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Daba igual cuántas semanas hubieran pasado desde que el juego había empezado

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Daba igual cuántas semanas hubieran pasado desde que el juego había empezado. Rubius seguía sintiendo un cosquilleo que recorría su espina dorsal cada vez que se conectaba y aquel maravilloso mundo, repleto de promesas y aventuras, aparecía de nuevo ante sus ojos. 

Allí se sentía libre. Todo era posible en Karmaland. 

Se pasó una mano por el pelo, riendo al sentir las pequeñas orejas peludas que le había añadido a su skin. Ojalá la vida real fuese esa, y no la otra... 

No tenía ningún plan para ese día, así que cogió de sus cofres las cosas básicas y salió en dirección al pueblo. Todo estaba desierto, no parecía que hubiese nadie y una idea se empezó a formar en su mente. Era la hora del trolleo. 

No tenía muy claro qué hacer exactamente, pero comenzó por rodear la casa de Auronplay, quien se había unido recientemente al grupo, con carteles del propio Auron alopécico. Mientras terminaba los últimos detalles, le pareció escuchar ruidos provenientes de la enorme isla de Vegetta. 

Se puso un poco nervioso. Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios y se acercó rápidamente a aquel lugar. Había algo especialmente atrayente en la idea de gastarle bromas a Vegetta. Molestarle de cualquier forma era algo que le causaba gran satisfacción, aunque no sabría explicar por qué. 

Caminaba con cautela para no ser visto, y se escabulló rápidamente tras colocar un cartel gigantesco de Vegetta calvo justo frente a la imponente isla. 

La reacción no se hizo esperar y, tras los gritos de sorpresa, la voz de Vegetta se oyó a través de los auriculares.

- Como un niño pequeño... Pero qué sexy estoy, la verdad. 

Después de eso pasaron juntos el resto del día. Entre tonterías, risas y recuerdos de los viejos tiempos, las horas pasaron volando, sin que Rubius recordase ni una sola vez el día de mierda que había tenido. 

Antes de que se diera cuenta, se había echo tarde, y ambos tenían que irse ya. 

- Bueno Vegettita, nos vemos. 

- Descansa, hermoso. 

La sonrisa aún permanecía en los labios de Rubius cuando se quitó el casco y se encontró de nuevo en su habitación. 

 

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