CAPÍTULO 27 - "Puedes Limpiarme"

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La lepra era la más temida de todas las enfermedades conocidas en el Oriente. Su carácter incurable y contagioso y sus efectos horribles sobre sus víctimas llenaban a los más valientes de temor. Entre los judíos, era considerada como castigo por el pecado, y por lo tanto se la llamaba el "azote," "el dedo de Dios." Profundamente arraigada, imposible de borrar, mortífera, era considerada como un símbolo del pecado. La ley ritual declaraba inmundo al leproso. Como si estuviese ya muerto, era despedido de las habitaciones de los hombres. Cualquier cosa que tocase quedaba inmunda y su aliento contaminaba el aire. El sospechoso de tener la enfermedad debía presentarse a los sacerdotes, quienes habían de examinarle y decidir su caso. Si le declaraban leproso, era aislado de su familia, separado de la congregación de Israel, y condenado a asociarse únicamente con aquellos que tenían una aflicción similar. La ley era inflexible en sus requerimientos. Ni aun los reyes y gobernantes estaban exentos. Un monarca atacado por esa terrible enfermedad debía entregar el cetro y huir de la sociedad.

Lejos de sus amigos y parentela, el leproso debía llevar la maldición de su enfermedad. Estaba obligado a publicar su propia calamidad, a rasgar sus vestiduras, y a hacer resonar la alarma para advertir a todos que huyesen de su presencia contaminadora. El clamor "¡Inmundo! ¡inmundo!" que en tono triste exhalaba el desterrado solitario, era una señal que se oía con temor y aborrecimiento.

En la región donde se desarrollaba el ministerio de Cristo, había muchos enfermos tales a quienes les llegaron nuevas de la obra que él hacía, y vislumbraron un rayo de esperanza. Pero desde los días del profeta Eliseo, no se había oído nunca que sanara una persona en quien se declarara esa enfermedad. No se atrevían a esperar que Jesús hiciese por ellos lo que por nadie había hecho. Sin embargo, hubo uno en cuyo corazón empezó a nacer la fe. Pero no sabía cómo llegar a Jesús. Privado como se hallaba de todo trato con sus semejantes, ¿cómo podría presentarse al Sanador?

Y además, se preguntaba si Cristo le sanaría a él. ¿Se rebajaría hasta fijarse en un ser de quien se creía que estaba sufriendo un castigo de Dios? ¿No haría como los fariseos y aun los médicos, es decir, pronunciar una maldición sobre él, y amonestarle a huir de las habitaciones de los hombres? Reflexionó en todo lo que se le había dicho de Jesús. Ninguno de los que habían pedido su ayuda había sido rechazado. El pobre hombre resolvió encontrar al Salvador. Aunque no podía penetrar en las ciudades, tal vez llegase a cruzar su senda en algún atajo de los caminos de la montaña, o le hallase mientras enseñaba en las afueras de algún pueblo. Las dificultades eran grandes, pero ésta era su única esperanza.

El leproso fue guiado al Salvador. Jesús estaba enseñando a orillas del lago, y la gente se había congregado en derredor de él. De pie a lo lejos, el leproso alcanzó a oír algunas palabras de los labios del Salvador. Le vio poner sus manos sobre los enfermos. Vio a los cojos, los ciegos, los paralíticos y los que estaban muriendo de diversas enfermedades, levantarse sanos, alabando a Dios por su liberación. La fe se fortaleció en su corazón. Se acercó más y más a la muchedumbre. Las restricciones que le eran impuestas, la seguridad de la gente, y el temor con que todos le miraban, todo fue olvidado. Pensaba tan sólo en la bendita esperanza de la curación.

Presentaba un espectáculo repugnante. La enfermedad había hecho terribles estragos; su cuerpo decadente ofrecía un aspecto horrible. Al verle, la gente retrocedía con terror. Se agolpaban unos sobre otros, en su ansiedad de escapar de todo contacto con él. Algunos trataban de evitar que se acercara a Jesús, pero en vano. El ni los veía ni los oía. No percibía tampoco sus expresiones de horror. Veía tan sólo al Hijo de Dios. Oía únicamente la voz que infundía vida a los moribundos. Acercándose con esfuerzo a Jesús, se echó a sus pies clamando: "Señor, si quieres, puedes limpiarme."

Jesús replicó: "Quiero: sé limpio," y puso la mano sobre él. Inmediatamente se realizó una transformación en el leproso. Su carne se volvió sana, los nervios recuperaron la sensibilidad, los músculos, la firmeza. La superficie tosca y escamosa, propia de la lepra, desapareció, y la reemplazó un suave color rosado como el que se nota en la piel de un niño sano.

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora