Capítulo 18. Cae la nieve

5.6K 508 44
                                    

Aunque sus ojos y su voz le delataban, Sandor puso todo su empeño en no resultar exigente cuando me pedía que no me quedase sola en ningún momento ni pasase mucho tiempo fuera de nuestra alcoba. Su recompensa fue que recuperásemos nuestra particular intimidad.

Unos días después, Gyles aseguró que no veía problema alguno y que todo parecía ir perfectamente. Sin embargo, pese a que yo había ido a pedírselo a solas, no accedió a que yaciera aún con mi esposo.

―No hasta que haya cuajado ―repitió delante de Sandor―. Luego, depende de cómo te sientas, Elin.

Aunque el rostro de Sandor se tiñó de decepción, él estaba resuelto a respetar aquello. Su determinación era tan grande como su fiereza, sino incluso más, y eso sí era algo que él podía controlar.

Tenía ganas de ir a ver a Gerda y conocer los avances de la casa, pero me conformaba con escucharla hablar cuando venía a verme, aunque la mayor parte del tiempo sus palabras guardaban relación con Kevan. Me alegraba verla tan animada, incluso risueña.

Sandor solo se apartaba de mí en esos momentos o cuando se marchaba a entrenar con Kevan. Me hacía compañía en la alcoba, me ayudaba a asearme y me observaba en el taller.

―Ya se te nota ―dijo una tarde cuando fui a bañarme, acariciándome la barriga.

Agarré su mano para conducirle a la bañera. Cuando me senté en su regazo, enseguida quiso detenerme.

―Ya ha pasado el mes ―le recordé―, y te quiero dentro de mí.

Suspiró y me dejó que pusiera sus manos en mis caderas.

―Iré despacio ―prometí.

―Si sientes cualquier cosa...

―Sí, tranquilo.

Claro que sentí algo, pero fue alivio y placer. Me recosté en él y no pude dejar de sonreír durante varios segundos, mientras sus brazos me estrechaban contra su cuerpo.

―¿Todo bien?

―Perfecto.

―Venga, voy a lavarte y salimos. No quiero que cojas frío.

―No, quiero quedarme así un rato.

No cedí hasta que noté que el agua ya no estaba tan caliente, y en cuanto pude, me acurruqué de nuevo en su abrazo.

―Creo que deberíamos hacerlo suave por un tiempo ―dije.

―Claro que sí. Hasta que des a luz.

―No tanto tiempo ―me quejé.

―En eso no voy a ceder ―aseguró.

Unos días después, nevó por primera vez ese año, y por fin conseguí convencerle para que no se opusiera a que me quedase sola. Una mañana, cuando estaba en el taller, Ivar llamó a la puerta. Le ordené de inmediato que se fuera, pero él me suplicó un momento para hablar.

―¿De qué? No tenemos nada...

―Ya no voy a insistir más, Elin. He comprendido que estar con él es lo que tú deseas. Solo déjame decirte algo.

―¿El qué?

―¿Puedo pasar? He venido a despedirme.

―¿Te marchas?

―Creo que me vendrá bien un tiempo alejado de vosotros dos. ¿Puedes darme algunas hierbas para el camino?

―Sí, claro. ¿Qué quieres?

―Algo para las heridas y para el dolor, sobre todo.

Me acerqué a la estantería y busqué con la mirada lo que necesitaba. Le noté colocarse detrás de mí, pero no me dio tiempo a nada antes de saber que me ponía un trapo en la cara. Acto seguido, todo se volvió negro.

ScarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora