IV

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Levantamos la vista: todos contemplaban a Rodrigo, que estaba tirado en el piso y pedía ayuda a gritos, retorciéndose como si luchara con el tomate que tenía en la mano. Sí, así como lo dije. Todos lo mirábamos sin entender; yo misma creí ver que, en la parte donde él había dado el mordisco, que se abría y cerraba como una boca, había unas hileras de espinas, a modo de dientes.

Me refregué los ojos. No, no era una ilusión. Acto seguido, cayó el ayudante y luego, uno tras otro, los estudiantes que se habían acercado a probar el milagro.

Fue una pesadilla. Todos los tomates mordidos saltaron de las manos y cayeron sobre cualquiera que tuvieran cerca, mordiendo lo que encontraban. Las víctimas sacudían brazos y piernas, en un intento desesperado por quitárselos de encima, pero los tenían prendidos como sanguijuelas. Los demás se alejaron de ellos, tirando todo lo que encontraban a su paso, y se amontonaron ante la puerta, incapaces de abrirla, cegados por el pánico. En medio del tumulto, alcancé a ver a la profesora, de pie, tambaleándose, con un tomate en los ojos, y cayendo por la ventana abierta.

La mezcla del olor a sangre y jugo me produjo náuseas. Necesitaba salir. Lucía estaba paralizada a mi lado. La tomé del brazo y, abriéndome paso a empujón limpio, la arrastré como pude afuera del aula.

Detrás de nosotras se precipitó la gente. Algunos resbalaron y cayeron, y se estorbaban mutuamente al levantarse; otros se tropezaron con estos y cayeron también; los más afortunados los saltaron y siguieron su carrera hasta las escaleras de emergencia. La gente comenzó a asomarse desde las otras aulas.

Lucía y yo nos habíamos hecho a un costado apenas salimos. Yo no podía dejar de mirar el desastre. Lucía lloraba.

—¡Tenemos que hacer algo! —decía.

—¿¡Estás loca!? ¿Querés que te maten?

—¡Rodrigo está adentro! ¡Lo tenemos que salvar!

—Esas novelas de mierda que leés te quemaron el cerebro. ¡Esto no es La etérea reina de las orquídeas de otoño, boluda!

Es posible que yo estuviera un poco histérica.

—Y vos sos la que estudia para ser editora. Qué hija de puta.

—Escuchame, estúpida, ¿no te das cuenta de que a esta altura ya debe estar muerto?

—¡No! ¡Yo lo vi!¡Son tomates, por el amor de Dios, no pueden ser tan difíciles de matar!

A pocos metros estaban las entradas a los baños. Entre ellas, un balde, trapo, y una de esas escobas de paja. Lucía la tomó y fue al aula.

Los zombis no son boyfriend materialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora