Mainland.

By Binneh

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La tercera guerra mundial causó destrozos a nivel global, dejando a la Tierra tan llena de radiactividad que... More

Sinopsis.
Prólogo.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 40

Capítulo 39

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By Binneh

Había dos cadáveres en aquella habitación.

Uno de carne blanquecina con sangre paralizada en las venas y otro con un corazón asincrónico y entrañas trituradas por un dolor desquiciante. La delgada línea entre uno y otro se desdibujaba en ocasiones, entre idas y venidas de delirios agónicos.

Probablemente habían transcurrido horas intentando conseguir el valor suficiente para dejarle atrás; minutos que avanzaron lentos y mortíferos en los que había intentado reunir el coraje para escapar, pero abandonarle era como cercenar una parte de mi propio cuerpo: como cortarme un brazo con un trozo de cristal por voluntad propia.

Él era, en todos los sentidos, el motivo por el que yo estaba ahí: viva y muerta al mismo tiempo. Y una parte asquerosa, nauseabunda y vengativa de mí, que hasta ahora no existía dentro de mí, sabía que jamás podría perdonarle: por haberme condenado, por haber manejado mi vida como un objeto sin valor y por haber creado la incógnita de lo que había sido real y lo que había sido un arrebato de pena hacia una muchacha débil y sin alternativas.

Al final, solo quedaba dolor. En su máxima expresión. En el punto más alto del umbral. Como si yo estuviera agonizando más de lo que lo había hecho él. Como si yo también me balanceara entre dos mundos antes de decantarme por uno.

Mi propio cuerpo perforado, de todas las maneras posibles, con tanta sangre que mi boca se había acostumbrado ya a su intenso sabor metálico. Era imposible discernir dónde empezaba la mía y dónde la suya, como si fueran la misma, como si ese muerto fuera yo.

Cada latido como un puñal: entrando rápido, con un sonido húmedo, hundiéndose la hoja tan profunda que reverberaba en lo más profundo de mi pecho, el filo retorciéndose como si alguien quisiera hincar y hacer palanca para arrancarme el corazón.

Los pulmones desinflados, plegados, incapaces de volver a llenarse. Ahogada en barro, en algo viscoso, en aguas frías y densas que me empujaban cada vez más hondo en un abismo pútrido.

Desgarro, quemazón, laceración, cualquier forma de mutilación, en cada rincón de mi piel, en cualquier espacio perdido en el interior de mi cabeza.

Tanto a la vez, tan sobrehumano e incapaz de ser controlado, que al final no quedaba nada. Se compensaba, se anulaba, como fuerzas físicas en la misma dirección, pero en distinto sentido.

¿Cómo iba a enfrentarme al momento de contar la verdad?: mirar a Rona y Shiloh a los ojos y decirles que su amigo había muerto mientras yo lo sostenía en sus últimos minutos. Me sentía como si yo misma lo hubiera asesinado, como si tuviera que acabar con ellos dos también.

Por fin, lo conseguí.

Levantar a vista hacia la plena oscuridad fue tan doloroso como si alguien me hubiera perforado los ojos con clavos oxidados. Me incliné, dejando la cabeza del muchacho sobre el suelo con delicadeza, como si todavía pudiera sentir algo, y cuando mis dedos temblorosos se separaron de su piel helada, sentí el golpazo de la realidad y el mordisco de un escalofrío en la columna.

Me levanté, padeciendo destellos de electricidad en los músculos, luchando contra las rodillas que parecían estar a punto de romperse. Me apoyé contra roca y barro de la pared y permanecí de ese modo un tiempo que no me molesté en calcular.

Después, funcioné como un robot tambaleante al que le habían cortado los principales circuitos.

Busqué entre el amasijo de telas ensangrentadas, pero nuestros captores no habían dejado nada de las armas y radios que habíamos traído con nosotros. Un gruñido de exasperación se me escapó de entre los labios.

Sin métodos de comunicación, nada con lo que defenderme y encerrada en la madriguera del lobo, sólo quedaba una opción: la que desde un primer instante había sido nuestra ruta de escape.

Una comunidad desierta, solo con civiles poco útiles para la pelea, vigilada por los nuestros y con sus propios soldados demasiado concentrados en espiar lo ajeno como para cubrirse las espaldas. Quizás ahora que Xena nos tenía al líder a mí como prisioneros estuviera más atenta a vigilar los alrededores, pero para entonces ya había un topo dentro de los túneles: Brett siempre sabía colarse donde no debía.

En la oscuridad, solo acompañada del sonido de mi propia respiración agitada y el frío húmedo del invierno, tracé un débil y sinuoso plan.

Tomé aire y desbordaron las lágrimas que me anegaban los ojos desde hacía un buen rato.

–¡Xena! – Grité, estrellando el pie contra la superficie de madera. El impacto resonó por toda la estancia–¡Xena! – Repetí, plantando de nuevo la bota contra la puerta con todas mis fuerzas. El estruendo fue incluso mayor que antes, llenando el ambiente de un fino polvo que se desprendió de las paredes.

La mujer me escucharía, pero Brett también.

Clamé su nombre infinitas veces, hasta que estuve segura de que esa palabra me carcomería el cerebro durante años. Chillé hasta que mi garganta ardía como un hierro al rojo vivo. Me desgañité pronunciando siempre los mismos vocablos y lanzando un golpe tras otro de un modo demencial, sacando energías de algún recoveco energúmeno de mi mente.

Mucho después, cuando ya me había desplomado contra la pared tratando de recobrar el aliento, se escuchó un chirrido delirante a medida que se abría un hueco en el muro de rocas y tierra. La luz titilante del fuego se abrió paso entre la negrura y de mis labios escapó una sonrisa renqueante que no pude contener.

El cabello de la mujer refulgió en la oscuridad, brillando como oro y cobre gracias a la antorcha que su secuaz portaba tras de sí. La larga melena ondeaba sobre las vestimentas negras, las mismas que llevaba puestas cuando había hundido el acero en el pecho del muchacho. Se giró en mi dirección, sin llegar a verme, pero conociendo mi posición exacta a través de otros sentidos: quizás podía escuchar el oxígeno atravesarme la tráquea, o tal vez emanaba tanto odio de mí que podía percibirlo por medio del olfato.

–¿Tenías ganas de verme? – Mostró una hilera de dientes con petulancia. Los metales de sus telas: anillas de viejas latas de refresco, elementos punzantes de alguna antigua maquinaria y el filo de las espadas de Peter, que ahora portaba como suyas, lanzaban destellos que me hacían llorar los ojos, ya acostumbrados a la plena oscuridad.

–Tengo ganas de hacerte muchas cosas. – Siseé, con la voz rota por completo. El hombre enfermizo, ahora sin la compañía de su hermano, dio un paso amenazante ante mis palabras. Ella extendió el brazo, impidiéndole seguir adelante.

–¡Vaya! – Habló, con una mueca de fingida incredulidad. – Huele a mucha sangre. – El asomo de dentadura se hizo más ancha en su boca. La mandíbula se me contrajo de golpe por la ira. – Cualquiera diría que alguien se ha desangrado aquí. – Ladeó la cabeza hacia el cadáver en penumbra, como un buitre detectando carroña.

–No es el único al que le han rajado las tripas. – La sonrisa me salió casi sin tener que forzarla: una réplica perfecta de la misma que ella me estaba dedicando en esos momentos. Las comisuras de sus labios pálidos temblaron casi de un modo imperceptible y parpadeó bruscamente debido a las protuberancias blancas de sus cuencas oculares.

El lacayo se agitó en su posición, retenido por la orden anterior que le había dado su dueña. Era volátil, demasiado afectado por la reciente pérdida. Sólo necesitaba forzarlo un poco más.

Me llevé las manos a la cabeza y liberé la cola de caballo. Una onda de pelo marrón, trenzas y abalorios cayeron por mi espalda. Me masajeé el cuero cabelludo, como si esa hubiera sido una larga jornada de trabajo y hubiera llegado el momento de ponerse cómoda.

–La mitad de tu pueblo masacrado, sino más, y tú capturas a un líder destituido y a una chica que ni siquiera pertenece a este mundo. – Pasé la lengua entre los labios y puse los ojos en blanco. – Y por encima esta inútil desentrenada acaba con uno de tus perritos. – Agité la cabeza y me apoyé todavía más sobre la superficie tras mi espalda.

–Quizás te deje aquí encerrada con él hasta que se pudra y no puedas soportar el olor. Hasta que delires por el hambre y pienses, solo por un momento, que ahora que está muerto solo es un trozo de carne más. – La simple insinuación hizo que las entrañas se me revolvieran de puro asco y terror como una serpiente escurridiza. Ella avanzó un paso, dejando apenas un metro entre nosotras. Yo me puse recta, sujetándole la mirada perfectamente dirigida hacia mi rostro.

–La compañía de un cuerpo en descomposición sigue siendo mejor que la tuya. – Recorté más la distancia entre nosotras. El hombre tras ella se tensó notablemente. – Yo moriré hoy, o dentro de un mes o dos, encerrada aquí, pero tú no durarás mucho tampoco. La diferencia está en que yo lo he aceptado, pero tú te niegas a ver cómo te están aplastando poco a poco.

–Que niña tan graciosa, primero suplica por la vida de Zay y ahora actúa como si la suya propia le fuera indiferente. – Ella alzó la mano con lentitud y la depositó sobre mi mejilla con fingida ternura, moviendo el pulgar en una caricia.

–¿Sabes cuál es tu punto débil, Xena? – Ella arqueó una fina ceja naranja, esperando que hiciera referencia a su ceguera. Su palma continuaba posada con delicadeza sobre mi rostro. – Confiar demasiado en ti misma, infravalorar a los demás. –Hice una pausa. – ¿Y sabes cuál es el arma más fuerte? – Pregunté, señalando las espadas de Peter que ahora ella había tomado como suyas. – Una persona que lo ha perdido todo y no tiene miedo a morir.

La bofetada que me asestó resonó casi tanto como los golpes que yo había lanzado contra la puerta. La cabeza se me giró por la fuerza del impacto y una brecha se abrió en el interior de mi mejilla. Me volví de nuevo hacia ella, lentamente, y su sonrisa era ahora mucho más amplia que antes. Cuando estuve de nuevo frente a ella, le escupí la sangre en la cara.

Eso lo hizo estallar todo.

El lacayo no pudo contenerse más y preparó la embestida hacia mí. Yo, que había estado empujándolo deliberadamente hacia esa reacción, me aparté con rapidez cuando extrajo una daga de la túnica marrón y la blandió hacia mí.

El hombre era ligeramente más torpe debido a la antorcha que portaba y que le dificultaba los movimientos, pero de todos modos seguía siendo un duro rival teniendo en cuenta mi estado físico. Conseguí esquivarle varias veces, sacando de mi cráneo cada pequeño detalle que Shiloh me había enseñado. Bloqueé sus estocadas y logré mantenerle lejos de mí durante unos segundos, pero estaba demasiado dañada y cansada parar conseguir el control de la pelea.

Xena pasó la manga por el rostro, pero trazos rojos seguían manchando su piel blanca a pesar de ello.

Arrinconada en una esquina, vi cómo el hombre arremetía contra mí con decisión. El filo apuntaba hacia mi vientre, probablemente deseando rajarme del mismo modo que yo había hecho con su hermano. Intenté darle un manotazo en la muñeca, no alcancé mi objetivo, pero le asusté lo suficiente para modificar el ángulo que describía el cuchillo. Me agaché todo lo que pude y me lancé hacia delante. La cuchillada se enzarzó con la ropa de mi espalda, escuché el jersey desgarrarse, pero no sentí el dolor punzante que esperaba, no sabía si por la adrenalina del momento o porque realmente no había conseguido cortarme.

Me aferré a sus piernas, trastabillamos y caímos.

La mujer giraba sobre sí misma, siguiendo el sonido de la trifulca que rápidamente cambiaba de posición dentro de la habitación. Estábamos demasiado pegados, emitiendo sonidos de forcejeo que se entremezclaban de tal modo que era imposible saber quién era el que estaba arriba y quién abajo, derecha o izquierda. Era consciente de cómo nos movíamos: de pie o a ras del suelo, cerca de la salida o lejos de ella, pero nuestros sonidos de exasperación la hacían fruncir el ceño en un gesto que fragmentaba el rostro de tranquilidad que siempre intentaba mantener. Estábamos demasiado igualados, las mismas probabilidades de morir o vivir. Fallar o vencer.

La antorcha había caído y rodado en algún momento de la disputa, pero él continuaba aguantando la daga como si de ello dependiera su vida.

Encima de él, me aferré su brazo derecho, en el que sujetaba el elemento punzante, mientras él trataba de estrangularme con su única mano libre. Los gemelos, que siempre habían semejado tan débiles y enfermos, eran mucho más fuertes y sigilosos de lo que aparentaban: el modo en el que me apretaba la tráquea con únicamente cinco dedos era prueba de ello. Boqueé, pero no había aire allí.

Clavé las uñas en su carne y empujé su extremidad contra la roca fría con ímpetu. Una, dos y hasta tres veces. Escuché los huesos crujir y él bramó de puro dolor, aflojando el agarre alrededor de mi gaznate. Cuando se dio cuenta de que no podría resistir más, lanzó la daga y esta se deslizó por el suelo hasta parar en la otra punta de la habitación, lejos de mí.

El olor a quemado me llegó a las fosas nasales. Una neblina negra me golpeó los ojos cuando levanté la vista, confusa.

En una esquina de la habitación, algo había prendido en llamas.

Tosí y carraspeé, no supe si por el incendio que se había desencadenado o porque mis pulmones estaban recibiendo oxígeno de nuevo después de haber estado asfixiándome.

Ante mi despiste, el hombre vociferó y me golpeó las costillas, haciéndome caer de lado y liberándose de mi peso sobre él. No me paralicé. Gateé tan rápido como pude, sintiendo pequeñas gravillas desprendidas clavarse en las rodillas y las palmas de las manos.

La nube negra comenzó a colarse por mi nariz y el humo amenazaba con calcinarme los bronquios.

El hombre siguió tras de mí, agarró una de mis piernas y dio un tirón que me hizo colapsar contra en suelo. Me revolví mientras él mantenía mi pie sujeto, evitando que alcanzara la salida, enseñándome los dientes amarillentos y torcidos en una mueca de puro odio.

Hubo un impacto fuerte y húmedo. La pelea finalizó y yo esperé la ola de dolor: aguardé que la muerte me recibiera por fin. Sin embargo, cuando enfoqué la vista más allá de la densa humareda, atisbé el puñal que sobresalía del pecho del adversario.

Una mancha oscura brotó en su esternón, tiñendo la túnica de negro. Tenía los ojos y la boca muy abiertos, en una señal de sorpresa y pánico a partes iguales. Se tambaleó hacia atrás y aterrizó sobre los brazos de Xena que, con una mueca de asco, reconoció el peso, tacto y olor de su esclavo. Se apartó y lo dejó caer como un peso muerto. Parecía que su simple cercanía le revolviera el estómago.

Me giré, llena de terror y esperanza, dispuesta a encontrarme a la persona que había derribado al atacante. No pude contener el grito de alivio. Reconocí de inmediato al hombre de media melena rubia y ojos ambarinos como los de un león. Brett dirigió la mano hacia mí sin apartar la vista impasible de Xena. Estreché sus dedos enguantados y de un tirón que me estremeció los músculos me obligó a ponerme en pie.

En su rostro libre de telas había una seriedad y fiereza que no sabía que Brett podía tener. Incluso allí, ante una Xena totalmente enloquecida y ensalzada por las llamas que danzaban a su alrededor como si se inclinasen ante una reina, él no parecía amedrentado.

Sin embargo, cuando descubrió el origen de aquel infierno en la tierra, su mandíbula torcida se desencajó: había un amasijo de telas lamidas por el fuego, la sangre cubría gran parte de la estancia como una alfombra carmesí y la mano extendida de un cadáver blanquecino sufría las dentelladas del incendio.

El hermano de la líder rugió como un animal cuando lo comprendió todo sin necesidad de palabras.

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