La sala estaba llena de energía. La música resonaba como un latido constante, haciendo que nuestros cuerpos se movieran al ritmo, entregados al frenesí del momento. Las luces del atardecer se colaban por las enormes ventanas, mezclándose con el humo del cigarro de Valerio y el olor dulce del champán.
—Jamás me había divertido tanto —le dije a Lu, quien permanecía en su lugar, mordisqueando distraídamente un trozo de fruta.
—Y eso que no has probado nada —apuntó Valerio desde mi costado, acercándose con la misma confianza que siempre irradiaba. Su mano encontró mi cintura, y con un gesto suave, me atrajo hacia él.
—Y no me vas a convencer —respondí con una sonrisa desafiante, enfrentándome a esos ojos oscuros que parecían saberlo todo—. Yo no me meto cosas por la nariz, cariño.
Él soltó una carcajada, exhalando el humo de su cigarrillo, el cual impregnaba el aire con el aroma inconfundible de la hierba.
Bailamos. Al principio, torpes, como si el mundo se hubiera reducido a nosotros dos. Nuestros cuerpos se movían con una mezcla de tensión y atracción que era imposible ignorar. Había algo magnético en Valerio, algo que hacía que me olvidara de todo, incluso de mi propia voluntad.
Sin pensarlo demasiado, nuestras miradas se cruzaron, y lo inevitable ocurrió. Nos lanzamos a devorarnos los labios con una pasión contenida que estalló en ese instante. El mundo se desvaneció, quedando solo el sabor de su boca y el calor de su cuerpo contra el mío.
Mil sensaciones se desbordaron en mi interior. Besarlo era como caminar por el borde de un precipicio, aterrador y excitante al mismo tiempo. Su lengua se entrelazó con la mía mientras sus manos bajaban por mi espalda, encontrándose con mi trasero y apretándolo con firmeza.
—Mira, una niña de casa besando de esa forma —musitó cerca de mis labios, su tono cargado de burla y deseo.
—Cállate —jadeé, tomándolo por el cuello de su camisa desabotonada para volver a besarlo, profundizando el contacto.
El tiempo pareció detenerse. Todo era caos, pero al mismo tiempo, en ese momento, todo tenía sentido.
Sin embargo, el hechizo se rompió de golpe cuando la voz de Guzmán resonó en la sala.
—¡Venga ya, que han llegado mis amigos!
El sonido de su anuncio hizo que me separara bruscamente de Valerio, quien me miró con una mezcla de confusión y molestia. Su respiración era pesada, y la tensión entre nosotros seguía siendo palpable. Yo, por mi parte, no podía ocultar el rubor que inundaba mis mejillas.
