. Cuando el viejo Leid da una orden de arresto... pues la policía remueve cielo y tierra por encontrar al dicho criminal. Y seguir con el mismo vehículo y la misma placa es algo estúpido...

– Sí ya sé. ¿Pero dónde los escondemos y en qué nos vamos? – inquiere Joeman regresando al Nissan deportivo.

El husky siberiano se queda tranquilo al lado de Ámber.

– Lo mejor es esconderlo aquí – dice ella abriendo los portones destartalados del granero. El cúal está completamente desaliñado, y a duras penas se logra ver lo que hay dentro, herramientas de jardinería entre otras cosas.

– El carro no es mio, así que espero que no le caiga el granero encima o estoy endeudado de por vida – le dice Joeman através de la ventana del carro.

Al terminar de esconder los dos vehículos y después que Joeman sacó todas sus cosas del GT-R, Ámber se dirigió a la parte trasera de la finca apuntando con el arma en modo de defensa y acompañado por Wolff y Joeman quien igualmente empuñaba la Glock mientras caminaba cautelosamente.

A pesar que la mañana estaba soleada, los rayos del sol no lograban entrar en dicha parte de la finca debido al vasto follaje de los numerosos arboles que se extendían a lo largo del bosque, por lo qué tuvieron que caminar a tientas para evitar tropezar en alguna hondura o con las raíces desmesuradas de tales arboles.

Súbitamente mientras seguían caminando se escucharon graznidos de cuervos, zopilotes entre otros pájaros, acompañado de un desagradable olor a putrefacto que penetró en las fosas nasales de los tres. Apurando el paso lograron llegar hasta la parte trasera de la vieja casa. El olor nauseabundo aún persistía en el aire, cuando de repente se escuchó un crujido de ramas provenientes del bosque.

– No hagan ruido – susurra Ámber.

Inmediatamente Wolff se puso en modo de ataque mostrando sus colmillos y gruñiendo hacía la oscura salida de la parte posterior del terreno. Joeman y Ámber aún sostenían sus armas en alto listos para jalar el gatillo ante cualquier peligro. Lentamente avanzaron hacía la arboleda y cuando estuvieron lo suficientemente cerca Joeman encendió la linterna de su móvil e iluminó hacía el lugar de donde provenía el bullicio pero aún alumbrado no pudieron identificar que o quien era el responsable de los crujidos y del graznido incesante de los zopilotes.

Con una larga rama en mano Joeman comenzó a remover las hojas caídas y ramas muertas amontonadas sobre la tierra pero no encontró nada. Después de unos minutos haciendo lo mismo con otros montones de hojas y ramas y no encontrar nada, Joeman se dio por vencido. Tiró la rama hacía los arboles y se volteó para regresarse a la terraza trasera de la finca, sin embargo Wolff no paraba de gruñir y husmear la tierra.

Súbitamente Ámber se vio paralizada por el miedo que se estancó en sus nervios al ver unos ojos amarillos salir de entre las ramas. Los estrepitosos ladridos de Wolff hicieron que Joeman se detuviera repentinamente. Y al voltear a ver hacía atrás se encontró con la imagen de su perro enterrando sus colmillos en el cuello de un coyote magro y carente de pelaje, este aullaba sin cesar tirado en la tierra revolcándose bajo el cuerpo imponente del husky siberiano.

– ¡Wolff!, ¡Suficiente! – le grita Joeman al perro. Este poco a poco afloja la mordida obedeciendo a su dueño y retrocede para dejar que él examine al coyote.

– ¡Joeman...tenemos que irnos ya! – A lo largo se empezaron a escuchar más aullidos por lo que Ámber saliendo de su conmoción corrió hacía la terraza donde había una gran carpa que ocultaba unos vehiculos.

El coyote desangrado en la tierra ya había dejado de aullir, y sus ojos ya no se movían. Joeman se volteo hacía Wolff y le dedicó una mirada de agradecimiento, sin perder tiempo se levantó y corrió hacía donde se encontraba Ámber quien terminaba de desmantelar dos viejas camionetas Toyota Hilux.

– Espero que por lo menos encienda – dice Ámber abriendo la puerta de la primera camioneta de color gris.

– Espero que por lo menos tengan gasolina – la imita Joeman subiéndose en la segunda Hilux de color negro seguido de su perro.

Los aullidos se escuchaban cada vez más cerca al igual que el crujido de ramas se intensificaba.

– No sé si es un buen momento pero te regalo la camioneta – le grita Ámber desde su vehículo.

– No creo que dure mucho. ¿A donde vas ahora? – inquiere Joeman.

– Me voy a un aeropuerto privado, mi avión tenía que salir hace una hora.

Dos coyotes aparecen de la nada y se agrupan al rededor del cuerpo inerte del animal.

– Ok. Que te vaya bien – se despide Joeman retrocediendo para salir de la terraza.

De repente el patio trasero de la finca se vio invadido por una multitud de coyotes que salieron de las sombras y se unieron a los que estaban entorno al animal muerto. Sin embargo era demasaido tarde para seguir a las dos personas y al perro culpable de la muerte de su semblante.

Cuando salieron al camino de tierra, Joeman adelantó a Ámber y extendiendo la mano le dedicó un último adiós. En la mirada de ambos se denotaba un atisbo de empatía y a la vez compasión, ya que los dos sabían que escapar sanos y salvos de las garras de un demonio acosador como el presidente seria algo parecido a una misión imposible. Sin mayor alternativa que acabar con lo que ya había empezado, Joeman salió a la carretera y se dirigió hacía el Sur.

Era domingo y tenía un compromiso con el sacerdote Silvio, antiguo amigo de su padre. Silvio era ya un señor algo canoso, de casi sesenta años pero era de los que aparentaban tener décadas de menos. Hector siempre le decía a su hijo que si quería llegar a viejo y con buena salud, debía de seguir el ejemplo del sacerdote, un hombre honesto, responsable y de buen corazón. Pero desde la última vez que Joeman había hablado con el cura, ya habían pasado más de dos años.

Después de la muerte de su padre, Joeman quiso seguir el ejemplo de Silvio, hacer el bien aunque le pagaran con el mal, sonreír a los demás aunque los demás solo le dieran la espalda, abrirle los brazos a la vida aunque la vida le enterrara cuchillos en el alma. Quiso seguir siendo un hombre bueno, pero no pudo.

Mientras miraba hacía la carretera y sujetaba el volante con sus dos manos se dio cuenta que ya no sabía que hacer, ya no sabía adonde ir, sus opciones, sus planos ya no tenían sentido. Su único plan era seguir vivo, y absorto en sus pensamientos no sintió los minutos pasar hasta que los ladridos de Wolff lo despertaron y vio que ya estaba cerca de Altamira, donde encontraría al padre Silvio.

Después de girar en algunas calles y esperar algunos semáforos llegó a la Iglesia San Agustín en Altamira. Ya que era domingo los portones del parqueo estaban abiertos y no tuvo problemas para entrar, pero si para encontrar un espacio para parquear la camioneta. Joeman vio su reloj y entendió por qué habían tantos vehículos. Había llegado quince minutos antes que terminara la misa de las once de la manaña. Por lo que tuvo que esperar en la vieja Hilux a que terminara la misa y se pudieran liberar algunos lugares para estacionar el vehículo.

Sin gran cosa por hacer, Joeman y Wolff se dieron el trabajo de contemplar la parroquia desde la ventana de la Toyota. La Iglesia era de una arquitectura peculiar, con trazos de estilo moderno y colonial, había sido construida a inicios de los años 1970. Tenía una planta de forma octagonal en medio circulo que acogía a los feligreses y al sacerdote. En el interior estaba divida en tres naves, la central y dos laterales. Al entrar por la puerta principal de la parroquia lo primera que se observaba era una imagen del Cristo con los brazos abiertos y en su pecho, una ostia blanca, luego el altar y un deslumbrante y colorido vitral que representaba el Espíritu Santo en forma de paloma bajando del cielo.

Media hora después de lo previsto, Joeman y su perro bajaron de la camioneta la cual habían logrado dejar bajo la sombra de un frondoso árbol de mango. Él llevaba una gorra negra de San Francisco y unos lentes de sol, su chaqueta negra de cuero y unos vaqueros oscuros, pensó que eso era suficiente para ocultar su identidad. Cuando caminaba solo era inevitable voltear a verlo y lo era aún más cuando Wolff lo acompañaba, tanto el husky siberiano como él tenían un aura de misterio, una seguridad y confidencia que intimidaba a los demás, una sensibilidad de piedra por lo qué era imposible pasar desapercibido, lo que a final de cuenta solo eran puntos en su contra.

Al llegar a la puerta principal de la parroquia, Joeman hizo una reverencia, Wolff sin despegarse del hombre miraba hacía todos lados cómo si ese lugar también le pareciera familiar. El padre Silvio aun seguía con la casulla sacerdotal del tiempo ordinario y hablaba con unos feligreses. Súbitamente algo hizo que volteara su mirada hacía la puerta principal y logró reconocerlo incluso antes que se quitara las gafas y la gorra, un sentimiento de profunda felicidad invadió su corazón por lo que no pudo evitar esbozar un sonrisa.

Joeman caminaba lentamente entre los recuerdos que regresaban a su mente al tocar las bancas y observar las pinturas que habían en las paredes. La nostalgia se apoderó de su mente y de repente miraba a un niño sentado al lado de su padre guiñándole la camisa y pidiendo algo de comida o jugando con una botella de agua, el niño corría de un lado de la banca a la otra con un carrito de juguete en su mano, se secaba el sudor de la frente con el dorso de su mano y luego volvía a tomar el carrito de juguete que su madre le había regalado para su primer cumpleaños.

– Joeman Senna – la voz acogedora del padre Silvio lo regresa a su indeseable realidad.

– Padre Silvio – logra contestar Joeman al instante.

– Veo que en tu pasado había felicidad.

– La había – afirma él mirando las luces que colgaban en el techo de la parroquia.

– Me alegra que hayas vuelto Joeman y veo que vienes bien acompañado – dice el padre Silvio refiriéndose al perro. – Ha sido voluntad de nuestro Padre que estés aquí – asegura el sacerdote dándole una palmada en el hombro.

– De Él y de mis necesidades.

– Entonces acompañame. Espero que tu perro no sea agresivo con los desconocidos. Las madres deben de estar preparando el almuerzo. – el cura lo invita a seguirlo hacía las instalaciones que se encontraban del lado este de la parroquia.

Luego de haberle presentado a las religiosas y de haberle dado un pequeño tour por los tres pisos del edificio, Joeman dejó que Wolff explorara el lugar a su gusto y antojo y pidió permiso para ducharse rápidamente. Al retirarse, las religiosas y el padre Silvio prepararon la mesa para el almuerzo. Cuando Joeman terminó y bajó a la primera planta, un fuerte y exquisito aroma a gallo pinto, gallina tapada y café invadió su olfato. la comida ya estaba servida en una mesa larga que se encontraba en el centro del salón principal y al lado de esta Wolff estaba sentado sobre sus patas traseras como todo un perro educado y civilizado esperando su turno para comer.

– ¡Te estábamos esperando hijo! – exclama el padre Silvio dirigiéndose a Joeman. Todos estaban de pie alrededor de la mesa. – Vamos a hacer la bendición de los alimentos.

Enseguida el joven tomó lugar al lado derecho del sacerdote y al ver que las religiosas juntaron sus manos e inclinaron sus rostros, Joeman hizo lo mismo, el sacerdote dijo unas palabras y terminó trazando una cruz con su mano sobre la comida. Luego se dispusieron a comer y conversar durante media hora.

Al acabar, los platos y vasos quedaron más relucientes que la nieve dando la impresión que en ese lugar nadie había comido aún. Algunos minutos después las religiosas se retiraron de la sala con todos los trastes y dejaron al joven y al sacerdote a solas en la terraza. Estos se levantaron y con suma tranquilidad acompañados por Wolff caminaron alrededor del jardín de la parroquia mientras conversaban.

El padre Silvio sabía que Joeman no había llegado por simple casualidad, pensó que después de lo que había ocurrido con toda su familia algo se había roto en él y que había llegado el momento de reparar su fe y su interior.

– Sé que estos últimos años han sido tiempos difíciles para tí. Pero debes saber que aún hay esperanzas, las heridas se curan y cicatrizan – dice el sacerdote.

– No todas padre. Hay heridas que siempre sangran.

– Déjame preguntarte algo hijo. Dime ¿Que producimos cuando nos hieren?

– Ira...rencor, deseos de venganza – contesta Joeman frunciendo las cejas y recordando el dolor y la perdida de su familia.

– Eso es lo que sientes. ¿Y eso en que te beneficia?

– Eso es justicia padre

– Eso nos mata por dentro hijo. No confundas Justicia con Orgullo. Recuerda las enseñanzas de Cristo. Recuerda los diez mandamientos.

– Siempre los recuerdo. Mi padre, mi madre, mi familia siempre los recordaban. Y ahora ellos ya no están – dice Joeman deteniéndose para hacerle seña a Wolff que caminara delante de ellos.

– Que ellos ya no esten a tu lado, no significa que debas alejarte del camino de Dios. No pierdas el camino hijo.

– Alguien tiene que detener al asesino, violador y ladrón que tenemos como presidente. El viejo Leid destruyó lo más importante que había en mi vida, y yo no he sido el único que ha perdido sus seres queridos por culpa de ese viejo mafioso. Yo creo que este es mi camino.

– Hijo. Jesús es el camino. Recuérdalo él dijo "Yo soy el camino, la verdad y la vida." En la vida las cosas no siempre son cómo queremos y tarde o temprano nos llega el momento en que tenemos que agarrarnos de la mano de Dios y dejar que el buen pastor nos guie. No confundas tu orgullo con la voluntad de Dios. Tienes que dejar que él abra tu corazón y lo llene de esperanza, fe, amor y perdón. El padre tiene un futuro preparado para nosotros pero es nuestra elección tomarlo o dejarlo. ¿Y cual es tu elección Joeman?

– Yo no tengo elección padre.

– Todos tenemos varias opciones y una elección. Simplemente nuestros pecados nos ciegan y solo vemos una puerta, una puerta ancha por la que la mayoría entra. Joeman no dejes que el pecado te arrastre a la muerte.

– Padre. Si sigo aquí es por que Dios lo quiere. Por qué Dios me puso en este camino. Mire hace años yo no pude proteger a mi familia... el viejo los mató en frente mio y hace poco ví un video que grabaron cuando él asesinó a mi hermano. Y ahora que tengo la capacidad de proteger a mis conocidos no la voy a dejar pasar. Tengo que proteger a mi gente, a mis amigos de esa bestia que está a la cabeza del Estado. Y ese demonio es el que quiere matarme y seguir con sus cosas ilegales, ilícitas. Él es un asesino, violador, ladrón, un sádico sin escrúpulos. Usted sabe quien es...y aquí tengo las pruebas de todo eso. – dice Joeman sacando de su bolsillo la memoria negra y mostrándosela discretamente.

– Hijo. Te entiendo. Y en lo que sea que tengas planeado hacer le pido a Dios que te proteja. – le dice el sacerdote posando su mano sobre el hombre de Joeman.

Después de seguir platicando por unos minutos más Joeman y Wolff regresaron al edificio y se quedaron en un pequeño cuarto, él ya se habia encargado de bajar todas sus cosas de la camioneta y dejarlas bajo la cama que ocupaba casi un tercio del cuarto. Y sin darse cuenta la tarde pasó más rápido de lo que pensó. Cuando se desocupó de sus cosas Joeman salió del edificio y vio la luna llena iluminando el cielo nocturno.

No eran más de las siete de la noche cuando estrepitosos ruidos se escucharon cerca de la parroquia. El portón de la parroquia estaba cerrada con pasador y candado al igual que las puertas de la iglesia y del edificio. El padre Silvio se encontraba rezando en la sacristía con las religiosas y Joeman y Wolff descansaban en la cama que les habían asignado.

En un abrir y cerrar de ojos varias camionetas blindadas se encontraron frente el portón de la iglesia. Un hombre vestido de militar bajó de una de las camionetas y ató una cadena de remolque que provenía de una de las camionetas al portón metálico. El hombre le dio dos golpes fuertes a la carrocería de dicha camioneta y haciéndole seña al conductor de retroceder. Este sin pensarla dos veces retrocedió aceleradamente haciendo que la cadena se tensara y sin mayor esfuerzo arrancó los portones con todo y bisagras, los cuales quedaron tirados en el piso. Cinco camionetas militares invadieron el parqueo de la iglesia dejando escombros de cemento por donde pasaban.

Desde la ventana que había en su cuarto, Joeman observaba todo con rabia e indignación. Supo que lo habían encontrado y que habían llegado por él, una vez más. El padre Silvio y las religiosas dejaron sus oficios súbitamente y salieron a ver de que se trataba, en ese momento un sentimiento de temor e impotencia los invadió completamente.

De una camioneta gris, Mercedes Benz bajó un hombre alto, poco atractivo, algo panzón y de craneo calvo; era el segundo hijo mayor de Leid, Aureliano Leid. Este, vestido con un traje negro de dos piezas se adelantó caminando y llevaba consigo el peso de tres quintales de suma indiferencia por lo que acababa de hacer. Los militares que estaban en las camionetas se bajaron armados hasta los dientes, daban más la impresión de ser sicarios que militares al servicio de los ciudadanos y de la nación.

– Pasame el altavos – le ordena Aureliano a uno de los militares.

– Si señor.

– ¿Hay alguien aquí? – pregunta el hijo del presidente a grito partido con el altavoz.

– Buenas noches. Señor Aureli...– el padre Silvio sale a la puerta principal de la parroquia.

– Usted esconde a un criminal que atentó contra la nación al dispararle a seis policías – lo interrumpe Aureliano con el megáfono.

– Si yo escondíera a un criminal hijo, ahorita no estaría hablando contigo. Dime ¿Por qué yo escondería a un criminal en la casa de Dios?

– No me interesan sus sermones. ¿Va a entregar a Joeman o va a seguir de lengua larga?

– Si quieres puedo darte un lugar en mi mesa para la cena. Pronto comenzaremos la bendición de los alimentos. Así hablaremos con más calma recuerda que la violencia no es el mejor medio de comunicación – le dice el padre desde la puerta. Su rostro no se distinguía muy bien por la sombra del techo.

Las religiosas escuchando atentamente y atemorizadas se escondían detrás de los muros del edificio lateral de la parroquia.

– Con los viejos descerebrados como usted sí – dice Aureliano sacando una pistola de su smokin. La eleva hasta sus ojos y finge contemplarla.

– Derramar sangre en la casa del Padre es un pecado hijo. No lo hagas.

– ¿Nos va a entregar al jodido criminal de Joeman si o no? – le grita el hombre con el megáfono.

– Él va a llegar a ustedes. No hay necesidad de todo esto. Si Joeman fuera un criminal actuaría como ustedes.

– Púdrase en el infierno viejo inútil – le insulta Aureliano.

Este se dio media vuelta fingiendo regresar a la camioneta pero súbitamente se volteó, levantó la pistola y en un acto despiadado hundió su dedo en el gatillo repetidas veces. En segundos las balas recorrieron la distancia que separaba al hijo del presidente y el sacerdote. Agudos gritos de espanto y temor resonaron en el vacío de la noche. Cerrando los ojos, el padre Silvio recibió las balas que impactaron en su corazón, y hombros. Al instante cayó de espaldas bruscamente contra las pequeñas escaleras de cemento las cuales inmediatamente se tiñeron de un rojo carmesí, de un rojo que no se borraría de la memoria de aquellos que presenciaron su caida.

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