DIECIOCHO

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La tribu vive en las ruinas de una ciudad inundada. Puentes de madera y cuerda unen las diferentes islas y se mueven de un sitio a otro con barcas. Tapices de colores y telas cubren los edificios e islas flotantes de hierba decoran la ciudad. La jefa de la tribu reúne a los ancianos en un edificio oscuro, lleno de butacas raídas y podridas, con una enorme pared al fondo decorada. Tardo en reconocer lo que siglos atrás debió ser un cine. Está iluminado con antorchas y algunas claraboyas. Nos hacen colocarnos en fila con las manos extendidas hacia delante.

—Hacía mucho tiempo que no venían viajeros —traduce Hyo—. Y los últimos que vinieron quisieron robarnos nuestros tapices. Hemos confiado en vosotros gracias al hijo de Rafmé. Pero eso no significa que lo continuemos haciendo.

—¿Qué queréis? ¿Cuál es vuestra misión? ¿Por qué queréis cruzar esta tierra? —continúa Misuk traduciendo.

Doy un paso adelante y miro a Yaroc para que me traduzca.

—Vuestra gente está en peligro, así como las otras tribus. Si nos ayudáis podremos salvaros.

Misuk ladea la cabeza y veo la preocupación en sus ojos.

—Las máquinas os atacarán.

—Lucharemos —la mujer aúlla.

—Esta guerra no la ganaréis. Son muchos y muy fuertes —salta Hyo.

La mujer grita algo y varias personas inmovilizan a Hyo y Misuk. Corro hacia ellos pero me detienen. La jefa masculla algo y saca un cuchillo. Se acerca a los hermanos de forma amenazante.

—De rodillas —Yaroc me susurra la traducción—. Sabemos lo que sois, hemos visto más como vosotros.

Otras dos personas me cogen por los brazos y me obligan a arrodillarme. La mujer se acerca a mí y me agarra la barbilla. Me mira a los ojos y examina mi cicatriz. Entrecierra los ojos.

—Así que tú no eres una de ellos.

Luego se acerca a Yaroc y relaja la mirada.

—Es indudable que eres su hijo. No tienes sus ojos ni su cabello, pero tu rostro te delata.

Sacude su cabello decorado y varias campanitas producen una musiquilla inquietante. Se planta frente a Hyo y Misuk y les señala con un aparato que empieza a emitir un pitido.

—¡Androides! —chilla con un acento extraño y alargando las vocales. Señala algo cubierto con una manta y unas cuantas personas tiran de ella.

Me sobresalto al ver el cuerpo de medio androide clavado en una estructura metálica. Los cables sobresalen por la zona del abdomen. Unos harapos le cubren lo que queda del torso. Sus ojos son iguales a los de Hyo cuando lo conocí. Tiene la boca abierta y desencajada. Parte de su piel está rasgada. La mujer acerca el aparato y empiezan a saltar chispas.

—C... C... —el androide empieza a mover la cabeza— C... 0...

Abre mucho los ojos, extiende los brazos y empieza a emitir ruidos extraños llenos de interferencias y chasquidos mecánicos. Parece un programa que se repite en bucle.

—0... 1... 5... 7 —Uno de sus brazos deja de moverse—. Cumple... cumple... tu... mi... mi... misión

La jefa de la tribu mira a la máquina y cierra los ojos. Habla bajo, lo suficiente para que Yaroc pueda traducirla.

—Lo encontramos en uno de nuestros palacios. Se había caído la estructura. Tenía este aparato que nos permite identificaros y activarlo —hace una pausa—. Lo que nos confirma nuestro mayor miedo: ha llegado la hora en que las máquinas arrasen el suelo. Nuestros antiguos nos contaron de generación en generación que con la llegada de la Máquina Errante todo acabaría. Él es su mensajero.

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