Releo todo varias veces, busco si hay archivos adjuntos e incluso chequeo mi papelera para ver si no lo he borrado por error o si lo he confundido por error con algún mensaje spam.

La ira comienza a burbujear en mi sangre. Esa tal Kaleigh es una buena para nada. Aunque, también cabe la fugaz posibilidad de que el viejo Luke me haya asesorado mal y se haya olvidado de comentarme alguna que otra cosita de relevancia cuando me reuní con él o, sencillamente, no le avisó a su nieta sobre lo que tenía qué decir en los correos... Con ese pensamiento en la mente, decido dejar el asunto por la paz.

—Disculpa que me entrometa, pero ¿te conozco? —me pregunta luego de saludar con una sonrisa, al parecer sincera, a la chica que entró después de mí.

Su voz me saca de mis pensamientos y subo la mirada, fingiendo confusión. Miro primero a la chica que se aleja y se sienta sola en una mesa para cuatro y luego la miro a ella: tengo sus ojos oscuros clavados en mi rostro. Espera expectante mi reacción mientras se acomoda el cabello en una coleta alta. Está más negro de cuando éramos pequeñas, no obstante, ahora lo lleva algo más corto, y pasa la la línea del busto.

—Mmm... no lo sé. Tú no me suenas —me apresuro a mentir de una forma descarada y sigo con mis asuntos.

«¡Oh! Pero sí que lo haces. Y lo que menos quiero hacer en estos momentos en Deeping Cross es hablar contigo, Rebecca Barnett», piensoposeída por la niñita de trece años que fui.

«Y menos después de haberme topado con el cretino de Kris, valga decir».

«¡Maldita sea! ¿Por qué sigo pensando en los brazos de Kris?».

No, no. Me niego en entablar una charla cordial con mi archienemiga de la infancia, por lo que hundo la cara en mi teléfono y jugueteo con uno de los pocos mechones rojizos que me quedan y que se escapan del moño desenfadado que me he hecho.

Minutos más tarde, Becca me habla de nuevo, pero para entregarme el pedido:

—Aquí está tu orden. Disfrútala. —Me regala una sonrisa, a leguas falsa.

Se la correspondo:

—Gracias, que tengas un buen día —respondo y huyo despavorida de allí. Temo que su olor a bruja se me pegue.

Okey. Sí. Sé que hay una alta posibilidad de estar actuando de manera muy infantil, pero realmente esa perra no se merece mi misericordia. Los quince años que viví en Deeping Cross, esa maldita bully se encargó de hacerme la vida de cuadritos como un cliché mal armado de novela juvenil.

Suspiro.

No obstante, quiero creer que no solo hay cretinos en este pueblo. En mi infancia, también conocí personas excelentes y muy amables. Solo me pregunto si seguirán estando o se habrán extinto a causa de los imbéciles.

Poco a poco, me interno en la odisea que es caminar veinte cuadras para regresar a la biblioteca y entro en calor. ¿Cerca? ¿En serio? Por menos, en la ciudad, me tomaría una combinación de subterráneo o un taxi. Sin embargo, al menos la vista es pintoresca. Los jardines de las casas están cuidados, parecen salidos de esas revistas de decoración que mi padre suele acumular en el desván; el césped está perfectamente cortado y, aunque por la época casi no hay flores, las pocas que se ven son preciosas. Algunas son muy parecidas a las margaritas, pero con pétalos morados o blancos con el centro de color violeta, también las veo de pétalos amarillos o fucsias; en otras casas reconozco varios arbustos con florecillas pequeñas de colores pálidos; otros, al parecer, optaron por ornamentar las entradas con girasoles, dalias, claveles o crisantemos. El aroma que hay en el aire me resulta levemente embriagador; demasiado natural, demasiado intrínseco, casi interno. El gigantesco bosque de pinos, fresnos y eucaliptos que rodea al pueblo no se queda atrás y puja con sus vetas aromáticas, envolviéndolo todo con una fuerza igual de irracional que su extensión.

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