XV: el muchacho lúgubre

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Mientras el lúgubre muchacho caminaba a través de las calles desoladas —y llenas de densa niebla— del pueblo, divisó a lo lejos una gran casa que le atrajo de algún modo, como si hubiera sido un sitio que conocía desde siempre. Era como si algún extraño recuerdo, de alguna época muy lejana, lo hubiese embargado de un momento a otro.

Su marcha era desprolija, como si en realidad no tuviera un rumbo fijo y se hubiese topado con ello por casualidad; pero disponía de una mezcla de ritmo agónico y apresurado a la vez. Era como si se hubiera estado deslizando —con cierta gracia, eso sí— por el suelo, tenía la sensación como si no se encontrase en aquel lugar. Aquella edificación, le produjo un indescriptible escalofrío que no tardó en recorrer —en un santiamén— el resto de su cuerpo, como si lo hubiera acechado tan solo durante uno o dos segundos y luego ya se hubiera librado de este.

Admiró el vidrio sucio que estaba presente en unas ventanas, que parecían tener más de un siglo de antigüedad. Luego, poco a poco, su mirada recayó sobre una puerta doble de madera que parecía robusta —quizá de roble—, que parecía ser mucho más vieja aún y que se encontraba allí desde hacía generaciones. Una aldaba, que tenía forma como de un duende de monstruoso aspecto, colgaba de ella. Cuando intentó moverla, se encontró con que estaba tan oxidada que —a penas— cedió solo unos pocos centímetros. Ni en eso parecía tener dignidad, pues siempre había sido un muchacho con muy mala suerte; lo que le había sucedido durante aquella misma noche, lo confirmaba.

Bajo la luz de una luna creciente, que comenzaba a esconderse entre las grises nubes que vaticinaban un diluvio de magnitudes nunca antes vistas, el muchacho se resignó ante el destino que, de repente, se había impuesto ante él. Entonces, medio víctima del viento que había comenzado a soplar con mayor intensidad y medio sin llegar a sentirlo del todo, alzó su mano derecha en alto y formó un puño con esta. Golpeó la madera tres veces, de una forma mecánica y pesada —carente de ánimo alguno—, aguardando que aquella figura pálida, que llevaba un sombrero tipo bombín, un bastón con cabeza de perro plateado y que vestía siempre de negro, respondiera a su llamado. Aguardaría todo el tiempo que fuera necesario bajo la intemperie, hasta que aquel singular ser —de cuello largo, delgado y casi espectral—, abriera la puerta y le pidiera las monedas con las que podría poner fin a aquel extenso recorrido que, quizá, se había prolongado más de lo necesario.



FIN

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