15 - Susurros en la noche

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Nota de autora:

Este texto lo elaboré como parte del capítulo sobre puntuación general de la "Guía para evitar típicos errores de escritura". No lo esperaba sino que apareció en mi mente sin más, y me gustó tanto el rumbo que tomaba que decidí ampliarlo un poquito y darle más forma a la idea.

Espero que os guste; si una parte os suena ya sabéis de dónde. ¡Disfrutad la lectura!

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Andrés siempre había querido creer en los demás, confiar en su bondad y en sus palabras e, incluso, permitirse crear lazos con ellos. A pesar de sus intenciones, era algo muy complicado para él dado que el secreto que guardaba parecía un muro de infinita altura, imposible de escalar y superar. No podía recordar ya el momento en que descubrió que no era como los demás o, como solían señalarle, no era «normal».

Andrés veía la peor cara de las cosas, lo oculto en las penumbras y en mentes podridas y todo aquello que reinaba el mundo en que vivían sin que nadie más reparase en su presencia; veía lo que habitaba en la oscuridad. Escuchaba susurros imperceptibles para otros y también voces que le frenaban al andar, así como sentía los vellos de la nuca erizarse cuando caminaba de noche por la calle. «Paranoias tuyas», le decían. Todo el mundo a su alrededor estaba empeñado en que no había absolutamente nada, pero él rebatía diciendo: «hay un todo».

Su familia lo tachó de loco y lo inscribió a terapia; gajes de ser menor de edad y no tener ni voz ni voto. Nunca había tenido muchas amistades, pero acabó por no tener ninguna, hasta que Eva apareció aquel jueves en la consulta de su psiquiatra para atender una cita. Andrés la observó, dudoso, con extrañeza y enmudecido; ella, simplemente se acercó y se sentó a su lado.

Ninguno de los dos dijo nada, solamente observaron en derredor sumidos en un silencio que, para sorpresa de ambos, no resultaba incómodo. Tras aquello, cada jueves se encontraban en el mismo lugar y a la misma hora, mudos al comienzo pero más sueltos tras una decena de encuentros. Él entraba primero, ella iba después con la doctora Ronda; su reunión duraba escasos diez minutos y se repetía la siguiente semana. Increíblemente no demoraron en crear un vínculo que a ninguno de sus terapeutas les pasó desapercibido, provocando que les propusieron terapia grupal con otros dos chicos que compartían ciertos aspectos de su historial.

Carmelo y Lucas no encajaron tanto con ellos, pues su problema parecía ser peor. En realidad, el primero sufría de esquizofrenia temprana y el segundo tenía múltiples personalidades; tres, para ser exactos: Lucas, Lucía y Lucho. Para Andrés era difícil relacionarse con él ya que nunca sabía por dónde le iba a salir y él necesitaba de cierta seguridad y control en su vida. Eva directamente se negó a crear lazos de ningún tipo con ellos, pues no le transmitían confianza.

Ella escuchaba voces inexistentes y veía neblinas danzando a su alrededor aunque nadie más pudiese percibirlas y, en cierto modo, había aprendido a vivir con aquello aportando cierta normalidad a su día a día. Cuando le contó aquello a Andrés, él sonrió complacido de no ser el único "rarito" y se abrió por completo a ella. Entre tétricos murmullos y extraños sucesos, comenzaron a afianzar su relación dando un paso que no habían sido capaces de dar antes con nadie más. Eran demasiado similares como para no apoyarse y, por eso, a nadie le sorprendió aquella unión.

Pasaban todo el tiempo posible juntos, contándose las cosas extrañas que veían o les sucedían. Un año después de su primer encuentro, Eva le propuso ir a una fiesta y él, confiando completamente en su chica, aceptó sin titubear. Si hubiese sabido lo que se avecinaba, jamás lo hubiese hecho.

Eran las dos y veintidós de la noche, hacía fresco pero nada de viento y decidieron regresar caminando. No habían tomado alcohol pues lo tenían terminantemente prohibido debido a la medicación que sus psiquiatras les hacían tomar, por lo que cuando sintieron el suelo temblar bajo sus pies pensaron que había un terremoto. Era leve, muy suave, pero largo y constante. Eva se sintió mareada y apoyó su mano en la fachada de un edificio; para su sorpresa, no se movía ni mínimamente. Balbuceó extrañada, después observó a su pareja, tieso como una estaca en medio de la acera.

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