XIX: Llovizna de Medianoche.

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El ambiente del bar pareció paralizarse por un corto lapso de tiempo que, de no ser por las voces de sus consciencias, podría haber durado un buen rato.

Alistair abrió los ojos y se sobresaltó al entender la situación en la que fue a dar. Con total desagrado se separó de los labios  de la líder, preguntándose cómo y por qué había llegado a hacer tal cosa, más con ella, quién se suponía que debía ser un objetivo del que cuidarse ante tantos comportamientos extraños y molestos.

Mercurio lo observó sorprendida, preguntándose cómo se las arreglaría para reparar tal inconveniente. La tentación había sido tan grande que no se dio tiempo para medir las consecuencias de su repentino accionar. Es más, ni siquiera había pensado en ellas, porque así era cuando se dejaba llevar por sus impulsos y no por su consciencia, caso contrario a cuando tenía que buscar soluciones. Y, en ese caso, encontró la solución en volver a repetir su truco con una ligera modificación que pondría las cosas en su lugar. Antes de que Alistair, tan perplejo como nunca, se diera la vuelta con el mayor deseo de alejarse, se le acercó a través de un único paso, lo tomó de la nuca entre sus brazos y de un tirón hacia ella volvió a hacerlo caer directo en sus labios, de los cuales él intentó zafarse hasta que su reacción se transformó en otra en tan solo un segundo. De nuevo sintió el deseo de continuar besando aquellos exquisitos labios sin que nada los pudiera separar. Fue entonces cuando, dejando su razón en manos de la bella mujer, tuvo el atrevimiento de tomarla de la cintura.

Mercurio no quería liberarse de él. De ser por ella, aquella noche se hubiera tornado del verdadero significado del color rojo que tan bien ambientaba el espacio. Besos llenos de pasión, caricias constantes por todas partes que luego se convertirían en uñas clavándose salvajemente en la piel, dos cuerpos desnudos deseando unirse en el más legendario sello del placer... Pero tenía muy en claro que solo sería un sueño, un sueño que guardaría en su mente.

Apenas sintió las manos del pelirrojo en su cintura, ella decidió dejar atrás, de la manera más literal, todo lo que había causado. Se separó de los labios del muchacho, dándole un leve empujón y soltando en voz baja unas palabras en algún lenguaje antiguo que un desorientado Alistair no alcanzó a reconocer. Tres segundos bastaron para que la consciencia del joven regresara a su normalidad, lo suficiente para que pestañeara un par de veces, analizara el lugar en donde se encontraba y pudiera preguntarse qué rayos le había pasado como para olvidarse de lo que estaba a punto de hacer.

—¿Yo iba a...? —cuestionó él, siendo una pregunta más para sí mismo que para la mujer, aunque en el fondo quería obtener un poco de ayuda.

Observó a Mercurio mientras intentaba pensar. Se sentía demasiado extraño.

—Ibas a ayudarme a buscar algunas bebidas para llevar a la cena —le aclaró ella, intentando reír para así ocultar que sabía la verdad detrás de tanta rareza—. Pero no sé porqué te levantaste y te detuviste aquí. ¿Te encuentras bien?

Tenía bastante suerte. Alistair pareció recordar que en algún momento ella había mencionado lo de las bebidas, quizás antes o durante su charla en la cantina.

—S-sí. Estoy bien, no te preocupes —señaló él una vez que optó por seguir su pedido—. ¿Qué hay que llevar?

Mercurio le mostró las botellas del segundo mejor vino que guardaba para las ocasiones especiales, más un poco de cerveza y un botellón de agua para los niños y la gente a la que no le agradaba tomar alcohol. Para cuando llegaron al círculo de la cena, en completo silencio y con cierto aire de incomodidad, cada uno decidió partir hacia un lado distinto, ambos dando por finalizados los primeros intentos de sus objetivos. Mercurio fue recibida por Wade, quién le ayudó a llevar las botellas hacia el carrito al que había denominado como su cantina móvil, toda una invención para la época; mientras que Alistair decidió sentarse a un lado de la princesa, quien parecía entablar una interesante conversación junto a Greta y Ámbar. Se sintió mal por acercarse a romper parte de la privacidad de su compañera, pero no tenía otro lugar en dónde pasar el rato. Lo que menos quería era seguir con Mercurio y peor se iba a ver si se quedaba solo. Por lo menos ninguna de las aldeanas tuvieron problema en añadirlo a la charla, aunque se intercambiaron entre sí unas miradas traviesas y unas risitas bajas. Crescencia, distinta a ellas, concentró su mirar en el joven durante varios segundos. Conocerlo de tantos años le hacía saber cuándo algo le salía bien y cuándo algo le salía mal. Y en aquella ocasión sentía que las intenciones del muchacho habían terminado en un fracaso.

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