Capítulo 2

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"Recordar es fácil para el que tiene memoria. Olvidarse es difícil para quien tiene corazón."

Gabriel García Márquez.


Cuando era niña, mi hermano mayor, un apasionado de la lectura, me contaba historias que habían sido escritas durante la época en la que aún se vivía sobre tierra firme. Yo, como cualquier hermana repelente, le chistaba pidiendo silencio y le prestaba más atención a la televisión repleta de dibujos animados. Él, haciendo caso omiso de mis peticiones, me narraba algún pequeño relato.

Recordaba una cosa muy peculiar de aquella etapa: siempre que terminaba de hacerme un resumen de una novela antigua, él se preguntaba siempre lo mismo: ¿Qué habrá sido del autor? Y yo, que aparte de odiosa era una soñadora, me imaginaba cientos de historias en las que los escritores habían conseguido sobrevivir y acceder a la nueva sociedad.

Pero un día, después de una de aquellas sesiones de cuentos que yo en el fondo no odiaba tanto, mi hermano dijo, como siempre:

¿Qué habrá sido del autor? — Liberó un suspiro apesadumbrado y, de repente, añadió: — A lo mejor sus descendientes viven en una de estas ciudades... o tal vez no.

Mi familiar, sin saber que ese día había iniciado algo nuevo en mi forma de pensar, se marchó como si nunca me hubiera estado hablando a mí. Yo me quedé intentando descifrar el posible significado de sus palabras durante un largo tiempo.

¿Y qué pasó con los que se quedaron abajo?

                                                                          ***

Con el corazón palpitando desbocado dentro de mi pecho, salté los escalones de tres e tres. Antes debían de haber sido sólidos e impolutos bloques de mármol blanco, pero ahora estaban desgastados, quebrados y sucios. Conseguí sacar el objeto afilado de mi casco, pero en cuanto lo hice pude ver cómo otro instrumento, exactamente igual al anterior, pasaba volando a poquísimos centímetros de mi cara y se incrustaba en la pared que tenía a mi derecha.

Asustada y sorprendida por lo que estaba sucediendo, tropecé con mis propios pies y rodé escaleras abajo, clavándome las esquinas de los peldaños en el cuerpo y aterrizando en el descanso con gran estrépito.

Apretando los dientes por el dolor, me levanté tan rápido como pude. Sabía que en esos momentos mi vida estaba pendiendo de un hilo muy fino; si alguno de aquellos extraños instrumentos me alcanzaba en alguna parte vital, no tardaría mucho en morir. Sin embargo, si tenía mala suerte y la estrella llegaba hasta una extremidad, tendría que huir malherida, lo que supondría una tortura sin fin.

Continué descendiendo más veloz de lo que nunca habría sido capaz, sujetando con fuerza el arma con tranquilizantes que no había tenido oportunidad de disparar. Parecía que mi cuerpo siempre estaba en el punto de mira perfecto, sin embargo, yo nunca conseguía ver qué era lo que estaba atentando contra mí.

Era imposible que fuera un animal aquello que insistía tanto en exterminarme, y mucho menos un sistema de vigilancia. Esto último, por dos motivos bien simples. El primero, los sistemas tecnológicos habían quedado totalmente destrozados durante los bombardeos de la tercera guerra mundial, y segundo, ningún edificio había contado nunca con un tipo de sistema de seguridad cuya función principal fuera lanzar discos cortantes a los intrusos, y menos unos laboratorios farmacéuticos.

La linterna que sostenía en la otra mano iluminaba de manera aleatoria alguna parte de las escaleras, el movimiento de mis brazos al saltar los escalones me impedía centrar la luz en una zona determinada.

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