VI

215 65 88
                                    

Salimos. Al vernos, se nos acercaron varias personas hablando todas a la vez:

—¿¡Qué pasó!?

—¿¡Están bien!?

—¿¡Y el profesor!? ¡Que dé la cara!

No nos detuvimos. Lucía revoleaba la escoba para alejarlos. Yo, detrás, gritaba:

—¡ZOMBIS!

Retrocedieron un poco y nos abrieron paso. Íbamos por la mitad del pasillo, cuando escuchamos el griterío y el estrépito. Antes de bajar por las escaleras, me detuve un instante a mirar.

Quién hubiera dicho que los zombis iban a ser tan rápidos. Los estudiantes huían en todas direcciones; detrás de ellos, el ayudante y los otros tres iban hacia los más rezagados.

Cuando cayó la primera víctima, la empujé a Lucía, que se había quedado mirándome dos escalones más abajo. El resto de los fugitivos se nos venían encima.

—¿Qué pasa?

—¡Bajá, bajá, dale!

—¡Pero qué pasa!

La hice bajar a empujones. En el piso de abajo, todo se veía normal; era horario pico y circulaba mucha gente. No se habían enterado de nada, todavía, y yo quería estar muy lejos cuando lo hicieran.

El alboroto de arriba se oía cada vez más fuerte. Tomé a mi hermana de la mano y la arrastré hasta la planta baja. Ya estábamos cerca de la salida.

A diez pasos de la puerta, una figura familiar se detuvo frente a nosotros.

Era Rodrigo. Se veía casi normal, salvo por la marca del palazo que yo le había dado y las heridas de los mordiscos de los tomates. Se nos acercó con la misma expresión ida de antes.

—Lussssssíaaaa... mmmmi ammmmooooor... quierooo queeee mmmme ashhhhuddddessss aaaaa... aaaa bbuuussscaaaar unnnn annntídddddottttoooooo... assshhhhhuddddaaaammmeee, Luuuuu... Teeeee aaaammmmmoooo...

Mi hermana bajó la escoba y avanzó un paso. Se lo quedó mirando como una boluda mientras el otro se le acercaba con los brazos extendidos.

—Ttttteeeee ammmmmoooo, Luuuuuu...

Busqué alrededor algo que pudiera usar como arma. Vi unas sillas, pero estaban muy lejos. Desesperada, revolví mi cartera y saqué el repelente. Ni lo pensé. En dos saltos llegué hasta ellos, le vacié el aerosol en los ojos al zombi y me alejé.

Lo que había sido Rodrigo se llevó las manos al rostro, que se le deformó en una mueca inhumana y, lanzando un aullido espeluznante, cayó al piso entre espasmos. Comenzó a arañarse la piel y, al ver la sangre, mi hermana reaccionó. Levantó la escoba con las dos manos y le partió el palo en la cabeza hasta que la cosa aquella dejó de moverse.

Salimos, por fin, y bajamos la escalinata a toda velocidad. El sol desaparecía detrás de la reserva ecológica. El tumulto de adentro había desaparecido ante el bullicio normal del exterior.

Nos pusimos en la fila del primer colectivo que encontramos. Nos revisamos mutuamente para ver si alguna de las dos estaba herida.

—Nos salvamos –dijo Lucía.

—¿Te parece? Quedaron al menos cuatro sueltos y nada nos asegura que tu noviecito no vaya a levantarse otra vez.

—No le digas así –suspiró–... ¿Me querés explicar por qué mierda tengo tanta mala suerte en el amor?

En ese momento, llegó el colectivo. Subimos, pagamos el boleto, nos sentamos. Y, mientras arrancaba, vi, por un instante, que la profesora atacaba a unas chicas en la vereda.

Los zombis no son boyfriend materialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora