XXI: la séptima chance

3 0 0
                                    


Esa era su última oportunidad. No podía darse el lujo de volver a fallar, no en esa ocasión. Ya había fracasado seis veces seguidas y no le quedaba de otra que encontrar el receptor perfecto, a como diera lugar.

La luna iluminaba a Lourdes con cierto deje de misterio y, quizá, con algo de inquietud. Era como si intuyera algo; las grises nubes la acompañaban y se acercaban hacia ella con el objeto de cubrirla por completo. Parecía ser una joven de no más de veinte años y marchaba con un ritmo algo acelerado, pues no quería empaparse si se llegaba a desatar una tormenta; de hecho, ya podían admirarse unos destellos en lontananza. Fue en ese momento en que se percató de que aquella era la oportunidad que estaba esperando. Un buen tiempo antes de que la muchacha recorriera esa calle, pasó un anciano, pero no era conveniente para nada.

El gato maulló con bastante fuerza y logró que la joven se detuviera en seco. Giró sobre su hombro derecho y pudo admirar cómo este miraba hacia abajo, en dirección hacia ella. Y, entonces, con una agilidad envidiable, que nunca nadie hubiera podido creer, descendió —de manera elegante— desde el techo a las ramas de un paraíso y, luego, a la ventana de una casa. Una estela peculiar de polvo quedó en el ambiente durante unos instantes y, dos o tres segundos después, se desvaneció por completo.

El felino se encontraba, ahora, a su altura. Era naranja y tenía unos ojos amarillos e intensos, pero estaba bastante maltratado. Parecía tener sarna o algo por el estilo y, a la vez, daba la impresión de estar hinchado, como si tuviera algo dentro; por otro lado, era como si lo hubieran atropellado y se las hubiera tenido que ver negras. La mirada de este no dejaba de escrudiñar a la muchacha, quizá temeroso de lo que pudiera hacerle y volvió a maullar, aunque lo hizo de una débil manera, a punto de quebrarse.

Eso logró que la chica de cabello negro y tez clara se sintiera mal por él. Era una amante de los animales y le era imposible dejar abandonado un animal en aquel estado; era algo que siempre le terminaba partiendo el corazón y, si los dejaba a su suerte, luego la culpa la carcomía como nunca. Comenzó a marchar, con algo de lentitud, hacia la casa; vestía una remera negra y un par de vaqueros azules que comenzaron a mojarse, pues la llovizna ya azotaba a la ciudad; eso poco le importaba ya. Iba en aumento, con un ritmo bastante acelerado, sin embargo, sabía que se desviaba por un buen propósito y tampoco era que le faltara poco para llegar a su hogar. De todos modos, ya era tarde y quedaría hecha una sopa; no iba a ser capaz de evitarlo.

Al llegar a su lado, intentó tomarlo con las manos, pero este arqueó toda la espalda y los cabellos se le erizaron, como si se hubiera puesto a la defensiva, como si no supiera si podía realmente confiar en ella.

—Está todo bien, bonito. —La voz de Lourdes era cálida y logró que el animal se relajara. Luego, la adolescente llevó las manos hacia este y al final le permitió que lo tomara y lo llevara hacia sí misma, hacia su pecho—. Todo va a estar muy bien, lindo. Ahora te voy a llevar a mi casa.

Lo acarició un poco y el gato ronroneó de placer. Aprovechó esos instantes para alzarlo y que quedase colgando en sus manos, de forma vertical; tenía algo de experiencia, pues ayudaba en la veterinaria de su padre y sería capaz de determinar qué tan mala era su condición. Admiró, con algo de lástima —que se hizo presente en un gesto conjunto con sus ojos y sus labios—, que un par de costillas parecían haberse soldado mal y que presentaba una cojera en la pata trasera izquierda. De todas maneras, fue algo que le resultó extraño debido a la agilidad que demostró con anterioridad. Observó al animal desde arriba hacia abajo, recorriendo todo el cuerpo y sin dejar ni un solo detalle por analizar; pensó que, luego de atenderlo como se merecía, no quedaría tan mal y, finalmente, llegó a su rostro.

Cuando admiraba los ojos, le pareció observar un brillo rojizo, pero no le prestó la atención necesaria porque desapareció en un instante y supuso que fue producto de su imaginación. Como era su costumbre, acercó su propio rostro a la cabeza del animal para ofrecerle un beso; sin embargo, antes de que eso sucediera, el felino, ágil y astuto como una comadreja, alzó la mirada de repente; el rostro de la chica se congeló al ver que los ojos se volvieron completamente rojos, como si estuvieran inyectados en sangre y no pudo evitar abrir la boca por la sorpresa con la que se encontró. El gato hizo lo propio, mostrando unas fauces que —más bien— parecían las de una fiera salvaje y unos dientes tan afilados como si fueran terribles navajas amarillentas. La chica supuso que iba a morderla, que luego la rasguñaría, que se escaparía de sus manos y que se perdería en medio de la noche, habiéndole hecho perder el tiempo y logrando que se emparara por nada.

Pero, para su desgracia, nada de eso sucedió. En cambio, una especie de grotescos insectos, comenzaron a brotar del hediondo hocico de este y se introdujeron por la garganta de la amable chica. Supo, casi de inmediato, que se trataba de algo perverso; cerró la boca y arrojó al animal con toda su fuerza contra el árbol. Este rebotó y cayó al suelo, profiriendo un quejido. Sin embargo, ya era tarde, pues las alimañas recorrían todo su interior a gusto y era capaz de sentir el aterrador movimiento que estas hacían. Intentó provocar unas arcadas para expulsarlas con una arcada asquerosa, bestial y fuera de este mundo, pero fue en vano.

Al cabo de unos cuántos segundos, Lourdes volvió en sí y, en sus ojos del color del azabache, pudo percibirse un leve destello rojizo: el de la locura que ahora habitaba en ella.

—Ahora no va a haber nada que me detenga—, comentó, con una sonrisa macabra dibujada en el rostro y comenzó a reír de forma siniestra. Tenía la ropa empapada, recibiría algún regaño de algún pariente, pero sería el último; se encargaría —a como diera lugar— de que así fuera.

Al final, el séptimo intento fue todo un éxito. El gato intentó recobrar el equilibro pero, justo cuando se oyó el estruendo de un rayo, cayó abatido en el momento en que su —ya desposeído— corazón dejaba de latir.


FIN

Imágenes de ultratumba y otras paranoiasWhere stories live. Discover now