8.-JO SE ENCUENTRA CON APOLO

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—¿Adónde van, niñas? —preguntó Amy, entrando en el dormitorio de sus hermanas mayores la tarde de un sábado, y hallándolas ocupadas preparándose para salir de manera tan secreta, que picó su curiosidad.

—No te importa; las niñas pequeñas no deben ser preguntonas —respondió Jo con severidad. Si hay algo que nos irrita en nuestra juventud, es que se nos recuerde nuestra pequeñez, y más aún que se nos despida con un "vete, querida". Al recibir este insulto, Amy se irguió y resolvió descubrir el secreto, aunque fuera menester atormentarlas por una hora entera. Volviéndose a Meg, que nunca le negaba una cosa por mucho tiempo, dijo dulcemente:

— ¡Dímelo! Creo que podían dejarme ir también, porque Beth está ocupada con sus muñecas y me aburro sola.

—No puedo, querida, porque no estás invitada —comenzó Meg; pero Jo la interrumpió impaciente:

—Meg, cállate, ¡que lo vas a echar a perder! No puedes ir, Amy, no seas niña y no te quejes.

—Van a alguna parte con Laurie, lo sé. Susurraban y se reían ayer por la tarde cuando estaban sentadas en el sofá y cuando yo entré dejaron la conversación. ¿No van con él?

—Sí, vamos con él; ahora hazme el favor de callarte y no nos fastidies más. Amy se calló, pero observó que Meg ponía a escondidas un abanico en el bolsillo.

—¡Ya sé! ¡Ya sé! Van al teatro a ver "Los siete castillos", —gritó, añadiendo con mucha resolución —: Y yo iré también, porque mamá ha dicho que podía verla; y tengo mi dinero de gastitos. ¡Qué mezquinas, no habérmelo dicho a tiempo!

—Escúchame un minuto y sé razonable —dijo Meg, tratando de calmarla —. Mamá no quiere que la veas esta semana, porque tus ojos no pueden todavía soportar la luz de esa comedia de magia. La semana que viene podrás ir con Beth y Hanna, y te divertirás mucho.

—Eso no me gusta tanto como ir con ustedes y Laurie. Déjame ir; he estado enferma y en casa con este catarro tanto tiempo, que ansío una diversión. ¡Déjame, Meg! Seré muy buena —imploró Amy tan patéticamente como pudo.

—¿Qué hacemos? ¿La llevamos? No creo que mamá se disgustaría si la abrigamos bien —comenzó Meg.

—Si ella va, no voy yo, y si yo no voy no le gustará a Laurie; además, sería muy descortés después de habernos invitado a nosotras dos, llevar también a Amy.

—Yo hubiera pensado que a ella no le gustaría colarse donde no la llaman —dijo Jo muy enojada. Su tono y maneras irritaron tanto a Amy, que comenzó a ponerse las botas diciendo muy decidida:

—¡Voy y voy! Meg dice que puedo ir, y si me pago la entrada, a Laurie no le importa nada.

—No puedes sentarte con nosotros, porque nuestras localidades están ya tomadas y no vas a sentarte sola; Laurie tendrá que cederte su asiento, lo cual estropeará nuestro placer, o te buscará otro, y eso no está bien, cuando no te ha invitado. No adelantará nada; de modo que puedes quedarte donde estás —regañó Jo, cada vez más enojada. Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy se echó a llorar y Meg se puso a convencerla, cuando Laurie llamó desde abajo y las dos chicas se apresuraron a bajar, dejando a su hermana lamentándose sin consuelo. En el momento en que salían, Amy gritó desde la barandilla de la escalera, con voz amenazadora:

— ¡Lo vas a sentir, Jo! ¡Ya lo verás!

— ¡Tonterías! —respondió Jo, cerrando de golpe la puerta.

Se divirtieron mucho, porque "Los siete castillos del lago diamante" era todo lo brillante y maravilloso que cualquier persona podía desear. Pero a pesar de los diablillos rojos, de los duendes chispeantes, de los príncipes y princesas magníficos la diversión de Jo tenía una nota amarga. El pelo rubio de la reina de las hadas le recordó a Amy, y en los entreactos no podía dejar de pensar qué haría su hermana para hacerle "sentir" lo ocurrido. Ella y Amy habían tenido en el curso de sus vidas muchas peleítas, porque ambas poseían carácter fuerte y se enojaban con facilidad, aunque luego se avergonzaban de su proceder. Aunque era mayor, a Jo le era más difícil dominarse y poner freno a su carácter ardiente. Su enojo nunca duraba largo tiempo, y después de confesar su falta se arrepentía sinceramente, y procuraba corregirse. Sus hermanas decían que les gustaba ver a Jo enfadada, porque después era un verdadero ángel. La pobre Jo trataba desesperadamente de ser buena, pero su enemigo interior estaba siempre listo para inflamarse y vencerla, y necesitó años de esfuerzos pacientes para dominarlo. Cuando llegaron a casa encontraron a Amy leyendo en la sala. Ella adoptó aires de ofendida al entrar las hermanas, sin levantar los ojos de su libro ni hacer una pregunta. Quizá la curiosidad hubiese vencido el resentimiento si Beth hubiera estado allí para hacer preguntas y obtener una descripción brillante de la pieza. Al quitarse el sombrero Jo echó una mirada a la cómoda, porque en su última riña Amy había desahogado su rabia volcando el cajón de Jo sobre el suelo. Pero todo estaba en su sitio, y después de echar una rápida mirada a sus varios cajones y bolsos, Jo dedujo que Amy había olvidado y perdonado las ofensas. En eso se engañó, porque al día siguiente hizo un descubrimiento que levantó una borrasca. Hacia el atardecer, Meg, Beth y Amy estaban juntas, cuando Jo entró precipitadamente en el cuarto muy excitada y preguntó sin aliento:

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora