14.- SECRETOS

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Jo estaba ocupadísima en la boardilla, porque los días de octubre comenzaban a ponerse fríos y las tardes iban acortándose. Por dos o tres horas, tras la ventana bañada por el sol; podía verse a Jo sentada en el viejo sofá escribiendo diligentemente, con las cuartillas esparcidas sobre un baúl ante ella, mientras su ratón amigo se paseaba por las vigas en compañía de su hijo mayor, un hermoso ratonzuelo, al parecer muy orgulloso de sus bigotes. Completamente absorta en su trabajo, garrapateaba Jo hasta que hubo llenado la última página, después de lo cual estampó su firma y soltó la pluma, exclamando:

— ¡Vaya! Lo he hecho lo mejor posible. Si esto, no conviene, tengo que esperar hasta que sepa hacer algo mejor. Echada en el sofá, leyó cuidadosamente el manuscrito, poniendo comas acá y allá, y signos de admiración que parecían globos pequeños; después lo ató con una cinta roja muy vistosa y se quedó mirándolo con expresión grave y pensativa, que mostraba claramente lo serio que había sido su trabajo. Aquí arriba, el pupitre de Jo era una vieja cocina de hojalata, que colgaba contra la pared. En ella guardaba sus papeles y algunos libros para resguardarlos de las atenciones de su ratón, que, como todos los de su casta, tenía sus aficiones literarias. De aquel receptáculo de hojalata Jo sacó otro manuscrito, y, poniendo los dos en su bolsillo, bajó furtivamente la escalera, dejando a sus amigos que royesen las plumas y se bebiesen la tinta. Tan sigilosamente como pudo se puso el abrigo y el sombrero, y por la ventana trasera salió al tejadillo del pórtico bajo, se descolgó sobre el suelo de césped e hizo un rodeo para llegar al camino. Una vez allí se calmó, tomó un ómnibus que pasaba y se fue a la ciudad con mucha alegría y misterio.

Si alguien la hubiese observado, hubiera pensado que sus movimientos tenían algo raro, porque tan pronto como bajó del ómnibus echó a andar a buen paso hasta llegar a cierto número de una calle de mucho movimiento. Una vez descubierto el lugar con alguna dificultad, entró en el portal, echó una mirada a la escalera y después de pararse por un minuto salió de repente a la calle, marchándose tan de prisa como había venido. Varias veces repitió la maniobra con gran diversión de cierto joven de ojos negros que la observaba desde la ventana de un edificio de enfrente. Volviendo por tercera vez, Jo se irguió, se caló el sombrero hasta las cejas y subió valientemente escalera arriba, como si fuera a que le sacaran todas las muelas. Había un rótulo de dentista, entre otros, a los lados de la puerta, y después de mirar un momento un par de mandíbulas artificiales, que se abrían y cerraban lentamente para llamar la atención a una dentadura hermosa, el joven se puso su abrigo, tomó su sombrero y bajó a la calle para esperar enfrente de la puerta diciéndose con una sonrisa y un estremecimiento:

—Es muy propio de ella venir sola, pero si pasa un mal rato necesitará que alguien la acompañe a casa. A los diez minutos Jo bajaba corriendo la escalera, con la cara muy roja y como quien acaba de pasar una dura prueba. Cuando vio al joven no le hizo ni pizca de gracia y pasó de largo, con una inclinación de cabeza; pero él la siguió, preguntándole con simpatía:

—¿Has pasado un mal rato?

—No mucho.

—Has acabado muy pronto.

— Sí, gracias a Dios!

—¿Por qué has venido sola?

—No quería que nadie lo supiera.

—Eres lo más curioso que he visto en mi vida. ¿Cuántas te han sacado? Jo miró a su amigo como si no lo comprendiera, y entonces se echó a reír, muy divertida por la pregunta.

—Hay dos que quiero que salgan, pero tengo que esperar una semana.

—¿De qué te ríes? Tú escondes alguna picardía —dijo Laurie bastante perplejo.

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora