CAPÍTULO 64 - Un Pueblo Condenado

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La entrada triunfal de Cristo en Jerusalén era una débil representación

de su venida en las nubes del cielo con poder y gloria, entre el triunfo

de los ángeles y el regocijo de los santos. Entonces se cumplirán las

palabras de Cristo a los sacerdotes y fariseos: "Desde ahora no me

veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.'

En visión profética se le mostró a Zacarías ese día de triunfo final; y

él contempló también la condenación de aquellos que rechazaron a Cristo

en su primer advenimiento: "Mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán

llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como

quien se aflige sobre primogénito." Cristo previó esta escena cuando

contempló la ciudad y lloró sobre ella. En la ruina temporal de

Jerusalén, vio la destrucción final de aquel pueblo culpable de derramar

la sangre del Hijo de Dios.

Los discípulos veían el odio de los judíos por Cristo, pero no veían

adónde los conduciría. No comprendían todavía la verdadera condición de

Israel, ni la retribución que iba a caer sobre Jerusalén. Cristo se lo

reveló mediante una significativa lección objetiva.

La última súplica a Jerusalén había sido hecha en vano. Los sacerdotes y

gobernantes habían oído la antigua voz profética repercutir en la

multitud en respuesta a la pregunta: "¿Quién es éste?" pero no la

aceptaban como voz inspirada. Con ira y asombro, trataron de acallar a

la gente. Había funcionarios romanos en la muchedumbre, y ante éstos

denunciaron sus enemigos a Jesús como el cabecilla de una rebelión. Le

acusaron de querer apoderarse del templo y reinar como rey en Jerusalén.

Pero la serena voz de Jesús acalló por un momento la muchedumbre

clamorosa al declarar que no había venido para establecer un reino

temporal; pronto iba a ascender a su Padre, y sus acusadores no le

verían más hasta que volviese en gloria. Entonces, pero demasiado tarde

para salvarse, le reconocerían. Estas palabras fueron pronunciadas por

Jesús con tristeza y singular poder. Los oficiales romanos callaron

subyugados. Su corazón, aunque ajeno a la influencia divina, se conmovió

como nunca se había conmovido. En el rostro sereno y solemne de Jesús,

vieron amor, benevolencia y dignidad. Sintieron una simpatía que no

podían comprender. En vez de arrestar a Jesús, se inclinaron a

tributarle homenaje. Volviéndose hacia los sacerdotes y gobernantes, los

acusaron de crear disturbios. Estos caudillos, pesarosos y derrotados,

se volvieron a la gente con sus quejas y disputaron airadamente entre

sí.

Mientras tanto, Jesús entró sin que nadie lo notara, en el templo. Todo

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora