Sábado por la noche

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Estoy en la cama, envuelto en una sábana calientita y con el mando del PlayStation en mi mano, mientras fijó mi mirada en la pantalla de la televisión frente a mí. A mí lado sostengo un bote de helado con chispas de chocolate, toda una delicia que de tanto en tanto, me ocupo de llevar a mi boca a la vez que malabareo con el videojuego que elegí para hoy. Uno sobre carreras, siempre me han gustado.

Sé que no es precisamente el plan más emocionante que uno pudiera realizar un sábado por la noche, pero me agradan las cosas tranquilas. Solo yo y estos momentos para relajarme. Especialmente cuando no hay nadie más en casa.

Normalmente nadie sale los fines de semana, así que me gusta aprovechar para estar a mis anchas, saboreando la delicia que tengo en la mano y entregándome a mi pasión secreta por los videojuegos. Estoy tan bien así. No espero a que nadie regrese sino hasta pasado mañana... fue por eso, que al escuchar el sonido de la puerta principal abriéndose, el corazón me dio un vuelco en el pecho.

El miedo se apoderó de mí de un instante a otro, mientras aguzaba el oído. Sí, alguien había entrado.

Desconecté la PlayStation bruscamente y salí de la cama, derramando parte del helado sobre el colchón y la alfombra inmaculada del suelo. Abrí el armario a toda prisa y alcancé a recoger la cuchara que estaba usando, justo cuando empecé a escuchar los pasos que subían por las escaleras.

Con el corazón desembocado, acabe de meterme en el clóset en el mayor silencio posible. Solo un par de minutos más tarde, vi a través de las rendijas como el desconocido ingresaba en el dormitorio, inspeccionándolo todo con ojos suspicaces. Se dio cuenta del helado desparramado y volvió a mirar en derredor.

—¿Hola? —llamó, sin atisbo de amenaza en su voz, pero esa es una equivocación que no pienso cometer de nuevo.

Si hay algo que he aprendido, es a nunca buscar amistad en las voces inofensivas.

Lo vi agacharse para mirar bajo la cama. Maldición, ahora está buscándome. Me meto la cuchara en la boca para poder aflojarla con los dientes, esforzándose por convertirle en un arma para defenderme y rogando al mismo tiempo, porque a él no se le ocurra mirar en el armario.

La cuchara finalmente se rompe pero sus ojos también se posan en el clóset. Cuando abre la puerta, los dos gritamos. Yo de sorpresa. Él, de miedo.

Hundo el filo de la cuchara en su cuello y se lleva la mano hasta la garganta ensangrentada, mirando como escapo a toda velocidad, escaleras abajo. Salgo de la casa y emprendo la huida cale abajo, llorando de disgusto y pánico. Luego me repongo, sacó el teléfono y busco #fiesta en Twitter.

Tal vez tenga suerte y en esta ocasión, sí encuentre una casa ajena en la que sus propietarios hablen en serio, cuando dicen que estarán fuera todo el fin de semana.

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