Capítulo 29. Libre

4.2K 416 23
                                    

Karl traía a una mujer entre sus brazos, pero no podía saberse si estaba viva o muerta. Me costó un mundo no faltar a lo que le había prometido a los dioses, y además, sospechaba que ya me habían bendecido suficiente al hacer que me protegiesen tanto mi hijo como mi esposo. Por ello, había intentado mentalizarme de que había perdido a mi hermana, razón por la cual me sorprendió que la mujer me mirase con sus ojos verdes.

Ingrid sollozó cuando la abracé. Karl la condujo hasta su alcoba y la depositó sobre la cama, y ella le pidió que no se fuera, que no la dejara sola. Los ojos de él se llenaron con una sonrisa. Le prometió que no se movería de la puerta mientras Gerda y yo la ayudábamos a asearse. Tenía un aspecto muy desmejorado, con la cara sucia y el cabello enredado y con alguna que otra hoja incrustada, por no hablar de su olor.

No se sentía orgullosa, al contrario, pero en cuanto vio que unos hombres se acercaban a la aldea, corrió a esconderse dentro de una de las casas. Y luego, cuando empezó a oír los gritos de las demás, se mantuvo quieta y en silencio. No podía quedarse allí, acabarían apareciendo más enemigos, pero tampoco regresar al castillo, pues esos hombres pusieron rumbo hacia él. Así que cogió lo poco que encontró en la alacena y se internó en el bosque, con la esperanza de ver a alguno de los nuestros.

―¿Era tu esposo? ―preguntó cuando le revelé que los hombres que había visto pasar después eran, en realidad, Sandor y los suyos―. Vaya, me habría ahorrado esos gusanos.

Me reí, Gerda me acompañó, y mi hermana acabó haciéndolo.

―No sabía a dónde ir ―añadió entristeciéndose de nuevo―. Nunca he rezado tanto a los dioses.

―Seguro que pensaron ¿esta quién es? ―dije.

Volvimos a reírnos. Ingrid lanzó un hondo suspiro.

―Pocas cosas hay mejores que un baño ―murmuró, recostándose en la bañera.

―¿Los hombres como Karl? ―propuse.

La vi contener una sonrisa mientras parecía pensar en algo agradable.

―No se le da mal, no.

―¿Ya habéis...

―Y repetiré en cuanto pueda.

―Ingrid, hay algo de lo que tenemos que hablar.

Le conté todo cuanto había discutido con mi esposo. Ella enseguida se mostró reacia a desposarse, pero no tanto como me había imaginado.

―Es eso o venirte con nosotros.

―¿Sin criados? ¿Y quién me preparará el agua caliente y me ayudará a arreglarme?

La miré esperando que solo con eso lo dedujera ella sola.

―No me veo, Elin, pero tampoco de esposa leal.

―Tendrás que escoger, o intentar llegar a un acuerdo con tu futuro esposo.

―¿A qué te refieres? ¿Crees que algún hombre dejaría que su mujer estuviese con otros hombres?

―Muchos señores tienen sus amantes ―le recordé.

―¿Tu esposo y tú... ―comenzó con una sonrisa pícara.

―¿Qué? No, no. Pero todo es hablarlo, supongo.

―Opino lo mismo ―intervino Gerda.

Ingrid meditó un momento.

―Pero ¿Karl querrá dejar a Sandor?

―¿Sería él, entonces? ―pregunté.

―No se me ocurre nadie mejor.

Una vez recobrada su belleza habitual, nos echó de la estancia e hizo que Karl entrase. Me daba la sensación de que tardarían más tiempo del que requería una simple conversación, de modo que regresé con Gerda al patio de armas. Y tenía razón, porque Karl y mi hermana aparecieron como una hora después.

―¿Y bien? ―les pregunté.

Ingrid miró a Karl y él le dio un beso en la cabeza antes de volver al entrenamiento.

―Me ha dado sus argumentos y creo que me voy con vosotros ―dijo mi hermana―. Además, Karen quiere acompañarnos. Dice que si cuidamos de ella, me servirá como hasta ahora. Y Walda quiere hacer lo mismo contigo, Elin.

―Sí, lo sé, pero no sé si podremos mantenerla a largo plazo. Por eso, lo mejor es que te mentalices de que algo, al menos, tendrás que hacer.

Ingrid se mostró contrariada como una niña pequeña a la que estuvieran riñendo.

―¿Y la boda?

―Me casaré con ese tal Dylan para que tengamos un margen para escapar. Luego Karl volverá a ser Karl.

Se encogió de hombros al ver mi ceja alzada.

―No me quiero casar aún, Elin, y no sé si querré hacerlo algún día. Puedo acordar lo que sea, pero ser esposa es ser esposa. No puedo pretender que Karl, ni nadie, acepte la situación que se daría. De momento, quiero estar con él solo, pero me conozco y cambiaré de opinión, y necesito saber que seré libre.

―El problema, Ingrid, es que es de él de quien vas a depender. Sea tu esposo aquí o sea tu amante en el lugar al que vayamos. No podrás estar como con padre.

―Pero tampoco me puedo quedar aquí, arriesgándome a tener que pasar por todo otra vez o algo peor. Gerda, lo siento mucho.

Mi amiga negó con la cabeza.

―Karl me ha prometido que cuidará de mí pase lo que pase ―añadió Ingrid.

―Entonces te ama ―dijo Gerda.

Mi hermana se quedó sin palabras. Al parecer, había dado por hecho que ella se merecía aquel trato por parte de Karl o de cualquier otro hombre con el que hubiera yacido.

―¿Y tú? ¿Sientes algo por él?

Ingrid titubeó antes de admitir que no estaba segura.

―¿Alguna vez te has enamorado? ―insistió mi amiga. Ingrid se encogió de hombros―. ¿Te has sentido como con Karl? Yo sé que amo a Kevan porque me pasa como con Jorgen al principio.

―No, nunca me he sentido así.

―Espera unos días a ver si es porque te ha rescatado. Luego creo que deberías decidir si aceptas su propuesta o no, porque podrías hacerle mucho daño.

―Mi relación con Karl es de antes de todo esto. Cuando se instaló aquí con Sandor me pareció apuesto, pero demasiado serio y además se limitaba a lanzarme miradas. Luego me enteré de que le había golpeado a uno de los suyos por hablar mal de mí, y decidí darle una oportunidad. Me asustó lo intenso que fue y le evité los días siguientes, aunque él tampoco me dijo nada. La noche previa a la partida volvimos a estar juntos, porque me daba miedo de no poder hacerlo de nuevo.

Gerda y yo nos miramos la una a la otra, sabiendo bien a qué se refería mi hermana.

―Sea lo que sea, no tengo otra opción ―concluyó Ingrid.

―Puedes escoger ―repuse―. Entre depender de un hombre o trabajar conmigo y con Sheilah en el dispensario. Vivirás con nosotros si dejas a Karl, pero tienes que aportar algo.

―¿Qué sé yo de remedios?

―Aprenderás, como hice yo de Gyles.

―¿Y tengo que tocar a los enfermos? ―preguntó con la nariz arrugada.

―Nadie te obligará a eso.

―Bueno, ya veremos.

ScarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora