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Nunca vi a mi hermana hacer algo tan demente como aquella vez. Se abrió paso a escobazo limpio, sin que le importara nada la gente que dejaba atrás. No me quedó más remedio que tomar lo primero que encontré, una carpeta, y fui tras ella. Si la dejaba atrás, mis padres nunca me lo hubieran perdonado.

El espectáculo era desolador. Los tomates, que andaban rodando por el piso, saltaron sobre Lucía apenas entró. Pero ella repartió unos pocos escobazos y los estrelló a todos contra las paredes. Tenía razón, después de todo.

El olor era nauseabundo. Del desparramo de miembros a medio comer y vísceras diseminadas, mejor ni hablar.

Solo Rodrigo permanecía de pie, mirando por la ventana. Lucía soltó la escoba y suspiró, aliviada:

—Rodrigo, ¿estás bien?

El muchacho no respondió.

—¿Rodri? ¿No querés que vayamos al hospital?

Solo cuando mi hermana le puso la mano en el hombro, se dio vuelta. Tenía la mirada ida.

—Luuuzíaaaa... mmmmmiiiiiammmoooooooooor...

Las palabras le patinaban como si estuviera borracho, pero ella no pareció notarlo.

—Vení –insistió–. Vamos al hospital.

Quería apartarla, pero el aspecto del chico me ponía los pelos de punta. Él ladeó la cabeza, la tomó de la mano y quiso sonreír. Al ver que le salía una mezcla de jugo de tomate y coágulos de entre los dientes, tomé la escoba y le di un golpe en la cabeza con la punta del palo. Cayó redondo.

Solté la escoba y me quedé mirándolo. Me temblaba todo el cuerpo. Lucía me miró, a su vez, desencajada.

—¡Qué hacés! –gritó.

—¡Le di en la cabeza! –respondí en el mismo tono.

—¡Sí, ya lo vi! ¡Pero por qué!

—¡No lo viste!

—¡Ver qué!

La mesa que teníamos al lado chirrió al moverse. De abajo surgió la figura del ayudante de cátedra, la misma mirada perdida, la misma sonrisa forzada. Junto a él se levantaron tres estudiantes más.

—No te puedo creer –dijimos a la vez.

Los zombis no son boyfriend materialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora