Capítulo VI. David y Nana.

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                La misma tarde que Clara encontró un pedacito de sí misma en la música, comenzó el desastre.

                A David le encantaban los secretos, y sobre todo, los secretos que compartía con los demás.

                David y Nana tenían un secreto en común. En realidad, no sabía por qué lo guardaban, por qué lo ocultaban; pues no tenían motivo para hacerlo. Pero a los dos les parecía más divertido así. Más peligroso.

                Se habían excusado con Clara y Nico para no salir, aunque en realidad, los dos estaban fuera de casa. Juntos.

                Primero habían ido a tomar café.

                A Nana le gustaba manchado, con mucha azúcar. En cambio, a David le gustaba solo. En realidad solo era una excusa para decir "café negro, como mi alma", y que el camarero o camarera de turno le mirase con cara de espanto.

                -Eres un imbécil – dijo Nana, después de que la camarera fuera a por sus cafés.

                Tenía las manos congeladas, y agradeció enormemente el calor que emanaba la taza humeante.

                -Soy un imbécil con un alma muy negra.

                Nana sonrió. Le encantaban sus bromas de "poeta atormentado", como a ella le gustaba llamarlo. Se acercó a él, con su nariz a centímetros de la del otro.

                -Me das asco – dijo mientras se acercaba más, para besarlo.

                Su secreto les divertía. Sin darse cuenta, habían quedado prendados el uno del otro. Se veían furtivamente, entre los árboles de un parque, en las sombras de la noche... Jugaban al amor imposible de Romeo y Julieta, acomodando las reglas a su gusto.

                El café los despertó, para seguir moviéndose el resto del día. Eran endiabladamente cursis, aunque si se lo dijeras a ellos dirían "¡no!" a coro, como hacen las parejas endiabladamente cursis. Pero ellos eran felices. Habían conseguido encontrar las sonrisas en las palabras del otro, en las caricias... En todas esas cosas que las personas solitarias no entendemos.

                La tarde fue de ensueño. Después de ir a la cafetería, estuvieron dando vueltas por la ciudad. Bromearon sobre el asco que se daban mutuamente, mientras estaban cogidos de la mano. Pasaron por tiendas adorables y por personas deplorables, y siempre estuvieron alerta por si veían a sus amigos cerca. El juego tenía que continuar a toda costa.

                David tuvo su momento cuando la llevó al parque. En un principio, iban a comer en un pequeño restaurante chino de la calle principal, pero acabaron en un diminuto pulmón verde del centro de la ciudad. Los ausencia de árboles y de edificios sobre el césped hacía que el sol los diera de lleno, calentando la piel con una sensación agradable. Tirados en la hierba, sobre un mantel a cuadros, parecían sacados de una película.

                -Tachán – dijo David mientras sacaba una bolsa llena de arroz tres delicias, pollo con salsa agridulce y tallarines fritos -. Para qué ir a un restaurante, si aquí puedo verte mejor.

                -Oh, dios mío – dijo Nana llevándose una mano a la boca -. No me puedo creer que hayas dicho eso. Seguro que cuando llegas a casa escribes mi nombre en tu diario de tapas color rosa.

                David le dedicó una mirada de odio mal fingido.

                -No es rosa. Es salmón – la corrigió.

El club de las sonrisas rotas.Where stories live. Discover now