CAPÍTULO 68 - En el atrio exterior

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“Y había ciertos griegos de los que habían subido a adorar en la fiesta: éstos pues, se llegaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y rogáronle, diciendo: Señor, querríamos ver a Jesús. Vino Felipe, y díjolo a Andrés: Andrés entonces, y Felipe, lo dicen a Jesús.”

En esos momentos, la obra de Cristo parecía haber sufrido una cruel derrota. El había salido vencedor en la controversia con los sacerdotes y fariseos, pero era evidente que nunca le recibirían como el Mesías. Había llegado el momento de la separación final. Para sus discípulos, el caso parecía sin esperanzas. Pero Cristo estaba acercándose a la consumación de su obra. El gran suceso que concernía no sólo a la nación judía, sino al mundo entero, estaba por acontecer. Cuando Cristo oyó la ferviente petición: “Querríamos ver a Jesús,” repercutió para él como un eco del clamor del mundo hambriento, su rostro se iluminó y dijo: “La hora viene en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado.” En la petición de los griegos vió una prenda de los resultados de su gran sacrificio.

Estos hombres vinieron del Occidente para hallar al Salvador al final de su vida, como los magos habían venido del Oriente al principio. Cuando nació Cristo, los judíos estaban tan engolfados en sus propios planes ambiciosos que no conocieron su advenimiento. Los magos de una tierra pagana vinieron al pesebre con sus donativos para adorar al Salvador. Así también estos griegos, representando a las naciones, a las tribus y a los pueblos del mundo, vinieron a ver a Jesús. Así también la gente de todas las tierras y de todas las edades iba a ser atraída por la cruz del Salvador. Y así “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob, en el reino de los cielos.”

Los griegos habían oído hablar de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Algunos suponían que había echado a los sacerdotes y gobernantes del templo, y que iba a tomar posesión del trono de David y reinar como rey de Israel, y habían hecho circular ese rumor. Los griegos anhelaban conocer la verdad acerca de su misión. “Querríamos ver a Jesús,” dijeron. Lo que deseaban les fué concedido. Cuando la petición fué presentada a Jesús, estaba en aquella parte del templo de la cual todos estaban excluídos menos los judíos, pero salió al atrio exterior donde estaban los griegos, y tuvo una entrevista con ellos.

Había llegado la hora de la glorificación de Cristo. Estaba en la sombra de la cruz, y la pregunta de los griegos le mostró que el sacrificio que estaba por hacer traería muchos hijos e hijas a Dios. El sabía que los griegos le verían pronto en una situación que no podían soñar. Le verían colocado al lado del ladrón y homicida Barrabás, al que se decidiría dar libertad antes que al Hijo de Dios. Oirían al pueblo, inspirado por los sacerdotes y gobernantes, hacer su elección. Y a la pregunta: “¿Qué pués haré de Jesús que se dice el Cristo?” se daría la respuesta: “Sea crucificado.” Cristo sabía que su reino sería perfeccionado al hacer él esta propiciación por los pecados de los hombres, y que se extendería por todo el mundo. El iba a obrar como Restaurador y su espíritu prevalecería. Por un momento, miró lo futuro y oyó las voces que proclamaban en todas partes de la tierra: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” En estos extranjeros, vió la garantía de una gran siega, para cuando el muro de separación entre judíos y gentiles fuese derribado, y todas las naciones, lenguas y pueblos oyesen el mensaje de salvación. Expresó esta expectativa de la consumación de sus esperanzas en las palabras: “La hora viene en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado.” Pero la manera en que debía realizarse esta glorificación no se apartaba nunca del pensar de Cristo. La reunión de los gentiles había de seguir a su muerte que se acercaba. Únicamente por su muerte podía salvarse el mundo. Como el grano de trigo, el Hijo de Dios debía ser arrojado en tierra y morir y ser sepultado; pero volvería a vivir. 

Cristo presentó lo que le esperaba y lo ilustró por las cosas de la naturaleza, a fin de que los discípulos pudiesen comprenderlo. El verdadero resultado de su misión iba a ser alcanzado por su muerte. “De cierto, de cierto os digo—dijo,—que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva.” Cuando el grano de trigo cae en el suelo y muere, brota y lleva fruto. Así también la muerte de Cristo iba a resultar en frutos para el reino de Dios. De acuerdo con la ley del reino vegetal, la vida iba a ser el resultado de su muerte. 

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora