15.- EN UN RINCÓN

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En Francia las chicas jóvenes lo pasan muy aburridas... hasta que se casan, y entonces "Vive la liberté!' se convierte en su lema. En América del Norte, en cambio, como se sabe muy bien, las chicas firman muy pronto su declaración de independencia y gozan de su libertad con placer verdaderamente democrático; en cambio, las señoras jóvenes generalmente abdican con la llegada del primer heredero y entran en una reclusión casi tan cerrada como la de un convento francés de monjas, sólo que menos tranquilo. Les guste o no, se las pone virtualmente en un rincón en cuanto Rasa la euforia del casamiento, y la mayoría de ellas podría decir como una linda señora el otro día: "Estoy tan bonita como siempre, pero nadie hace caso de ello porque soy casada". No siendo una gran belleza, ni tampoco una dama del gran mundo, Meg no tuvo esa experiencia triste, por lo menos hasta que sus bebés tuvieron alrededor de un año, pues en su pequeño mundo regían las costumbres primitivas y, recién casada, se encontró más querida y admirada que nunca. Como era una mujercita muy femenina, el instinto maternal era en ella muy fuerte y fue enteramente absorbida por sus hijos, con absoluta exclusión de todo y de todos los demás. Día y noche se preocupaba Meg por ellos con inquietud y devoción incansables, dejando a John al tierno cuidado de la servidumbre, pues ahora presidía el departamento culinario una irlandesa que reemplazaba a Lotty. Decididamente, John extrañaba las atenciones a que su mujer lo había acostumbrado, pero como adoraba a sus hijos renunció de buen grado a su comodidad por un tiempo, suponiendo, en su ignorancia masculina, que la paz sería en breve restaurada. Pero pasaron tres meses y no hubo ni retorno ni reposo; Meg tenía aspecto cansado y estaba nerviosa, los nenes absorbían cada minuto de su tiempo, la casa fue descuidada y Kitty, la cocinera, que tomaba las cosas con mucha calma, tenía a John a curta ración. Cuando salía por la mañana, el pobre hombre se veía confundido con encargos variados para la mamá cautiva, y si llegaba alegre a su casa por la noche, ansioso de abrazar a su familia, su entusiasmo era apagado por un: Sh... Recién se duermen después de "darme baile todo el día". Cuando proponía alguna diversión en casa, la respuesta invariable era: "No, porque molestará a los nenes". Si sugería asistir a un concierto o una conferencia, la respuesta inavariable era: "¿Dejar a mis hijos por divertirme? ¡Eso nunca!" El sueño de John era interrumpido a menudo por llantos infantiles y por visiones de un fantasma blanco paseando en silencio en la vigilia de la madrugada; sus comidas eran a menudo interrumpidas por la huida repentina del genio doméstico que presidía la mesa, quien lo abandonaba a medio servir en cuanto llegaba a oírse el menor pipío ahogado proveniente del nido de arriba. Y cuando el pobre hombre leía el diario por la noche, las noticias de navegación se mezclaban con el cólico de Demi y las cotizaciones de bolsa con la caída de Daisy, pues a la señora de Brooke no le interesaban por el momento otras noticias que las domésticas. ¡Pobre John Brooke! Se sentía incómodo en el propio hogar, pues los hijos lo habían despojado de su mujer, el hogar estaba convertido en una "nursery" y el perpetuo "¡Sh... Sh... Sh!..." le hacía sentirse un intruso sin corazón en cuanto se aventuraba a entrar en los sagrados recintos de bebelandia. John aguantó con paciencia durante seis meses, y cuando no aparecieron señales de enmienda el hombre hizo lo que muchos otros exiliados domésticos: trató de buscar consuelo en otra parte. Su amigo Scott se había casado e instalado su casa no lejos de la suya y John tomó la costumbre de correrse hasta allí por las noches durante un par de horas, precisamente cuando su propia sala permanecía vacía y su propia esposa cantaba arrorroes que no parecían tener fin. La señora de Scott era una linda muchacha llena de vida que no tenía otra cosa que hacer que mostrarse agradable, y cumplía con mucho éxito su misión. La sala de los Scott estaba siempre iluminada y acogedora; el tablero de ajedrez preparado, el piano bien afinado, abundante la chismografía, alegre y sin malignidad, y la cenita preparada presentada en forma tentadora. John hubiese preferido su propio hogar y su propia chimenea si ambos no hubiesen estado tan solitarios, pero en esas circunstancias ¿qué podía hace el pobre individuo sino conformarse con la aproximación y disfrutar de la sociedad de sus vecinos? Al principio Meg había aprobado y agradecido ese nuevo orden de cosas y encontraba alivio en que John lo pasase bien en lugar de dormitar en la sala o caminar pesadamente por toda la casa despertando a los chicos. Pero más adelante, cuando hubo pasado el problema de la dentición y los dos idolillos se dormían a horas más normales dejando a la mamá tiempo para descansar, Meg comenzó a extrañar a John y a encontrar muy aburrida la compañía de su canastillo de costura, sin el marido sentado enfrente con su vieja bata, acercando las zapatillas al guardafuego. Meg no quería pedirle que se quedase en casa, pero se sentía agraviada porque él no se daba cuenta de que ella lo necesitaba, olvidándose completamente de las muchísimas noches que el pobre hombre la había esperado en vano a ella. Nerviosa y extenuada, con tanta vigilia y preocupación se afianzó en ella ese estado de ánimo tan poco razonable por el que suelen pasar aun las mejores madrecitas cuando se ven agobiadas por los cuidados domésticos. La falta de ejercicio contribuye a robarles el ánimo y demasiada afición a ese ídolo de la mujer sajona, la tetera, y las hace sentir como si fueran puro nervio y nada de músculo. Mirándose al espejo, la pobre Meg decía:

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora