10 - Una mente desconcentrada

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Lucía solía divagar sobre un sinfín de cosas cuando no tenía nada que hacer, cosa que, en realidad, no le acababa de agradar pues le provocaba la sensación de que era incapaz de tener la mente centrada en algo durante demasiado tiempo.

Era una joven sencilla, divertida y con numerosas amistades que la mantenían ocupada prácticamente todo el tiempo que le quedaba libre tras el trabajo. Si no quedaba con unos, se reunía con otros o, incluso, atendía sus peticiones artísticas. Dibujaba muy bien, siempre en blanco y negro y una definida escala de grises, algo heredado de su padre que tenía una mano mágica en cuanto a dibujo y pintura se refería; también montaba pendientes y pulseras, como había hecho su madre cuando Lucía era una niña. Trabajaba como ayudante de cocina en un restaurante que era de todo menos calmado, y tenía un horario del que estaba agradecida pues la mayoría de sus jornadas terminaban antes de las cuatro de la tarde, por lo que disponía de tiempo para atender sus aficiones y su vida social.

Era feliz con lo que tenía, y era lo único que le importaba.

En el trabajo, se había cogido la costumbre de contar mientras cumplía con sus tareas. Cuando cortaba el pan de los bocadillos, iba contando cuántos llevaba; contaba las lonchas de embutido que colocaba en cada bocadillo y lo hacía también cuando las cortaba. Mientras llenaba las bandejas del lavavajillas, llevaba las cuentas de los platos que ponía en ellas e, incluso, al triturar el tomate seguía una receta aprendida de memoria. Lucía no se guiaba por gramajes, sino por unidades. Se aseguraba de que fuesen quince tomates por bote -ni uno más ni uno menos-, dos puñados de sal, y al echar el aceite contaba hasta seis. Ni cinco ni siete, seis. Al triturarlo, la máquina llegaba a veinticinco segundos, y no pasaba de ahí porque la detenía de inmediato.

Contaba en silencio, mentalmente, a pesar de hablar sola muy a menudo cuando repasaba qué le faltaba por hacer. Nadie sabía de aquella manía que tenía de contabilizarlo todo pues, aunque no se consideraba rara, sabía que a ojos ajenos lo parecería y no tenía ganas de aguantar burlas de sus compañeros. Podía parecer que tenía alguna obsesión o trastorno, pero no era así; en realidad, Lucía contaba para evitar pensar.

Cuando lo hacía, comenzaba a dar tumbos mentalmente, de un tema a otro sin sentido ni orden. Tan pronto podía estar cavilando sobre el trabajo que le quedaba por hacer, como podía debatir consigo misma sobre qué ropa se pondría al día siguiente. Hasta ahí, todo normal, ¿verdad? Lo sería si terminase de darle vueltas a un asunto y luego empezase con el siguiente, pero no era así en su caso; no, la mente de la muchacha mezclaba los temas con una simple palabra en común.

El día anterior, sin ir más lejos, se encontraba lavando unos envases y necesitaba secar uno que le hacía falta con urgencia y su cabecita comenzó a trabajar a saltos. «Necesito meter aquí los calamares para el servicio de mediodía, porque como no lo haga se van a quedar sin y tendrán problemas. Lo secaré con papel para usarlo ya. A ver, ¿dónde está el rollo? ¡Ah! Eso me recuerda que tengo comprar el papel de regalo para envolver lo de Ernesto», pensó mientras cogía un buen puñado de papel absorbente y empezaba a secar el bote de plástico. «Anda que celebrarlo un jueves por la noche, ¡¿dónde se ha visto?! Tendremos que ver cómo hacer después de cenar, porque no hay ni un garito abierto jueves por la noche por aquí. Por cierto, tengo que reservar el restaurante para el aniversario de mis padres, ¡que también cae en jueves! ¡Ay, los calamares!», discurrió al tiempo que se dirigía a la cámara frigorífica a buscar los susodichos moluscos. Estaba llenando el bote para poner en la partida y, cómo no, seguía con la mente a toda revolución: «No tengo idea de qué voy a comer hoy, tendría que ir a hacer la compra porque no tengo de nada en casa... Si acaso me queda queso. ¡Ah! Había olvidado que tengo que hacer las tartas de queso que me dijo el encargado ayer. Sí, sí, saco estos bocadillos y me pongo con ellas».

Cabe decir que, mientras preparaba los bocadillos que le habían pedido, olvidó nuevamente los calamares, dejando el bote abandonado en un rincón de la cocina, y se dispuso a preparar las tartas. Seguía pensando en todo, sin centrarse en nada.

Cuando le pidieron un mallorquín y se dispuso a ir en busca de la sobrasada, vio los pobres calamares abandonados y empezó a retarse a sí misma por haberlos olvidado allí, sin frío ni nada. De nuevo, sin contar, su mente se encontró vagando entre quince asuntos distintos al mismo tiempo y, por ende, todo iba quedando a medio hacer.

Cuando llegó el compañero que hacía el relevo, Lucía tuvo que quedarse a concluir todo aquello que no había terminado a causa de su despiste y falta de atención. Como resultado, se fue tarde y habiendo quedado en evidencia, sintiéndose un desastre al ser incapaz de centrarse en lo que estaba haciendo. ¡Ay, si hubiese estado contando!, pensó. Otro gallo hubiese cantado, pues hubiese estado concentrada.

Por situaciones como ésta, Lucía tenía la costumbre de contar mientras trabajaba, importando poco que pudiese parecer -o no- rara.

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