Capítulo 8

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"Nuestra pelea con el mundo es un eco de la interminable pelea que ocurre en nuestro interior."

                                                                                                           Eric Hoffer.

Lo más cruel de pelear por tu vida, es que hay que estar dispuesto a perderla para conservarla.

                                                                           ***

Cuando la luz se abrió paso entre la inmensa oscuridad de la habitación sentí que me incrustaban clavos ardiendo en los ojos. Había permanecido sumergida en el silencio y la negrura desde mi intento fallido de huida. Llevaba tanto tiempo encerrada en aquel lugar, en la penumbra absoluta, que había perdido la noción de los días y las noches. Si me hubieran preguntado, no sabría decir si habían pasado un par de días, o todo un año. Me cubrí el rostro con las manos, intentando que las sombras continuaran a mi alrededor.

— Aleja eso de mí. — Gruñí entre dientes, y no supe de dónde había sacado el valor para hablarle de aquel modo a la carcelera de los ojos de gato. La voz que desgarró desde lo más hondo del pecho: tenía la garganta tan seca como la piedra de aquella habitación. Llevaba mucho tiempo sin beber. Tampoco había respirado aire fresco e, irónicamente, estaría dispuesta a dar la vida por un poco radiactividad fresca en mi piel; estaba segura de que todo el polvo de la habitación estaba ahora acumulado en mis pulmones.

— Deja de llorar y muévete. — Antes de que yo pudiera reaccionar y hacer lo que me pedía, me agarró por el brazo y me levantó sin apenas esfuerzo. El tirón me hizo daño en la herida que ella me había abierto en esa misma extremidad. No había sido consciente de mi llanto hasta que al ponerme en pie las lágrimas me empaparon el cuello.

Cuando me empujó hasta el pasillo me vi deslumbrada de nuevo, esta vez por decenas de velas que antes me había parecido que apenas alumbraban. Escuché el vocerío de una multitud. De repente noté que los cuerpos de la muchedumbre comenzaban a rodearme, a empujarme y a ahogarme por la falta de espacio. No entendí lo que gritaban, eran palabras y frases que me parecieron inconexas. Empecé a recibir golpes en la cara, en el estómago, en los tobillos... Rona (o así creía recordar que se llamaba) se limitó a arrastrarme por aquellos túneles mientras yo intentaba cubrirme para que las luces no me derritieran las retinas y para que los puños no mazaran mi carne. A pesar de que tenía las piernas entumecidas, nos movimos a bastante velocidad. Me obligó a subir escaleras. Muchos escalones. Más y más. Tantos peldaños subimos que creí que me llevaría a la superficie para dejar que la contaminación me matara lentamente. Porque era evidente que estábamos bajo tierra, ¿no? No había ventanas, ni aire fresco, ni luz natural... nada. Solo roca fría y oscuridad. Poco a poco la multitud se fue quedando atrás.

Milagrosamente, mis ojos se fueron habituando por fin a las luces. Ahora, de nuevo, la luminosidad del lugar me parecía escasa, pero antes había sido suficiente para deslumbrarme por completo. Rona me hizo cruzar a través de una espesa cortina de telas deshilachadas y me propinó un golpe justo en la herida de mi pierna izquierda; caí de rodillas contra la piedra. Solté un quejido de dolor cuando mis huesos temblaron a causa del impacto.

— Deja de llorar de una vez. — La bofetada que me asestó hizo que me doblara hacia la derecha. El suelo desigual se me clavó en las mejillas.

— Es la luz. — Murmuré casi en un tono inaudible, más para mí que para ella. Rona volvió a agarrarme del brazo con brusquedad, tiró de mí y me colocó de rodillas.

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