VIII: Escape en la Madrugada.

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El manto de la noche llevaba horas cubriendo el cielo de Clanacia y de todos los reinos de Ausdich. El silencio era tal, que el único sonido que se podía apreciar en todo el palacio provenía de los pasos de los guardias nocturnos encargados de vigilar los pasillos, salones y hasta el rincón más recóndito de la estructura. El resto de los integrantes descansaba bajo un sueño profundo tras un extenso y agobiado día de trabajo generado por la llegada del príncipe Macías. Las preparaciones habían sido planeadas desde hacía casi un mes. Nadie podía negar que tanto esfuerzo había dado sus frutos, pues el príncipe terminó conociendo el palacio más bello y conservado de los siete reinos. Pero lo que muy pocos sabían era que toda esa organización fue, de la manera más literal, por nada.

Los pasteleros se hallaban cansados de tanto amasar y hornear sus más espectaculares delicias para la visita. Los jardineros reposaban sus manos adoloridas después de recortar hasta la última hoja desprolija de los cientos de arbustos del jardín. Los sirvientes se terminaron durmiendo al instante de finalizar la última limpieza del día, la última entre reiteradas veces en las que debieron quitar hasta la más mínima partícula de polvo del suelo, alfombras y muebles del palacio entero. Felicia tomaba su merecido descanso, acostada en su vieja cama, apenas cubierta con una cobija desgastada.

No obstante, además de los guardias de la noche, había alguien más que aún no se había marchado a dormir, y que no pensaba en hacerlo. Ubicado en su escabrosa y olvidada torre, Alistair tomaba los últimos apuntes de un hechizo que había usado solo una vez bajo una promesa del rey Calisto. En aquel entonces, días antes de suceder una de las tragedias que azotó violentamente a toda Clanacia, Alistair había sido ordenado a cubrir a su reino bajo un Hechizo de Memoria. Un particular conjuro que consistía en tomar a una cantidad de personas, desde una sola hasta a cientas de ellas, para encubrirse dentro de sus memorias y eliminar todos los recuerdos que tenían sobre alguna persona que conocieran.

Más que obvio era que todos y cada uno de los aldeanos de Clanacia conocían a su majestad, al rey que había puesto en peligro todas sus tierras por querer proteger a una única zona que, según la mayoría de los criterios, no valía la pena. La batalla por el Desierto del Norte había sido tal, que el terror de Calisto por las amenazas por parte de sus súbditos al enterarse de una posible guerra lo habían hecho temblar tanto, que ordenó a su joven hechicero a realizar un poderoso conjuro ubicado en las últimas páginas del libro que se le había sido entregado.

La promesa de todo esto era que jamás en su vida Alistair tendría que mencionar lo que había hecho. Fuera del palacio, la gente del reino no tenía ni la más mínima idea del porqué de la guerra. Pasaron semanas, meses y años creyendo que la culpa la tenía Absalón, que aquel reino era la mayor amenaza de todas, que aquellos eran sus peores enemigos. Que hasta los aldeanos de allí eran parte de una conspiración por tomar las tierras de Clanacia, encabezada por sus "codiciosas" majestades.

Qué tristeza daba recordar, tanto para Alistair como para los demás sirvientes y habitantes del palacio, saber que la culpa la tenía una única persona.

El hechicero trataba de eliminar ese recuerdo de su memoria sin necesidad de utilizar su magia para hacerlo, pero se le era algo irrealizable. Al leer el hechizo en la anteúltima página del libro no pudo evitar recordar la ingenuidad de la gente al creer una cosa totalmente absurda. Tampoco pudo olvidar otra parte de la promesa: jamás volver a utilizar aquel hechizo, al menos que Calisto o algún otro ente del palacio se lo ordenase. Sin embargo, no podía negarse en esa ocasión. Reconoció perfectamente la sensatez de su princesa cuando se apuntó en la búsqueda de uno de sus mejores amigos y también aceptó que tendría que verse obligado a cumplir su último deseo antes de contraer matrimonio: vivir una aventura.

Con las palabras mágicas escritas sobre la anteúltima página del libro, Alistair cerró los ojos con todas sus fuerzas y alzó las manos para moverlas de manera suave por los aires de su habitación mientras dictaba el conjuro en voz baja, temblando a la vez por lo que estaba a punto de causar.

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