Prólogo

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La oscuridad es algo curioso. No se puede ver ni tocar, pero es como si te rodease con sus brazos engañosos. Es fría, insólita, única. No le importa nada, avanza lentamente, con parsimonia pero sin parar. Lo cubre todo, deja la luz de lado y hace desaparecer a los colores. No tiene sentimientos, no puede ser herida. Jamás desaparece, ni siquiera con la luz. Es como si se metiese por la boca y te susurrase cosas dulces. Te invita a dormir, a dejarte caer entre sus brazos, a desistir... A olvidarte de todo y no pensar en nada. A dejar la mente en blanco y a olvidarte de quién eres...

Cuando abro los ojos, una luz acogedora rodea mi habitación. Estoy tumbada en mi cama, arropada con la sábana hasta la barbilla. Me giro hacia el lado contrario de la ventana y relajo los músculos. Aún es temprano, no ha sonado el despertador. Sienta bien dormir en una cama mullida y familiar. Oigo el característico sonido del parquet crujiendo bajo el peso y ella se sienta sobre mi cama. Me mira con una sonrisa y me acaricia la mejilla.

—Mamá —susurro.

Su cabello cobrizo está recogido en un moño perfectamente despeinado. Es tan guapa...

—Buenos días, dormilona. ¿Qué tal has dormido?

—Como un tronco —contesto incorporándome sobre los codos.

Me siento extrañamente ligera. Llevo mi pijama blanco de topos verdes y el cabello enmarañado me cae sobre la frente. Observo mi habitación: todo está como siempre, el mueble del ordenador con más cables de los que podría contar, el viejo armario empotrado donde guardo mi ropa ordenadamente, la ventana ligeramente torcida. Esta es mi casa, mi hogar. El sitio al que pertenezco.

Los sucesos de estas semanas pasan ante mis ojos a una velocidad demasiado rápida. Me cuesta respirar. Mamá me pone las manos en los hombros, preocupada.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sí, es solo que... Han pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo... —me río contenta—. Me alegra estar de vuelta.

—¿Qué? —mamá parece desconcertada—. ¿Has tenido una pesadilla?

—No, claro que no. Me refiero a lo del accidente —aclaro.

—Ah, ¿te dices lo del ladrón? Fuiste muy valiente.

Esta vez soy yo la que suena desconcertada.

—No, eso no. Yo digo el accidente. Ya sabes, el Exterior, Sarbeik, Tábroshlek, Hyo...

¡Hyo! ¿Dónde está? Me levanto de repente y salgo de mi habitación, esperando que Hyo esté aquí, en mi casa. Sentado, esperándome. Pero... ¿por qué no recuerdo nada? ¿Cómo llegué aquí? Lo último que tengo en la cabeza es desplomarme justo después de que la puerta del búnker se abriera.

—Yadei, cariño. No sé qué nombres son esos que has dicho. Seguro que no era más que una pesadilla —me dice mamá.

Yo sacudo la cabeza.

—No, mamá. Cuando tú me dijiste que fuera a buscarte hubo un accidente en el tren. Salí al Exterior y... —explico atropelladamente los sucesos.

Mamá me mira con una sonrisa.

—Cariño, eso no ha pasado. Era solo un sueño.

—¡No! —chillo—. Hyo es real, y Áster y Sarbeik y Táborshlek. Están en mis recuerdos. Te lo puedo demostrar, en mi brazalete tengo memorias...

—No puedes demostrar nada porque es imposible. En menos de un día no pueden ocurrir esas cosas —de repente, su tono pasa a ser de claro enfado.

—¿Qué?

—Ayer viniste con el tren y, al acabar mi jornada de trabajo pasamos la tarde juntas —entonces empieza a reírse—. ¡Qué pillina eres! ¡Conque quieres tomarme el pelo! Había empezado a preocuparme de verdad.

Sacudo la cabeza repetidas veces y me tropiezo con uno de los sofás. Me quedo sentada en el suelo. Hyo, Áster, Myd, Tandara... No son producto de mi imaginación, no son un sueño. Ellos existen, son reales. Les he hablado, les he tocado. No puede haberlos creado mi cerebro. Me he conectado a la mente de Hyo, eso es real. Voy corriendo a mi habitación y enciendo mi brazalete. Se me hiela la sangre al comprobar que no están los recuerdos de Hyo. Y ni siquiera hay ninguna marca que indique que alguna vez haya estado roto.

Mamá se acerca a mí. Son reales, no pueden no existir. Quiero gritar, chillar hasta que me duela la garganta, pero me cubro la cara con las manos y empiezo a llorar. Mamá me rodea con sus brazos y me enjuga las lágrimas, que se escurren por la cicatriz de mi mejilla hasta el cuello. Entonces caigo en la cuenta: esta cicatriz me la hice en el Exterior.

—Mamá, ¿cuándo me hice esta herida? —le pregunto.

—Yo... No... No me acuerdo.

Me alejo de ella. Es imposible que no se acuerde, es mi madre. Y es una cicatriz importante. Me levanto la pernera del pantalón y veo una venda en mi pantorrilla.

Hago una mueca. No he vuelto a casa. Esto no es real. Mamá no es real. Es solo un sueño.

Y todo se desvanece, dejándome en oscuridad.

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