VI: El Engaño.

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Después de quedar espantada por los pensamientos acerca de su futuro, Crescencia decidió cambiar de conversación para evitar más momentos incómodos con su prometido, pensando que quizás conocerlo más de cerca quitaría su negación acerca de sus descendientes.

—Cambiando de tema, príncipe. ¿Qué es lo qué más le gusta hacer?

Macías pestañeó un par de veces, desconcertado ante el brusco cambio. Luego le sonrió.

—Me encanta salir de cacería a los bosques más claros de Lanade todos los fines de semana —respondió orgulloso—. Cada cacería implica un evento gigante con cientos de invitados durante el día, ¡y después le sigue un banquete! ¡Nada mejor que eso!

Reconociendo que la respuesta no resultó tan mala como esperaba, Crescencia siguió conversando.

—Interesante. Aquí en el palacio hemos dejado de organizar cacerías después de la muerte del Rey. También mi madre ha reducido mucho la cantidad de banquetes.

Macías, gustoso con la respuesta, mantuvo su mirada sobre la princesa.

—Es un suceso triste, pero ya verá que no será así para siempre —respondió—. Aún lamento mucho la muerte de su padre. ¿Cómo ha sido afrontarlo?

Crescencia abrió sus ojos atenta y sintió como si un nudo en su garganta comenzara a formarse. Aún así se dispuso a contarle a su prometido acerca del dolor que había sentido tras la partida de su padre, un momento que Manrique aprovechó para acercarse a la Reina y preguntarle si podían hablar sobre algo importante. Ella, al ver que el ambiente se había tranquilizado entre su hija y el príncipe, sintió que debía dejarles unos minutos de privacidad. Entonces guió al guardia hacia la sala de los tronos y le pidió que hablara lo que quería hablar. Lo primero que hizo Manrique fue sacar el mapa que guardaba en la tuba de su pantalón para así enseñárselo a la Reina, quien, agotada, se había sentado en su trono de oro.

—Reina Críspula, he descubierto algo que quizás podría parecerle interesante —indicó mientras la soberana bajaba la mirada hacia el arruinado papel—. Aquí, en el Desierto, en dirección al noroeste. He descubierto una pequeña aldea.

Críspula lo miró desinteresada.

—Hemos inspeccionado el Desierto desde la muerte del Rey, Manrique, y desde entonces jamás se ha encontrado vida alguna por aquella zona —contestó.

—¡Pero alteza! ¡Este pueblo es real, yo lo he visto con mis propios ojos y sé bien lo que digo! —Manrique elevó su tono su voz, temiendo ser rechazado—. Se me ha ocurrido pasar por el Desierto cuando viajaba de regreso de la ciudad de Clania esta mañana. En aquella aldea habita gente como cualquier otra, pero su entrada está escoltada bajo dos temerosos y enormes grifos.

La Reina, pésima para ser paciente, lo miró con mayor desconfianza y le entregó bruscamente el mapa, arrugándolo aún más de lo que ya estaba.

—Una aldea en pleno desierto es algo imposible. Lo hemos revisado durante años y el hecho de ser custodiada por esas bestias ya es algo completamente inverosímil —declaró mientras apoyó firmemente sus manos sobre los brazos del trono, preparada para regresar al salón de té.

—¡Pero mi majestad! ¡Observe, por favor, lo que digo es verdad! —insistió el muchacho, abriendo el mapa una vez más y señalando con su dedo índice los dibujos que Alistair había marcado alrededor del pueblo, evitando así que la reina se levantara de su trono—. ¡Mire esto! Las líneas azules representan magia. Mi Reina, tiene que creerme. Dentro de ese pueblo he detectado muchísima magia, un poder más fuerte que el de muchos otros lugares de Clanacia.

La Aldea de las MemoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora