Capítulo 90

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Hacía mucho que no me decía una frase así, ¿eh? Quizá es una de las mejores cosas que tiene Pablo: siempre sabe qué decirte y cómo decírtelo. Bueno, no. Muchas veces es un borde, y él lo sabe. Y hace por cambiar. Me refiero a que bueno, cuando te dice algo, te lo dice con el corazón en un puño. Vamos, no me lancé a su cuello ahí en medio del museo pues porque entonces sí que nos habrían echado.

Salimos del Prado y yo pensaba que ya habría acabado su 'día italiano' pero no había hecho más que empezar. De allí fuimos andando hasta el barrio de Malasaña, y me dijo que tenía un sitio perfecto que había descubierto hace un año con su madre. Solo esperaba que siguiera abierto. Recorrimos las calles madrileñas sintiéndonos turistas, imaginando que era la primera vez que caminábamos por ella, fingiendo acentos extranjeros y sacándonos fotos con la Polaroid hasta que se dio cuenta de que solo tenía para hacer 20 fotos.

-¡Mierda! Solo queda para una foto más –dijo al comprobarlo.

-¿Solo una? Joder.

-Habrá que pensarse muy bien la última que nos saquemos –me advirtió y guardó la cámara de nuevo en la funda que llevaba colgada del hombro. Podríamos haber comprado un paquete de otras 20 fotos, pero era divertido lo de saber que solo nos quedaba una, y que tendríamos que pensarla bien antes de hacerla.

Bajamos por una de las calles (no sé cómo se llama, porque todas me parecían iguales) y pasamos junto a la plaza del Dos de Mayo. Sí, la misma donde, en la noche de mi cumpleaños, nos dimos la mano y, según la leyenda que me contó Pablo, nos habría marcado para el resto de nuestra vida. No necesitaba leyendas para saber eso. Ya estábamos marcados desde hace mucho. Joder, estoy muy cursi últimamente, pero os juro que me sale natural. Es que estoy como adrenalítico perdido, porque sé que si paro y me pongo a pensar, va a volver la tristeza, y no quiero, así que a seguir disfrutando.

Al final, el sitio perfecto de Pablo era una pizzería escondida entre dos calles. Compramos una gigante para los dos y nos sentamos en el suelo de la plaza de San Ildefonso a comerla. No era Italia. Era mucho mejor.

-Y pensar que mañana estarás volando hacia Estados Unidos... -le dije mientras zampaba un trozo de pizza.

-Ya, bueno. Al menos no voy solo. Voy con otra de mis tías. Aunque pienso pasar todo el viaje durmiendo.

-Yo nunca he ido a ningún sitio tan lejos en avión, si te digo la verdad –admití.

-Te gustaría Estados Unidos. Podrías comer lo que te diera la gana –bromeó.

-¿Solo me va a gustar por poder comer?

-Bueno, eso es lo principal. Sí. Pero tranqui, se come mucho mejor en España –respondió, guiñándome un ojo.

-¡Eh, en Italia! Que estamos en Italia.

-¡Muy bien! Partticipando del plan. Así me gusta –y me dio un beso con sabor a Pablo, y con sabor a pizza.

Después de llevar un rato allí sentados, abrió la funda de su Polaroid, pero no para sacar la cámara sino dos pequeñas botellas amarillas. Tan pequeñas que le cabían en la funda.

-¿Y eso? –pregunté, sorprendido.

-Limoncello. ¿Lo has probado alguna vez?

-No. Nunca –admití.

-Está fuerte, pero te gustará –y me dio una de las dos botellitas.

-¿Y podemos beber... alcohol aquí en la calle?

-Mientras no nos pillen –respondió y, acercando su botella a la mía, brindamos entre risas. La verdad es que, pensando todo lo que tenía encima Pablo, que se hubiera tomado la molestia de prepararme todo este día... es decir... ¿hola? ¿Puede ser más perfecto y mejor? Imposible. IMPOSIBLE.

Alguien para tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora