12 - Los Monstruos, despiertan

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Arrastradas por el vaivén de un enojo trastornado, las esperanzas se disipan como bruma en un día de verano; sin prisa, pero sin pausa.

Susurradas en leve brisa marina, como si de una letanía antigua se tratase, las palabras que narran sucesos se pierden; se van, se escapan.

Mecidas por el movimiento del agua, las verdades desaparecen; se alejan, se hunden.

Así es como los terribles sucesos gozan de margen para evitar que se arrojen luces sobre ellos, aprovechando el tiempo a su favor; creando un halo de falsa información, o creencias, o suposiciones. Así es como el malhechor vira todo a su favor, ocultando sus maldades e intrínsecos ardides hasta el momento final, aquel en que las esperanzas se desvanecen, las informaciones dejan de dudarse y sopesarse y las verdades lo son, solamente, a medias. Aquel instante en que el conocimiento llega pero las preguntas asedian, donde las creencias se tornan fútiles y malvenidas, donde el rechazo a la negada certeza se convierte en un motor que nos lleva a nuestra propia tumba estando aún en vida.

Aceptar que alguien a quien alguna vez quisimos nos arrebata a quien queremos, es duro y destructor, aunque no más que el propio hecho y esa irremediable separación que nos arrastra a una despedida que jamás quisimos que llegase; rechazada por todos, pero sobre todo por todas.

¿Cómo recuperarse de algo así? ¿Cómo seguir adelante tras semejante horror? Creer en alguien en quien no se debe es, sin duda, un error. Tristemente, no podemos saber cuál será el Monstruo que nos destruirá, cuál será el negro terror que nos acechará o cuándo actuará. Imposible es saber en qué momento debemos convertirnos nosotras en monstruos con afán de defender a quienes queremos, a quienes hemos dado la vida empleando un pedacito de la nuestra propia. ¡Ojalá fuese fácil de saber! Todo sería más sencillo, ¿verdad? Podríamos alzar muros, crear barricadas, desatar tormentas... Todo con el único y puro interés de salvaguardar esas vidas que conforman las nuestras. Pero no podemos, esa es nuestra tara; somos incapaces de distinguir dónde habita un Monstruo dormido, latente, uno de aquellos que hibernan y, mientras, aguardan al momento clave para darnos la estocada final. Porque, sí, esa es la última; la más dolorosa, más que la propia muerte.

¡Si tan solo pudiésemos regresar al momento en que la primera señal se lanzó al cielo para regresar a ese momento e impedir que el monstruo comenzase a desempeñar su artimaña!

Si pudiésemos, habría menos Ruths y Josés, menos Gabrieles y, también, menos Olivias y Annas. Menos ángeles en algún lugar que no es donde deberían estar. Menos almas arrebatadas para torturar a otras, pues esa es la realidad de todo eso: esos Monstruos quieren dañar a quien ya no les mira con devoción, a quien ya no les quiere y no les lleva en el corazón.

Son tan cobardes que no pueden aceptar que han perdido el lugar tenido con anterioridad y se agarran a una única vía de satisfacción: dañar por medio de otros en lugar de hacerlo directamente.

Son tan insensatos que, dentro de su desquicio -que no locura-, son capaces de armar un malévolo plan en el que borran cualquier huella. No por salvarse a sí mismos, no, sino para alargar la tortura a sus víctimas finales. ¿Qué mayor dolor hay que perder a un hijo? Y pensarás que ninguno, que eso es lo peor y más doloroso que puede ocurrir; estás equivocado. Lo peor es no llegar a encontrarlos, no saber dónde están, no poder alcanzar el sosiego tras dicha pérdida jamás, en lo que de vida te resta. Lo peor es saber que su propio padre, aquél al que alguna vez quisiste, los mató con la única intención de destruirte. Y tú, en tu calmada confianza, jamás lo esperaste y, por tanto, no lo evitaste. Y ese es el peor castigo, el culparse eternamente por un delito que aquél al que alguna vez amaste cometió. Y tú, herida, jamás podrás rehacer del todo tu vida.

He ahí su plan, urdido con esmero y decisión, logrando alcanzar el objetivo que él marcó.

Dicen que el crimen perfecto no existe, pero yo discrepo. El crimen perfecto no es el que nunca se resuelve, sino el que alcanza las metas establecidas, su razón de ser, su fin sin final. Es en esos casos en los que el Monstruo sonríe desde su encierro o su escondite, regodeándose de cómo buscas sin aliento durante el resto de tus días, de cómo no tienes más hijos porque te atormenta el recuerdo de los que perdiste a sus manos, o de cómo los tienes para no sentirte vacía y abandonada. He ahí el fin sin final, pues tu tortura jamás acabará; aunque sepas lo sucedido, aunque te griten la verdad... Aunque sepas que mató a tus hijos solamente para hacerte sentir miserable y que te arrepientas por no haberlo querido más.

Violencia vicaria, le llaman. Al fin le ponen nombre a esa tortura, ahora toca combatirla a tiempo y evitar que la lista de víctimas se engrose con nuevos nombres. Pero claro, ¿cómo saber dónde se halla uno de esos Monstruos dormidos?

Ruth y José perecieron y su Monstruo, vestido de padre, quiso que su existencia se la llevase el viento, convirtiéndolos en cenizas para que su secreto no se descubriese jamás...

Gabriel se encontró con la muerte a manos de su Monstruo, disfrazado de madrastra, a quien el chiquillo le estorbaba y lo enterró sin miramientos en tierras impregnadas de felicidad, como si nada...

Olivia y Anna son las más recientes, bellas sirenas recorriendo el mar en que su Monstruo, manejando un barco, las hundió con intenciones de que el agua sumergiera la verdad hasta desdibujarla...

Pequeñas sirenas, nadad libres ahora en vuestro nuevo reino, donde un día vuestra madre os alcanzará, donde estaréis de nuevo juntas y ya no habrá más Monstruos de confiables apariencias que os puedan dañar.


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Lamentablemente, tras muchos días de búsqueda, se ha localizado a Olivia. Falta encontrar a Anna, y no se sabe nada del Monstruo que fingiendo quererlas las utilizó para dañar a su madre por haber rehecho su vida sin él.

Así es esta porquería de mundo, donde el humano tornado Monstruo por sus propios delirios -que no locura, lo matizo de nuevo pues están muy cuerdos como para ser capaces de orquestar sus oscuros planes durante más tiempo del que podemos creer- decide que el mejor modo de dañar a esas personas con las que están obsesionados es matando a sus hijos. A esto, se le llama Violencia Vicaria. Si queréis saber más sobre el tema, lamentablemente podéis encontrarlo a un clic, pues sucede más de lo que debería y, ahora mismo, Internet va lleno de ello.

El caso de Gabriel fue distinto, pues la asesina seguía con el padre del niño, no se trataba de dañar a su ex-pareja sino de deshacerse del menor. Aun así, he querido incluirlo en este texto que me ha nacido de las entrañas heridas y presas del llanto que me ha dejado el caso de Olivia y Anna, igual que sucedió con Gabriel y con Ruth y José en su momento, y con tantos otros desde entonces.

Como bien digo, es imposible saber dónde dormita un Monstruo, pero deberemos tener los ojos bien abiertos y captar las señales en cuanto se lancen al vuelo.

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