1 [Proteger]

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Los brazos de Kris ya no se aferran a mi cintura y una sensación de desconcierto y abandono me invade

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Los brazos de Kris ya no se aferran a mi cintura y una sensación de desconcierto y abandono me invade. Palpo los alrededores del colchón en su búsqueda, pero no está. El lugar que ocupaba en la cama está muy frío.

Abro los ojos con pesadez y me tomo un momento para orientarme. La habitación está a oscuras, pero una intensa luz viene desde el pasillo que lleva hacia la cocina. Gracias a ella, la confusión previa al sueño se disipa con prontitud y logro orientarme.

Recuerdo donde estoy y, sobre todo, por qué estoy aquí. Observo la sala de Kris y, a un costado, distingo su sector de dibujo. La silla de oficina que utiliza para dibujar está corrida y me imagino que, como se despertó temprano, debe haber pasado tiempo dibujando. Descubrí que es algo que suele hace casi todas las mañanas. La disciplina y la pasión que transmite en su arte es realmente inspiradora.

Un atisbo de pena surca en mi mente por habérmelo perdido. Allí, concentrado, con el entrecejo fruncido, mordiéndose la lengua o, al contrario, absolutamente relajado, metido entre sus bocetos. Sin embargo, la sensación de vacío y abandono se comienza a diluir cuando escucho ruido de diferentes utensilios que repiquetean en la cocina.

«Me está haciendo el desayuno», pienso. «Otra vez».

Una sonrisa tira de mis comisuras mientras me levanto con pesadez del colchón inflable. Su firmeza impredecible se tambalea y, por un instante, me siento sobre los tablones de un barco que está a la deriva. Con cuidado, doy un salto y bajo al piso.

No es la cama más cómoda del universo, pero al menos es un colchón de dos plazas, lo suficientemente amplio para dormir juntos. En la pequeña cama que tiene en su habitación, apenas cabe él, por lo que, cuando las pesadillas no me dejaban en paz, le supliqué que me dejara dormir con él en la sala. Desde que ese día, no me he despertado entre gritos.

Kris irradia una energía que me hace sentir protegida. Entre sus brazos, nada malo me puede pasar.

«¿O no?», pienso dubitativa para mis adentros.

Mis ojos pasean por la pequeña sala. Me percato de que él ha recogido mi ropa del piso y que la ha doblado perfectamente sobre el sofá. Tampoco veo las tazas de té que bebimos anoche ni la botella de agua que suelo tener a mano todas las noches.

No entiendo cómo hace para despertarse con tanta energía y lograr mantener todo siempre tan ordenado. Yo lo intento, pero las cosas usualmente suelen salirse de control, hasta que me canso de mi propio desorden, estallo, y me tomo un día para limpiar y volver a empezar.

El departamento en la ciudad que rentamos con Flo es zona de guerra. Mi amiga es diez veces más desordenada que yo —no, diez no... ¡cien veces peor!—, por lo que nuestro hogar juntas suele estar patas para arriba. Es usual encontrar calcetines dentro de alguna taza recién salida del lavaplatos, o lápices y plumones dentro de las macetas con plantas muertas. Incluso, un par de veces encontré apuntes pegados en las paredes de la ducha, cubiertos por folios transparentes.

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