VII: el fin de la fiesta

15 0 0
                                    

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.


Sabía que ellas también habían sido invitadas a la fiesta, aunque no me agradaban. Nunca lo habían hecho.

Las había visto quince minutos antes, cuando salía del baño. Las tres caminaban por el pasillo y llevaban algo en las manos, pero no pude ver bien de qué se trataba puesto que lo guardaron en los bolsillos de inmediato, justo un segundo antes de que mi mente pudiera darle una forma lógica. Ellas no se percataron de mi presencia en los sanitarios, y yo solo pude ver que llevaban una cajita de algún tipo. Tampoco logré determinar de qué se trataba, pues en ese momento volví a meterme para no cruzármelas... ya que supe de inmediato que algo malo tramaban.

Pero ahora ya era el momento de la fiesta, y nada más que eso me importaba. Yo asistí junto a Ricardo y a un amigo de él, de quien desconocía el nombre. Me sorprendió un poco el hecho de que hubiera tan poca gente aquella noche, como así de que casi hubiera en el aire un silencio sepulcral. De algún modo, eso no nos importó —pues nada nos arruinaría ese momento tan especial—, y nos sentamos frente a una mesa redonda, esa en la que siempre solíamos echar una partida de damas o de truco. Pedimos que compraran algún juego de ajedrez en más de una ocasión, pero los dueños del bar nunca nos tenían en cuenta, pese a que frecuentábamos el lugar con bastante regularidad. Todo marchaba bien y nos sentíamos a gusto platicando, pero fue justo en el momento en que más estábamos disfrutando cuando llegaron ellas, y fue entonces que supe que todo marcharía mal; esas sonrisas extrañas dibujadas en sus rostros así me lo parecían indicar. Y los chicos no se quedaron atrás, sonrieron de esa manera en la que los hombres lo hacemos cuando una mujer se siente interesada en nosotros, y nosotros solo queremos aprovecharnos de esa oportunidad tan especial...

Las muchachas no eran feas, pero eran pájaros de otro cantar las intenciones ocultas tras aquellos gestos de corderos, en los que se escondía el mismísimo diablo, que aguardaba su oportunidad. Ricardo quería que yo me animara y que le invitase un trago a alguna, sin embargo mi rostro se volvió de piedra de manera brusca y la seriedad seca, y algo indiferente que lo envolvió, no permitió ni un solo atisbo de amistad. La que parecía interesada en mi persona, era bajita y un poco rellenita. Presentaba unos cabellos rubios y ojos celestes; era sin dudas una muchacha bonita, pero sabía que no podía fiarme de ella, pues comprendía mejor que nadie que se trataba de una verdadera zorra disfrazada de oveja. Todas pasaron a nuestro lado; el rostro de ninguna había parecido sufrir alteración, excepto el de "la mía", que dejó entrever una expresión entre dolida y furiosa por la actitud que se había hecho presente en mi persona.

Y fue entonces cuando me di cuenta de que una de esas culebras —para ser más específico, la que le correspondía a Ricardo— depositó, con una agilidad tremenda en las muñecas, un extraño polvo en la bebida que este había ordenado. Quise agarrar el vaso y estrellarlo contra el suelo antes de que le diera un solo sorbo, pero no hice a tiempo y, previamente a mi ocurrencia, no me di cuenta de que mi amigo ya había bebido la mitad del contenido. Miré, entonces, el mío y distinguí en este una estela sospechosa de un color algo opaco. Las engañé fingiendo beber un poco del líquido, que en realidad esparcí por el suelo con la precaución de que nadie me viera hacerlo. Luego de un momento, las chicas fueron a algún lugar, seguramente al baño, a platicar sobre nosotros.

Imágenes de ultratumba y otras paranoiasWhere stories live. Discover now