XX: el reparador de relojes estropeados

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La tarde era nostálgica, gris y lloviznaba de manera moderada, marcando un ritmo extraño como muy pocas veces sucedía

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La tarde era nostálgica, gris y lloviznaba de manera moderada, marcando un ritmo extraño como muy pocas veces sucedía. Por esta razón, no faltaba mucho para que los faroles de la calle se encendieran —con esa iluminación amarillenta y mítica, que le otorgaba al antiguo pueblo una elegancia insospechada—, para que la oscuridad de la noche permitiera que el firmamento se pudiera apreciar, una vez más, antes de tiempo.

El anciano hombre se encontraba tras el mostrador de madera lustrada, tal y como había hecho lo propio durante, al menos, cincuenta largas primaveras. Entrelazaba las manos y las frotaba de manera constante, pero cuidadosa; era invierno, sus delicados huesos parecían ser conscientes de ello y pesarle como nada que alguien pudiera imaginarse. La artritis no es un chiste, pero —dentro de todo— lo llevaba bastante bien y las píldoras eran un gran apoyo.

El hombre desvió la mirada de estas y recayó sobre el mueble, que le había hecho compañía desde el día en que había inaugurado aquel peculiar negocio. Tantos rostros, conocidos y desconocidos, habían ingresado a aquel lugar que ya le era imposible recordarlos a todos; aunque, al menos, le guardaba un enorme cariño a varios que lo habían visto crecer y prosperar con el transcurso de las semanas, meses y años... era un aprendizaje constante que nunca cesaba y cada día lo terminaba con un nuevo conocimiento o una inquietud que lo llevaba, tarde o temprano, a querer instruirse. Los clientes eran una gran fuente para que se perfeccionara.

De un momento a otro, el golpeteo de los metales lo alertó un poco y alzó la mirada una vez más para admirar cómo alguien terminaba de abrir la puerta e ingresaba en el local. Hacía días o, incluso, semanas desde que había hecho lo propio el anterior. El hombre vestía un elegante saco, secó los zapatos —lo más que pudo— en el trapo de piso de la entrada, por si había pisado barro, cerró el precioso paraguas negro —con tiras de color bordó— y terminó de ingresar, cerrando la puerta de vidrio transparente tras de sí. Antes de dar un solo paso más, se percató de que podía dejar el paraguas al lado de esta, en una especie de tacho de color cobre —que parecía bastante antiguo— y así lo hizo.

Una vez hecho esto, se quedó pasmado por lo que sus ojos admiraron. Sobre los laterales —y el mismo fondo— de la tienda, había cientos de estanterías repletas de relojes arcaicos y bellísimos que jamás había admirado y que parecían pertenecer a un tiempo tan antiguo como la historia misma. Todos parecían perfectamente sincronizados, como si el sonido de las agujas fuera uno solo, como si de alguna manera tuvieran una increíble voluntad propia. Sin embargo, ninguno de ellos parecía estar a la venta. A pesar de eso, no era lo que necesitaba ni lo que lo había impulsado a ingresar.

El señor se acercó al mostrador y llevó una mano a uno de los bolsillos del saco negro que llevaba puesto. Una corbata del mismo rojo que adornaba el paraguas, se veía que caía desde el cuello.

Los ojos del anciano parecieron brillar de algún modo especial, como si esperase que algo así sucediera, como si hubiera estado aguardando a que eso pasara durante un tiempo que nadie hubiera sido capaz de concebir.

Imágenes de ultratumba y otras paranoiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora