III

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Cuando volví, estaban hablando de libros, por supuesto, pero no de los que yo leía. Hacían un montón de referencias que entendían ellos solos y se mataban de la risa. Me aburría, pero, al menos, mi hermana estaba contenta. Me alegré por ella y por mí, porque pensé que, por fin, me iba a dejar en paz con sus delirios de princesa de Disney.

Pero no.

Cuando llegó la profesora y el chico se metió en el laboratorio, lo primero que hizo fue acercarse y decirme:

—¡Viste qué lindo es! Le voy a preguntar si tiene algún amigo para presentarte.

—No, gracias –le respondí–, a ver si todavía sus amigos son de los que quieren que el ají picante sea más picante.

Me sacó la lengua, pero no llegué a contestar porque Rodrigo se asomó por la puerta entreabierta y nos chistó:

—Psst, ¿quieren venir a ver? –y nos guiñó un ojo.

Lucía y yo nos miramos y entramos.

Había quince personas como mucho. Apenas nos prestaron atención, así que nos sentamos en un rincón para no molestar demasiado. Nunca había ido de oyente a una clase; se sentía raro.

Sobre la mesa central del aula había una maceta con una planta enorme de tomates. Rodrigo daba vueltas alrededor de ella, hablando y gesticulando con entusiasmo. Cada tanto se acariciaba el intento de barba, lo cual me ponía muy nerviosa. Explicaba con tal pasión su trabajo, que me dieron ganas de prestar atención a lo que decía. Pero empezó con el mismo discursito que nos había dado a nosotras, y me dio sueño. Para cuando llegó a la parte donde lo había interrumpido, yo ya no entendía nada. Solo me llegaban palabras sueltas:

—Bla bla bla, genes, bla bla bla, ADN, bla bla bla, compuestos volátiles, bla bla bla, umami...

La profesora, en el fondo, asentía y sonreía. Siempre me preguntaré si realmente estaba escuchando, o lo hacía por pura costumbre.

—Bla bla bla, PH, bla bla bla, oxidación de carotenoides, bla bla bla, licopeno...

Me desperté con un movimiento brusco. Esa palabra me sonaba. Lucía me miró; estaba pensando lo mismo.

—Lo que estoy haciendo es identificar tanto los genes como los compuestos que intervienen el sabor del tomate, con el fin de producir un mejorador de industria nacional, barato y sustentable, que le permita conservar el sabor sin descuidar las características que los hacen rentables.

—¿El licopeno no es lo que le da el color rojo al tomate? –me susurró mi hermana.

Rodrigo sacó un gotero del bolsillo del pantalón y lo mostró.

—Este es un prototipo del compuesto que estoy desarrollando. A medida que vaya identificando elementos, lo iré perfeccionando. Sin embargo, creo que ya puede hacer una gran diferencia.

Dejó caer unas gotas de líquido en la tierra de la maceta y sonrió.

—Sí, es lo que le da el color rojo –respondí–. Y también al ají rojo, la papaya, creo... y la sandía.

Rodrigo sacó una fruta de la planta y la mordió.

—Eshtá delishiosho, la mejora esh abishmal –Dejó el tomate en la mesa, cosechó dos más y agregó –. ¿Quién quiere probar?

El ayudante de cátedra se acercó. Dio un mordisco y abrió los ojos.

—¡Mejor que los orgánicos!

Cuatro o cinco estudiantes se acercaron. Lucía se levantó, pero la detuve.

—¿Qué hacés?

—Quiero probar.

—Pero si a vos no te gusta. O sea, dejás la lechuga porque no te gusta el sabor después de sacar el tomate.

Me respondió con un gruñido y se volvió a sentar. En seguida me miró y dijo:

—¿Quién fue el tío que tuvo problemas con una sandía? ¿El que es primo de papá, o...?

Un grito agudo la interrumpió.

Los zombis no son boyfriend materialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora