18.- APRENDIENDO A OLVIDAR

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El sermón de Amy le hizo bien a Laurie, aunque, naturalmente, el muchacho no quiso admitirlo hasta mucho después. Los hombres rara vez aceptan esas cosas, pues cuando las consejeras son mujeres, los amos de la creación no siguen el consejo hasta que se han convencido de que aquello era precisamente lo que se habían propuesto hacer; sólo entonces se deciden a actuar según el consejo de marras y, si todo sale bien, le dan a la consejera femenina por lo menos la mitad del crédito, aunque nada generosamente les adjudican toda la culpa. Laurie volvió a reunirse con su abuelo y estuvo tan atento y servicial durante varias semanas que el anciano señor hubo de declarar que el clima de Niza lo había mejorado maravillosamente y que era mejor que lo fuese a disfrutar de nuevo. Le hubiese gustado al joven, pero después del regaño recibido nada lo hubiese arrastrado allí; el orgullo se lo prohibía, y cuando la nostalgia se hacía muy fuerte fortificaba su resolución repitiéndose las palabras que le habían hecho más profunda impresión: "Te desprecio, ve y haz algo realmente grande que la obligue a amarte". Laurie daba vueltas a aquel asunto en su magín tan a menudo que al final se vio obligado a confesar que en realidad había sido egoísta y holgazán, pero siguió creyendo que sus agotados sentimientos habían muerto definitivamente y que aunque siempre seguiría siendo un fiel doliente ya no tenía por qué usar en público sus ropas de luto en forma ostentosa. Jo no quería amarlo, pero él la obligaría a respetarlo y aun a admirarlo haciendo algo que le probase que el "no" de una muchacha no había arruinado su vida. Igual que Goethe, que cuando tenía una pena o una alegría debía encerrarla en una canción, así Laurie resolvió embalsamar en la música su pena de amor y componer un "Réquiem" que atormentase el alma de Jo y conmoviese el corazón de todo el que lo escuchase. En consecuencia, cuando el abuelo le ordenó que se marchara, el muchacho se fue a Viena, donde tenía amigos en el mundo de la música, y se puso a trabajar con firme determinación para lograr distinguirse. Pero, sea porque la pena era demasiado grande para ser encarnada en música, o la música demasiado etérea para vencer una miseria de este mundo, lo cierto es que el "Réquiem" fue demasiado. Era evidente que sus ideas estaban necesitando clarificación, porque a menudo, en medio de una melodía triste, se encontraba de repente tarareando un aire danzante que le recordaba vívidamente el baile de Navidad de Niza, y debía por el momento poner un compás de espera en la composición de género trágico. Entonces probó de componer una ópera; pero en esto también lo acosaron dificultades imprevistas. Él quería que Jo fuese su heroína y recurría a la memoria para los recuerdos tiernos o las visiones románticas de su amor. Pero la memoria lo traicionaba, y como si estuviese poseída del espíritu de contradicción típico de la muchacha, únicamente le recordaba las rarezas de Jo, sus defectos y sus caprichos, mostrándosela en sus aspectos menos sentimentales, ya sea sacudiendo alfombras, la cabeza atada con un pañuelo de colorinches, o parapetándose tras el famoso almohadón del sofá o arrojando agua fría sobre su pasión y una risa irreprimible echaba a perder el cuadro melancólico que estaba tratando de pintar. De modo, pues, que Jo se negaba a ser puesta en una ópera a ningún precio y el muchacho tenía que renunciar a utilizarla como protagonista. Buscando a otra damisela menos intratable como para inmortalizarla en una melodía, la memoria le presentaba una con la disposición más servicial que darse pueda. Esa visión se presentaba con mil rostros diferentes pero tenía siempre pelo dorado, iba envuelta en una diáfana nube de tul y flotaba etérea ante los ojos de su imaginación en medio de un agradable caos de rosas, pavos reales, ponies blancos y cintas azules. Laurie no dio nombre alguno a esa visión complaciente, pero la adoptó como heroína y se aficionó mucho a ella. Gracias a esa inspiración lo paso magníficamente por un tiempo; pero poco a poco el trabajo fue perdiendo su encanto y Laurie acabó por olvidarse de componer y se pasaba el día musitando con la pluma en la mano. No fue mucho lo que logró realizar pero tenía conciencia de un cambio que se operaba en él sin que supiese muy bien en qué consistía. "Debe de ser el genio que arde en mí... Lo dejaré arder y veremos qué resulta de todo esto", se decía, con la secreta sospecha de que no era tal genio, sino algo muchísimo más común... Fuese aquello lo que fuera, ardió con resultado, pues poco a poco se sintió cada vez más descontento con su vida inconexa y comenzó a ansiar algún trabajo verdadero y serio a que dedicarse en cuerpo y alma, llegando finalmente a la sabia conclusión de que no es compositor todo aquel que ama la música. De vuelta de oír una de las grandes óperas de Mozart, magníficamente representada en el Teatro Real, revisó su propia obra, tocó en el piano algunas de las mejores partes y por fin, sentado ante los bustos de Mendelssohn, Beethoven y Bach, desgarró de pronto sus hojas de música, una por una, diciendo para sí, cuando rompía la última:

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora