Capítulo VII. Cuando las cosas se tuercen.

583 61 2
                                    

David se levantó aquella mañana con el sol que se colaba por la ventana. A su lado, Nana dormía plácidamente. Observó en silencio su figura a contraluz. Sus pestañas infinitas, su pecho que subía y bajaba. Un escalofrío le recorrió la espalda.

-No me mires así. Me das miedo – dijo Nana riendo, sin ni siquiera abrir los ojos.

-Lo siento – contestó David avergonzado.

Nana soltó una carcajada y se puso de pie, para empezar el día.  David no pudo evitar mirarle el trasero mientras desaparecía por el pasillo, notando como el rubor se subía a sus mejillas. Desde la cama escuchó el sonido de un grifo al abrirse. Se sentía terriblemente vulnerable desde lo que pasó la otra noche, pero le encantaba. Era la mejor sensación del mundo.

-¿Vienes? – Nana asomó la cabeza por la puerta, con gotas de agua aún pegadas a la piel.

David asintió y se dirigió hacia la cocina con ella. Tomó asiento en un taburete mientras Nana trasteaba de un lado para otro, cogiendo tazas, cuencos, cereales, y esas cosas.

-¿Café negro como tu alma? – bromeó Nana.

David asintió, divertido.

A pesar de que fuera hacía un frío que pelaba, la triste habitación parecía llena de calor y vida. El tacto de la taza de café era reconfortante, y la presencia de Nana aún más.

-Son las once y media. Si te das prisa, quizás puedas coger el autobús de una hora. Tus padres deben de estar que se tiran de los pelos.

-Dios, no me había acordado – dijo David alarmado mientras sacaba el móvil del bolsillo. Siete llamadas perdidas. Se avecinaba un día muy largo.

-Seguro que tus padres te perdonan – Nana guiñó un ojo -. Yo merezco la pena.

David le dio un beso sabor café.

***

Nico estaba sentado en el coche, mirando por la ventana. Iba de camino a un concurso de piano. Uno de tantos. De este ni siquiera sabía el nombre, ni cuánto dinero era el premio, ni qué beca le darían, ni qué nada. Le daba igual. A él no le importaba. Solo tendría que tocar una obra larga, aburrida, y sin emoción, de esas que les encantan a los jueces. Llevaba las partituras en una carpeta bajo el brazo, aunque podría tocarla con los ojos cerrados. Había llegado un momento en que la tarareaba sin darse cuenta, aunque la odiase.

-¿Nervioso? – dijo su padre desde el asiento del conductor.

Nico negó con la cabeza, y su padre lo vio desde el espejo retrovisor.

-Así me gusta. Tú tranquilo. Esta es una gran oportunidad.

-Como todas – contestó en una voz lo suficientemente baja para que su padre no le oyese...

No es que no le gustase tocar, es más, le encantaba. Verdaderamente disfrutaba. Había piezas que le encantaba tocar, que le hacían sentir algo... Pero la mayoría de las veces, para la mayoría de los concursos, tenía que tocar piezas aburridas, sin emoción. Por eso había empezado a componer.

Pensaba en todas las cosas que le emocionaban. Primero empezaba con las cosas pequeñas, y luego seguía con las grandes.

"Cosas pequeñas que me emocionan. Los capuchinos. La nieve. Los abrigos con bolsillos grandes. Encontrar un billete en unos pantalones viejos. Un capítulo nuevo de mi serie favorita. Libros viejos, con las páginas amarillas. Cosas grandes que me emocionan. Los atardeceres. El arte en general. Ver a la gente disfrutar con lo que hago. Aquella noche en la que conocí a David y a Clara. Clara."

Sin darse cuenta, había inspirado un montón de canciones, de ritmos, de melodías; en Clara. No es porque le gustase de "esa forma", entiéndase, sino porque tenía algo que le conmovía. A veces pensaba que solo le gustaba porque era muy misteriosa. No misteriosa en el sentido de llevar gabardina y gafas grandes, sino misteriosa en el sentido de que parecía guardar un secreto.

El club de las sonrisas rotas.Where stories live. Discover now