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Muevo el cuello para acomodarme mejor sobre la almohada porque la noto extrañamente dura y al no conseguirlo, abro los ojos somnolienta para ver por qué mi almohada de pronto parece cemento. Lo primero que veo es un brazo, seguido de un pecho y, posteriormente, contemplo maravillada esos ojos del color de las nubes de tormenta.

—Buenos días —susurra, adornando sus labios con una sonrisa radiante. Le encanta enseñar esos dientes perfectos.

—Buenos días —respondo, sintiendo sus caricias sobre mi cabeza, por lo que me acurruco complacida contra su brazo—. ¿Has dormido bien?

—Mejor que en toda mi vida.

Sonrío.

—Mentiroso...

—Te prometo que es verdad. Esos ruiditos que haces al dormir profundamente son relajantes.

Frunzo el ceño.

—¿Qué ruiditos? —inquiero, un poco avergonzada.

—Suenan como si estuvieras satisfecha. Como pequeños gemidos.

La cara me arde y los ojos se me abren de par en par.

—¿Ge... midos? —musito, casi al borde del shock.

—Uy, sí —se ríe él—. Y además se escuchaban muy placenteros.

—¡Cállate! —grito avergonzada, tapándome la cara con las manos.

La carcajada alegre que suelta hace que mi pecho vibre.

—No te avergüences —me aprieta contra su torso—, no todos los días tengo el placer de escucharte gemir.

—¡Para ya!

Me besa en la cabeza y salgo de mi escondite para mirarle con reproche.

—Da gracias a que he dormido profundamente porque estoy segura de que roncas y cuando te escuche hacerlo, te lo recordaré toda la vida.

Me dedica un gesto pícaro, de esos en los que la sonrisa es maliciosa y las cejas se alzan.

—¿Piensas estar conmigo toda la vida?

El corazón se me para y no sólo por la avergonzante pregunta, sino porque yo sé que él no pretenderá estar conmigo para siempre cuando se entere de lo que me pasa. Cuando sepa que soy incapaz de tener relaciones sexuales me dirá "adiós y buenas tardes". Me mandará a la mierda...

Trago saliva mientras noto que mi maravilloso y alegre humor se ha tornado triste y alicaído. Me levanto y salgo de la cama sin mediar palabra y comienzo a recoger mi pelo en una coleta alta para aplacar un poco la inquietud que tengo aferrada al estómago.

Daniel nota el cambio en mí, lo sé por su ceño fruncido y su mirada interrogante, como si quisiera meterse en mi cabeza para saber en qué estoy pensando.

—¿He sido muy precipitado? —pregunta curioso, acercándose a mí con cautela.

—No, qué va.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Nada, todo está bien —miento, pero es probable que no me cuestione más.

Él asiente sin llegar a creérselo del todo e introduce las manos en los bolsillos de sus vaqueros.

Me acerco a la mesita de noche y miro la hora en mi teléfono, dándome cuenta de que anoche no puse la alarma por estar demasiado concentrada con Daniel.

—¡Ay, Dios, voy a llegar tarde! —exclamo alterada.

El boxeador me mira como si me hubieran salido dos ojos más.

Entre Tus BrazosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora