10.- EL DIARIO DE JO

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Nueva York, noviembre.
Queridas mamá y Beth:
Voy a escribirles un volumen porque tengo montones de cosas que contarles, aunque no sea la señorita elegante que viaja por el continente europeo. Cuando perdí de vista la querida cara de papá me sentí algo triste y pude haber vertido una que otra gotita salada si una señora irlandesa con cuatro chicos pequeños, todos llorando, no me hubiesen distraído, porque me divertí echándoles pedacitos de torta por encima del respaldo cada vez que abrían la boca para bramar. Pronto salió el sol y, tomándolo como un buen presagio, también yo me despejé con el tiempo y disfruté del viaje con toda mi alma. La señora Kirke me dio una bienvenida tan cariñosa que en seguida me encontré cómoda, aun en esa casa tan grande y llena de extraños. Una salita minúscula cerca del cielo era todo lo que la señora tenía para darme, pero tiene una estufita y una linda mesa contra la ventana llena de sol. La hermosa vista y la torre de la iglesia que hay enfrente compensan de subir las escaleras y en seguida me aficioné a mi pequeño refugio. El cuarto de los chicos, donde voy a dar clase y coser, es muy agradable y queda al lado de la sala particular de la señora. Las dos nenas son bonitas y me imagino que bastante mimadas, pero me las conquisté con el cuento de los "Siete Chanchos Malos", y no tengo ninguna duda de que seré una gobernanta modelo. Las comidas las haré con los chicos, si lo prefiero a la mesa general, y por ahora será así, porque soy tímida, aunque nadie lo creería. Desde el principio, la señora, con su modo maternal, me dijo: "Querida, debe sentirse como en su propia casa. Yo no paro de la mañana a la noche, como se puede usted figurar, con tanta gente a quien atender, pero una gran inquietud ha sido eliminada al saber que las chicas serán atendidas. Nuestras habitaciones estarán siempre abiertas para usted. Hay gente muy agradable en la casa para cuando se sienta con ganas de hacer sociedad y sus noches serán siempre libres. No vacile en venir a decirme si cualquier cosa anduviese mal y sea aquí lo más feliz que pueda. Suena la campana para el té... Corro a cambiarme..." Y se marchó muy de prisa, dejándome que me instalara por mi cuenta en mi nidito. Cuando bajé al poco rato vi algo que me gustó. Los tramos de la escalera son muy largos en esta vieja casa de techos altos, y cuando me quedé esperando al tope del tercero que subiese una sirvientita vi que un caballero que subía detrás de ella le tomaba el pesado canasto de carbón que traía la chica, se lo dejaba delante de una puerta del piso alto y luego se marchaba con un saludito amable, diciéndole con acento extranjero:
—Va mejor así. Esa espaldita es demasiado joven para tener tanta pesadez... ¿No les parece muy bueno de parte de ese señor? Me gusta observar esas cosas porque, como dice papá, "son las insignificancias las que muestran el carácter de la gente". Cuando se lo conté a la señora esa noche ella rió y me dijo:
—Ase debe de haber sido el profesor Bhaer... Siempre está haciendo cosas así. También me contó que es de Berlín, muy instruido y bueno, pero pobre como las ratas. Da lecciones para mantenerse él y dos sobrinos huérfanos que está educando aquí, según los deseos de su hermana, que se había casado con un americano. La historia no es especialmente romántica, pero a mí me interesó y me alegré de saber que la señora de K. le presta la sala para alguna de sus clases. Como hay una puerta con cristales entre la sala y la "nursery", donde estaré yo, pienso espiar al profesor y luego podré contarles cómo es. Tiene casi cuarenta años, y no hay peligro alguno, mamita. Después de la comida ataqué el gran costurero y pasé una noche tranquila con mi nueva amiga. Como pienso seguir mi diario, les mandaré una carta-diario semanal. Así que, buenas noches, y seguiré mañana.

Martes a la noche.
Mi seminario estuvo hoy muy animado porque las chicas parecían enloquecidas y por momentos creí que iba a tener que sacudirlas para que se calmaran, pero por fin algún ángel bueno debe de haberme inspirado la idea de probar la gimnasia como calmante, hasta que las chicas se  dieron por felices de sentarse y quedarse quietas. Después del almuerzo la mucama las sacó a dar un paseo y yo seguí con mi costura. Justo cuando agradecía a los dioses haber aprendido a hacer lindos ojales, se abrió la puerta de la sala y alguien empezó a tararear:
"Kenss du das land"
Sé que fue horriblemente incorrecto, pero no pude resistir la tentación y, levantando un poquitito la cortina de la puerta de cristales, me puse a espiar. Ahí estaba el profesor Bhaer y pude mirarlo bien mientras arreglaba los libros. Es un típico alemán, bastante grueso, con pelo castaño que le cae por todos lados sin mucho arreglo, tupida barba, buena nariz, los ojos más bondadosos que he visto en mi vida y una voz fuerte que hace bien a los oídos acostumbrados al agudo y descuidado "graznido" de los americanos. No tiene ni una sola facción hermosa en su rostro, excepto sus bellísimos dientes; sin embargo, me gustó, pues tiene una hermosa cabeza, su camisa estaba impecable y su aspecto es el de un caballero, pese a faltarle dos botones del saco y sobrarle un remiendo en el zapato. A pesar del canturreo parecía más bien triste, hasta que llegándose hasta la ventana dio vuelta hacia el sol los bulbos de jacinto y acarició al gato, que lo recibió como a un viejo amigo. Entonces sonrió, y al oír un golpe en la puerta contestó con voz fuerte y tono animado:
—¡Aquí adentro!...
Ya me estaba por escapar aterrorizada cuando. me veo entrar a un pergeño de criatura que llevaba un enorme libro e, intrigadísima, me detuve otra vez a ver qué pasaba.
—Mi quiere mi Baher —dijo el pequeño, arrojando el libro con un golpazo y corriendo al encuentro del profesor.
—Pues lo tendrás a tu Bhaer. Ven y dale un gran abrazo, Tina, chiquita mía—respondió él alzando a la nena mientras, riendo, la levantaba tan alto que ella tuvo que agacharse para besarlo.
—Ahora mi tepe studiar mi lesón—continuó la graciosísima criatura; así que el profesor la instaló en la mesa, abrió el enorme diccionario que ella había traído y le dio un lápiz y un papel. La chiquita empezó a garabatear, dando vuelta de cuando en cuando una hoja y haciendo correr el gordo dedito por la página como si estuviese buscando una palabra, todo con gravedad tal que casi me descubro con una risa, mientras que el señor Baher, parado a su lado, le acariciaba el pelo precioso con una mirada paternal que me hizo pensar que la chica era de él, aunque parecía francesa más bien que alemana. Otro llamado a la puerta y la aparición de dos señoritas me enviaron de vuelta a mi trabajo, y allí me estuve quieta oyendo todo el ruido y parloteo que continuó en el cuarto de al lado. Una de las muchachas reía con afectación y decía: "¡Vamos, profesor!, con tono de coquetería, y la otra pronunciaba el alemán con un acento que debe de haber sido difícil para el
profesor mantenerse serio. Ambas parecían poner muy a prueba su paciencia, porque oí más de una vez que les decía:
—¡No, no; no es así! No han prestado atención a lo que les decía —y hasta se oyó una vez un fuerte golpe seco como si hubiese dado con el libro sobre la mesa, seguido de la exclamación desesperada de:
—Prut... Todo sale mal este día... ¡Pobre hombre! ... le tuve lástima, y cuando las chicas se fueron lo volví a espiar a ver si sobrevivía. Parecía haberse tirado de espalda en la silla, agotado, y allí se quedó, con los ojos cerrados, hasta que el reloj dio las dos. Entonces se levantó de un salto, se llenó los bolsillos de libros, como preparándose para otra clase, y cargando en brazos a Tina se la llevó en silencio de allí. Me parece que lo pasa bastante mal. La señora me preguntó esa noche si no me gustaría bajar para la comida, y sintiéndome con un poco de nostalgia me pareció mejor hacelo para ver qué clase de gente vive bajo mi mismo techo. Me puse presentable y traté de pasar inadvertida detrás de la señora Kirke. Pero como ella es bajita y yo alta, más bien fracasaron mis esfuerzos de ocultamiento. Me sentó al lado de ella y una vez que se me pasó el sonrojo cobré coraje y me puse a mirar a mi alrededor. La larga mesa estaba repleta y todo el mundo atento a su comida, especialmente los caballeros, que parecían haber sido contratados para comer, pues engullían, en todo el sentido de la palabra, desapareciendo no bien habían terminado. Había el acostumbrado contingente de jóvenes ensimismados, de parejas absortas el uno en el otro, de señoras en sus bebés, y de señores viejos en la política. No creo que me interese hacer amistad con ninguno, con excepción de una señorita solterona de rostro dulce, que parece que tuviese algo interesante en su persona. Abandonado, allá al final de la mesa, estaba el profesor, dando a gritos sus respuestas a las preguntas de un viejo señor sordo sentado a un lado y hablando de filosofía con un francés que tenía al otro. Si Amy hubiese estado presente le hubiese dado vuelta la espalda para siempre porque –y es muy triste tener que consignarlo– el hombre tenía un apetito imponente e ingería la comida de una manera que hubiese horrorizado a "Su Señoría". A mí no me importó, porque me gusta ver que la gente "coma con fruición", como dice Ana, y el pobre hombre debe necesitar una buena cantidad de "lastre" después de dar clase todo el día a un hato de idiotas. Mientras subía a mi cuarto después de la comida dos de los jóvenes pensionistas se arreglaban los sombreros delante del espejo del "hall", y oí que uno le decía al otro en, voz baja:
—¿Quién es la nueva?
—Gobernanta, o algo por el estilo.
—¿Por qué diablos come entonces en nuestra mesa?
—Amiga de la vieja.
—Hermosa cabeza, pero ninguna elegancia.
—Ni un poquito. Vamos, dame fuego y salgamos.

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora