Capítulo 14. Demasiadas distracciones

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Gerda fue volviéndose cada día más amable con Kevan. Sin embargo, él no me pareció que estuviese muy contento, y me confesó que Gerda no quería ser cortejada. Cuando hablé con mi amiga, descubrí que en realidad lo que no quería era volver a casarse.

―Pues no lo hagas ―repliqué.

―¿Te refieres a...

No concluyó y miró a Kevan. No era difícil imaginar lo que ella estaba pensando. Pero, de repente, negó con la cabeza varias veces.

―Eres viuda ―le recordé―. Ya no debes preocuparte tanto por la decencia, y menos si no te vas a casar de nuevo. ¿Qué dice él?

―Solo le he dicho que no me interesa.

―Pero es mentira, ¿no?

Suspiró.

―Elin, no quiero... No quiero complicarme la vida.

―Kevan lo que hará será alegrártela ―aseguré.

Pareció meditar un momento, pero acabó volviendo a negar con la cabeza.

―Te digo que sí ―insistí.

―¿Y tú qué sabes? Jorgen...

Se alejó de mí, pero corrí a colocarme delante suya.

―Escúchame un momento. Si te hiciera algún daño, solo tienes que decírmelo. Sandor le metería en vereda. Y, de todos modos, no sería tu esposo para que tuvieses que aguantarle para siempre.

Sus ojos me abandonaron y se fijaron en los árboles que bordeaban la propiedad. Luego bajaron despacio hasta encontrarse con Kevan.

―Es pronto ―dijo.

―Él ya lleva esperando bastante tiempo. Si se lo explicas, seguro que accede a esperar un poco más, hasta que estés lista.

―¿Cuánto tiempo?

―¿Por qué no se lo preguntas?

Kevan se había detenido en su trabajo y miraba hacia nosotras. Sus ojos y los de Gerda se encontraron, y ella le mantuvo la mirada. Como si se sintiera llamado, Kevan soltó el sacho y se nos acercó.

―¿Pasa algo? ―preguntó.

―Es tarde ―dijo Gerda―. Déjalo ya. Regresemos.

Kevan fue a guardar el sacho en su sitio y a decirle a Aren que nos marchábamos. Aren se quedaría un poco más para terminar de aprovechar la mezcla que acababa de hacer. Una vez en la fortaleza, Gerda le propuso a Kevan que los dos diesen un pequeño paseo.

―Ve ―le dije a él cuando me miró―. Yo estaré en mi taller.

Kevan me dio las gracias en silencio. Casi había llegado a mi destino cuando me encontré con Ivar, en el patio cercano a mi alcoba.

―Parece un perro guardián ―se quejó.

―¿Qué quieres?

―Tranquila, princesa. Solo quiero hablar contigo un momento.

―Ivar, por favor, ya te lo he dicho.

―De verdad. Solo hablar.

Se sentó en el banco más próximo y yo me coloqué a mi lado.

―¿Qué hacéis tanto ahí fuera? ―preguntó.

―Seguro que ya lo sabes.

―¿No puedes ser más amable?

―Supongo que te da igual como sea.

―Prefiero más amable ―repuso con una sonrisa.

―Ivar, no quiero volver a repetírtelo.

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