Capítulo III. Nana.

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Después de haber recorrido a toda velocidad los pasillos y escaleras del edificio, le ardían las piernas. El aire se escaba de ella, que intentaba recobrar el aliento a duras penas. No sabía qué iba a hacer. Si volvía abajo, él, la vería. Y si él la veía, ya no tendría ninguna oportunidad de escapar. Así que avanzó por el pasillo de la tercera planta, dispuesta a meterse en su casa o aporrear la puerta de algún vecino. Ya no podía más.

                Pero cuán fue su sorpresa al girar la esquina y verle allí. Se le congeló la sangre en las venas. No podía escapar.

                Nana no recordaba muy bien cómo entró a formar parte del Club de las sonrisas rotas. Pero no le desagradaba, tampoco. Podría decirse que ella fue una de las fundadoras.

                Una tarde de verano, cuando David y Clara ya habían terminado con el grupo de integración, se encontraron, sin querer, en la calle. Nunca había ocurrido eso antes. Por lo general, los dos amigos andaban por zonas muy diferentes de la ciudad que Nana. Ahora Clara estaba en un aprieto. ¿La ignoraba, la saluda, o qué? Si David se percataba de que se conocían desde hace mucho, empezaría a hacer preguntas a las que Clara no tendría respuesta.

                Así que cuando vio a Nana acercarse por la calle, desechó estos pensamientos y la sonrió.  Antes de que Clara pudiese decir algo, la otra se le adelantó:

                —¿Es este tu novio?

                Ambos estallaron en carcajadas. David miró con interés a la chica, desconocida para él.

                —¿Nos presentas, Clara?

                Clara hizo las presentaciones, y se tendieron las manos, con una fingida profesionalidad.

                Y así empezó todo. La verdad es que David no hizo muchas preguntas sobre Nana. Simplemente, aceptó que Clara tuviese más vida social aparte de él. Lo comprendía, aunque le doliese un poco. Pero no tenía derecho a decir nada.

                Los pasos resonaron sombríos mientras que el hombre gordo se acercaba a ella. Así lo llamaba "el hombre gordo", pues en realidad no sabía su nombre. Tampoco es que quisiera saberlo: el mote le sentaba a la perfección.

                Sabía que si echaba a correr en ese momento, no lograría despistarle. Antes había tenido mucha suerte, pero no creía que fuera a repetirse. El hombre gordo se acercó a ella, regodeándose con la imagen de la Nana de catorce años: inocente y en pijama. Era una noche de sábado, el noventa por ciento de aquel bloque de colgados, drogadictos y alcohólicos estaba por ahí. No podía pedir ayuda. Y hacía tiempo que les habían cortado la línea telefónica. No podía hacer nada.

                El hombre gordo se acercó más. Emitía una especie de sonido animal, algo gozoso pero asqueroso a la vez. Como la risa de un malvado, solo que mil veces más repugnante. Nana le miró, asustada. No sabía qué quería de ella, pero no creía que fuera nada bueno. Y no sabía cuánta razón tenía.

                El principio del verano es una época marcada por las risas, las ganas de vivir y el aburrimiento. Un terrible aburrimiento. Así que David no puso ninguna objeción cuando Clara sugirió salir aquella noche con los amigos de Nana.

                Clara y David no solían ir a locales de fiesta, preferían la soledad. Pero aquella noche hicieron una excepción. Se pusieron sus mejores galas, o las que creían que eran sus mejores.  Pero nadie les miró con desaprobación al llegar, así que supusieron que habían acertado. Fue un alivio para ambos.

El club de las sonrisas rotas.Where stories live. Discover now