8.- NUESTRA CORRESPONSAL EXTRANJERA

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Londres.
Mis queridos:
Aquí estoy, de verdad, sentada a una ventana del frente del Hotel Bath, en Picadilly. No es un lugar elegante, pero tío paró aquí hace años y no quiere saber nada de ir a otra parte; de todos modos, no importa gran cosa, pues no vamos a estar aquí mucho tiempo. De veras que no sé cómo empezar a contarles lo que estoy disfrutando de todo esto. Como sé que nunca podría dar una idea completa, me conformaré con repetirles fragmentos de mi libreta de notas, pues desde el principio no he hecho otra cosa que bosquejar y garabatear. Les mandé unas líneas desde Halifax cuando me sentía muy mal con el viaje, pero después me ha ido magníficamente, pocas veces mareada, en cubierta todo el día y mucha gente agradable con quien divertirme. Todo el mundo fue bonísimo conmigo, especialmente los oficiales. No te rías, Jo, pero los caballeros son indispensables a bordo de un barco, tanto para tomarse de ellos en casos de apuro como para que nos atiendan y sirvan. Es mejor que se hagan útiles en algo, y sin nosotras creo que fumarían hasta enfermar. Tanto tía como Florencia estuvieron mal durante toda la travesía y querían estar solas, así que no bien las había atendido, en cuanto me era posible podía salir a divertirme. ¡Qué paseos en cubierta, qué puestas al sol, qué aire, qué olas ¡Es tan magnífico viajar! Ojalá hubiese podido venir Beth; ¡qué bien le hubiera hecho! En cuanto a Jo, tal hubiese sido su arrobamiento que ya me la veo sentada en el pescante del palo mayor haciéndose amiga de todos los mecánicos y hablando por el megáfono del capitán. Todo fue sencillamente divino, pero me dio especial alegría conocer la costa irlandesa. La encontré preciosa aquí, y allá, ruinas en algunos cerros, mansiones señoriales en los valles y ciervos pastando en los parques. Paramos por la mañana muy temprano pero yo no sentí el madrugón, pues la bahía estaba llena de barquitos y la playa de lo más pintoresca. ¡Nunca lo olvidaré! Uno de mis nuevos conocidos, el señor Lennox, desembarcó en Queenstown, y cuando le hablé de los lagos de Killarney suspiró y me cantó mirándome con ojos en blanco:
Habéis oído hablar de Kate Kerney.
Vive en los lagos de Killarney.
De su mirada huye presuroso,
Pues es fatal y peligroso
Que lo mire a uno Kate Kerney.
¡Qué cosa más disparatada!, ¿no es cierto? En Liverpool paramos sólo unas horas, pero como lo encontré sucio y ruinoso me alegré de marcharme. Tío salió apuradísimo a comprarse guantes de piel, horribles zapatones gruesos y un paraguas e inmediatamente se hizo afeitar a la moda del país. Con eso creyó parecer un británico puro, pero la primera vez que se hizo quitar el barro de los botines el chico lustrabotas supo inmediatamente que era un americano el que llevaba toda aquella indumentaria, y le dijo con una sonrisita: "Ahí tiene, señor, le he hecho la última palabra en lustradas yanquis", lo cual divirtió a tío muchísimo. Tengo que contarles otra cosa que hizo ese absurdo de Lennox. A su amigo Ward, que siguió con nosotros, le hizo encargar un ramo para mí; así que lo primero que vi cuando llegué a mi cuarto fue el precioso ramo con "Saludos de Robert Lennox" en la tarjeta; ¿no les parece divertido? Me encanta viajar. No voy a llegar nunca a hablarles de Londres si no me doy prisa. El viaje fue como pasar en coche por una galería de cuadros, llena de bellísimos paisajes. Me encantaron las granjas, con techos de paja, la hiedra que subía hasta los tejados, las ventanas enrejadas y las mujeres gordas con chiquillos rosados a las puertas. Aun los animales hundidos en trébol hasta la rodilla tenían aspecto más tranquilo que los nuestros, y las gallinas cloqueaban contentas como si nunca se pusieran nerviosas como las nuestras. Nunca he visto tal perfección de colorido, el pasto tan verde, el cielo tan azul, el cereal tan dorado y la madera tan oscura. Estuve en estado de éxtasis todo el camino, y también Florencia. Las dos brincábamos de un
lado al otro, tratando de ver todo mientras corríamos a ciento veinte kilómetros por hora. Tía estaba cansada y se durmió, pero tío leía la guía y no quería asombrarse de nada. Naturalmente que llovía cuando llegamos a Londres, y no hubo nada que ver, sino niebla y paraguas. Así es que descansamos, sacamos la ropa de los baúles e hicimos algunas compras entre un chaparrón y otro. Tía María me compró algunas cosas, pues me había preparado con tanto apuro que no tenía ni la mitad de las que me hacían falta. Me compró un sombrero
blanco, con pluma celeste, un vestido de muselina haciendo juego y el más precioso abrigo que podáis imaginaros. Hacer compras en la calle Regent es algo divino, y todo parece baratísimo: buenas cintas a seis peniques la yarda, así que hice gran provisión de ellas, pero los guantes los compraré en París. ¿No es cierto que todo esto suena muy elegante y como de gente rica? Solo por divertirnos, Flo y yo pedimos un coche de alquiler, un "cab", mientras tío y tía
habían salido, y nos hicimos un regio paseo, aunque más tarde nos enteramos de que las señoritas no salen solas en esa clase de coche. Fue de lo más divertido y extraño, pues cuando estuvimos encerradas con el "delantal" de madera, el cochero salió corriendo tan de prisa que Flo tuvo miedo y me pidió que lo parase. Pero como el hombre estaba allá arriba, no sé dónde, no podía hacerme oír por él. Ni me oía cuando lo llamaba ni me veía cuando le hacía señas con la sombrilla. Por fin, desesperada, descubrí la ventanita en el techo del coche y cuando la abrí empujando con la sombrilla apareció un ojo colorado y una voz aguardentosa dijo:
—¿Qué pasa ahora, señora?
Y puso su caballo a un paso como para asistir a un entierro. Entonces lo llamé otra vez y le dije:
—Un poco más ligero.
Y volvió a salir de nuevo a tontas y a locas, como antes, y tuvimos que resignarnos a nuestro destino. Hoy, con buen tiempo, fuimos a Hyde Park, cerca de aquí. El duque de Devonshire vive cerca de allí y a menudo veo a sus lacayos haraganeando en el portón de atrás, y el duque de Wellington tiene también su casa muy cerca. ¡Las cosas que vimos, queridas mías!... Resultaba tan gracioso como mirar las páginas de "Punch". Había duquesas viudas, gordas, paseando en sus landoes rojos y amarillos, con lacayos deslumbrantes de chaquetas de terciopelo y medias de seda, sentados atrás, y los cocheros de pelo empolvado, al frente. Las niñeras, también paquetísimas con los chiquillos más rosados que he visto en mi vida. Chicas bonitas, con aire lánguido y como semidormidas, "dandies", de sombreros ingleses rarísimos y soldados altísimos, de chaquetas rojas muy cortas y gorras chatas puestas a un lado, tan cómicos que hubiese querido dibujarlos. "Rotten Row" es una corrupción de Route du Roi, o Camino del Rey, y es ahora una
escuela de equitación. Los caballos son espléndidos y los hombres, especialmente los caballerizos, saben montar, pero las mujeres lo hacen muy tiesas, y además saltan, lo cual no se ajusta a nuestras normas. Me moría por mostrarles lo que es un galope americano realmente arrollador, pues ellas no hacían más que trotar del modo más solemne y aburrido del mundo, con sus trajes ajustados y sombreros de copa, que les daban el aspecto de las mujeres de un arca de Noé de juguete. Por la tarde: la abadía de Westminster; pero no esperéis que os la describa, pues eso es imposible... Sólo diré que fue ¡sublime! ... Y para coronar el día más feliz de mi vida de modo apropiado, esta noche iremos a ver a Fletcher, el actor.

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora